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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

Una página de amor (14 page)

BOOK: Una página de amor
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Entretanto, el tiempo se había estropeado. Los chubascos obligaron a que las señoras se refugiaran en el pabellón japonés. El jardín, con su hermosa pulcritud, se convertía en un lago, y nadie se atrevía a pasear por las avenidas por temor a llenarse los zapatos de barro. Cuando un rayo de sol lucía entre dos nubarrones, el follaje empapado se secaba y en las lilas había perlas pendientes en cada una de sus flores. Bajo los olmos caían gruesas gotas.

—Por fin, está decidido para el sábado —dijo un día la señora Deberle—. ¡Ah querida, ya no puedo más!… ¿De acuerdo? Estén ustedes a las dos en punto. Juana abrirá el baile con Luciano.

Y en un arranque de cariño, encantada con los preparativos de su baile, besó a los dos chiquillos; luego, riéndose cogió a Elena por el brazo y le dio también un par de fuertes besos en las mejillas.

—Es como un premio para mí —dijo alegremente—. Creo que me lo merezco. Si usted supiera lo que he corrido… Ya verá usted como será un éxito.

Elena permaneció fría, mientras el doctor las miraba por encima de la rubia cabeza de Luciano, que se había colgado de su cuello.

IV

En el vestíbulo del hotelito estaba Pedro de pie, vestido de frac y con corbata blanca, abriendo la portezuela de los coches a medida que iban llegando. Entraba un soplo de aire húmedo y el reflejo amarillento de la tarde lluviosa iluminaba el estrecho zaguán, atestado de cortinajes y plantas verdes. Eran las dos de la tarde y la claridad disminuía como si se tratara de un triste día de invierno.

Pero, en cuanto el criado empujaba la puerta del primer salón, una fuerte iluminación cegaba a los invitados. Se habían cerrado las persianas y corrido cuidadosamente las cortinas y no se filtraba un solo destello del cielo obscuro; las lámparas colocadas encima de los muebles, las bujías que ardían en la lámpara y en los apliques de cristal, parecían iluminar una capilla ardiente. Al fondo del saloncito, cuyos cortinajes reseda apagaban un poco el esplendor de las luces, resplandecía el gran salón, negro y oro, decorado igual que para el baile que la señora Deberle daba todos los años por el mes de enero.

Entretanto, los niños empezaban a llegar, mientras Paulina, muy atareada, hacía alinear filas de sillas en el salón delante de la puerta del comedor que había sido desmontada y substituida por un telón rojo.

—Papá —chilló—, échame una mano; si no me ayudas, no terminaremos nunca.

El señor Letellier, que contemplaba la araña con las manos a la espalda, se apresuró a hacerlo. Paulina trasladaba por sí misma las sillas. Había obedecido a su hermana poniéndose un traje blanco, sólo que su corpiño, con un escote cuadrado, dejaba ver todo el pecho.

—Ahora ya estamos listos —repuso—. Ya pueden venir… Pero ¿en qué está pensando Julieta? No acaba de vestir a Luciano.

Precisamente, la señora Deberle apareció acompañando al marquesito. Todas las personas presentes prorrumpieron en exclamaciones. ¡Oh! ¡Era un encanto! Estaba muy gracioso con su casaca de raso blanco, recamada de ramilletes, con su gran chaleco bordado en oro y el calzón de seda color cereza. Su barbilla y sus delicadas manos desaparecían entre los encajes. Una espada de juguete, con un gran lazo rosa, golpeaba su cadera.

—Vamos, haz los honores —le dijo su madre conduciéndole hacia la primera estancia.

Llevaba ocho días ensayando la lección. Se apoyó gallardamente en sus pequeñas pantorrillas, con la cabeza empolvada un tanto inclinada y su tricornio bajo el brazo izquierdo. A cada invitado que llegaba le hacía una reverencia, le ofrecía el brazo, saludaba y volvía sobre sus pasos. Todos reían a su alrededor mientras él permanecía muy serio, con una pizca de descaro. De este modo condujo a Margarita Tissot, una chiquilla de cinco años que llevaba un delicioso vestido de lechera, con el tarro de la leche colgando de la cintura; lo mismo hizo con las dos pequeñas Berthier, Blanca y Sofía, una de las cuales iba de Locura y la otra de Doncella; se atrevió incluso con Valentina de Chermette, una chica mayor, de catorce años, a la que su madre disfrazaba siempre de Española; y como él era tan poquita cosa, parecía que fuese ella quien le llevaba. Pero su apuro fue grande ante la familia Levasseur, compuesta de cinco señoritas que se presentaron en fila, según su talla, la más joven de unos dos años apenas y la mayor de diez. Las cinco disfrazadas de Caperucita Roja, con la toquilla y el vestido de raso amapola a franjas de terciopelo negro sobre el que destacaba el ancho delantal de encaje. Valientemente se decidió, tiró su sombrero y, cogiendo a las dos mayores por ambos brazos, hizo su entrada en el salón seguido por las otras tres. Todos se regocijaron mucho, sin que él perdiera en absoluto su gentil empaque de hombrecito.

Entretanto, la señora Deberle reñía a Paulina en un rincón.

—¡Será posible! ¡Escotarte de ese modo!

—¡Anda! Pues ¿qué he hecho yo? Papá no me ha dicho nada —respondió tranquilamente Paulina—. Si quieres, me pongo un ramillete.

Cogió un puñado de flores naturales de una jardinera y se lo metió entre los senos. Pero ya unas señoras, unas mamás con lujosos vestidos de fiesta, rodeaban a la señora Deberle felicitándola por su baile. Como pasara Luciano, su madre le arregló un bucle de sus empolvados cabellos, mientras él se ponía de puntillas para preguntar:

—¿Y Juana?

—Va a venir en seguida, querido… Ten cuidado, no vayas a caerte… Apresúrate, ahí tienes a la pequeña Guiraud… ¡Ah!, va de Alsaciana.

El salón iba llenándose, las filas de sillas ante el telón rojo estaban casi todas ocupadas y se oía la algarabía de las voces infantiles. Los muchachos llegaban en bandadas. Ya había tres Arlequines, cuatro Polichinelas, un Fígaro, varios Tiroleses y Escoceses. El pequeño Berthier iba de paje. El pequeño Guiraud, un chiquillo de dos años y medio, llevaba un traje de Pierrot que le hacía tan gracioso, que todo el mundo le levantaba al pasar para besarle.

—¡He aquí a Juana! —dijo de pronto la señora Deberle—. ¡Oh, está adorable!

Hubo un murmullo y las cabezas se inclinaron en medio de leves chillidos. Juana se había parado en el umbral del primer salón, mientras su madre, todavía en el vestíbulo, se despojaba de su abrigo. La niña lucía un vestido de japonesa, magníficamente singular. El traje, bordado con flores y pájaros raros, le llegaba hasta los pies diminutos y los cubría. Por debajo de la ancha cintura, al abrirse, los faldones dejaban ver una enagua de seda verdosa, jaspeada de amarillo. Nada podía tener un más raro encanto que su carita fina bajo el alto moño cruzado de largas agujas, con su barbilla y sus ojos de cabrita, pequeños y relucientes, que le daban todo el aire de una auténtica muchacha de Yeddo que se moviera envuelta de un perfume de benjuí y de té. Se había quedado allí, azarada, con la languidez enfermiza de una flor lejana que sueña en su país natal
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Pero, tras ella, apareció Elena. Ambas, al pasar bruscamente de la luz pálida de la calle a este vivido fulgor de las bujías, parpadeaban, como cegadas, sin dejar de sonreír. Aquel aliento cálido, aquel perfume del salón en el que dominaba la violeta, les ahogaba un poco y hacía enrojecer sus frescas mejillas. Todos los invitados, al entrar, tenían el mismo gesto de sorpresa y de vacilación.

—¿Bueno, Luciano? —dijo la señora Deberle.

El niño no había visto a Juana. Se precipitó y la cogió del brazo olvidándose de hacer la reverencia. A uno y otro se les veía tan delicados, tan tiernos, el Marquesito con su casaca de pequeños ramilletes, la Japonesa con su traje bordado de púrpura, que parecían dos estatuillas de Sajonia, finamente pintadas y doradas que, de pronto, hubiesen cobrado vida.

—¿Sabes? Te estaba esperando —murmuró Luciano—. Me fastidia esto de dar el brazo… ¡Va! Nos quedamos juntos.

Y se instaló con ella en la primera fila de sillas, olvidándose por completo de sus deberes de dueño de la casa.

—De verdad que estaba intranquila —repetía Julieta a Elena—. Temía que Juana estuviera indispuesta.

Elena se excusaba, no se acaba nunca con los chicos. Estaba todavía de pie, en un rincón del salón, entre un grupo de señoras, cuando notó que el doctor avanzaba tras ella. Acababa de entrar, en efecto, separando el telón rojo, tras el cual había metido de nuevo la cabeza para dar una última orden. Pero, de pronto, se detuvo. También él adivinaba la presencia de Elena, pese a que ésta no se había vuelto. Vestida con traje de granadina negra, jamás su belleza había sido más majestuosa. Él se estremeció, sintiendo el frescor que ella traía de la calle, y que parecía exhalar de sus hombros y de sus brazos desnudos, bajo la tela transparente.

—Enrique no ve a nadie —dijo Paulina riendo—. ¡Eh, buenos días, Enrique!

Entonces él se acercó y saludó a las señoras. La señorita Aurelia, que se encontraba allí, le retuvo un instante para enseñarle, de lejos, a un sobrino suyo que había traído. Él permanecía complacido. Elena, sin decir palabra, le tendió una mano enguantada de negro que él no se atrevió a estrechar con demasiada fuerza.

—¡Cómo! —exclamó la señora Deberle reapareciendo—. Te buscaba por todas partes… Son cerca de las tres. Podríamos comenzar.

—¡Qué duda cabe! —dijo él—. En seguida.

El salón estaba lleno en este momento. Alrededor de la estancia, bajo la gran claridad de la araña, los padres ponían como un friso oscuro con sus trajes de ceremonia; algunas señoras, agrupando sus sillas, formaban sociedad aparte; los hombres, inmóviles a lo largo de las paredes, ocupaban los espacios libres, mientras que, en la puerta del salón vecino las levitas más numerosas, se empujaban y se encaramaban. Toda la luz caía sobre el mundillo alborotador del centro de la amplia estancia. Había allí cerca de un centenar de niños, mezclados con la abigarrada alegría de sus trajes claros en los que el azul y el rosa destacaban. Era como un manto de cabecitas rubias, con todos los matices del rubio, desde el ceniza fino hasta el oro rojo, y un despertar de lazos y flores; toda una mies de cabelleras rubias que las risas hacían ondular igual que la brisa. A veces, entre aquella algarabía de cintas y de encajes, de sedas y terciopelos, una carita aparecía: una naricita rosa, dos ojos azules, una boca sonriente o enfurruñada que parecían extraviadas. Los había que no alzaban dos palmos del suelo que se escurrían entre los grandullones de diez años y a los que sus madres buscaban de lejos sin poder hallarlos. Algunos muchachos se quedaban perplejos, con gesto embobado, al lado de las chiquillas preocupadas en ahuecar sus faldas. Otros se mostraban ya más atrevidos, empujando a codazos a las chicas sin conocerlas y burlándose de ellas descaradamente. Pero las niñas seguían siendo las reinas de la fiesta y en grupos de tres o cuatro se removían en las sillas hasta romperlas y hablando tan alto que no había manera de entenderse. Todos los ojos estaban fijos en el telón rojo.

—¡Atención! —dijo el doctor, que fue a dar tres ligeros golpes a la puerta del comedor.

El telón rojo se abrió lentamente y en el marco de la puerta apareció un teatro de títeres. Entonces, reinó el silencio. De pronto, Polichinela surgió de entre bastidores lanzando un «¡Cuic!» tan feroz, que el pequeño Guiraud le contestó con una exclamación de susto y alegría. Se trataba de una de esas comedias espantosas en las que Polichinela, después de haber aporreado al Alguacil y haber matado al Guardia, pisotea con furiosa alegría todas las leyes divinas y humanas. A cada bastonazo que partía las cabezas de madera, el público, implacable, lanzaba agudas carcajadas; cada estocada que taladraba los pechos, cada escaramuza, en que los adversarios golpeaban sus cráneos como si se tratara de calabazas huecas, el destrozo de brazos y piernas del que los personajes salían hechos papilla, provocaban nuevas risotadas, que estallaban por todas partes sin llegar a extinguirse. Finalmente, cuando Polichinela aserró el cuello del Guardia apoyándose en el borde del escenario, se llegó al colmo, pues la operación causó tanto entusiasmo, que las filas de los espectadores se empujaban y se caían unas encima de otras. Una niñita de cuatro años, rosa y blanca, estrechaba beatíficamente sus manitas contra su corazón, tan divertida le parecía la cosa. Otras aplaudían, mientras los chicos se reían con la boca abierta, en un tono grave que acompañaba a los trinos aflautados de las señoritas.

—¡Cuánto se divierten! —murmuró el doctor.

Había vuelto a colocarse cerca de Elena que se divertía lo mismo que los niños. Colocado tras ella, se embriagaba con el olor que subía de su cabellera. Después de un bastonazo más violento que los demás se volvió para decirle:

—¿Sabe usted que resulta muy divertido?

Ya los chiquillos, excitados, intervenían en la comedia y daban la réplica a los actores. Una muchachita, que debía conocer el drama, explicaba lo que iba a suceder. «Dentro de un momento él mata a su mujer. Ahora le van a ahorcar…». La más pequeña de las Levasseur, la que tenía dos años, gritó de pronto:

—¡Mamá! ¿Van a ponerlo a pan y agua?

Todo eran reflexiones y comentarios hechos en voz alta. Entretanto Elena buscaba por entre los niños.

—No veo a Juana —dijo—. ¿Se estará divirtiendo?

Entonces el doctor se inclinó y avanzó la cabeza junto a la suya murmurando:

—Mírela allí entre aquel Arlequín y aquella Normanda. Mire las horquillas de su moño… Se ríe con toda su alma.

Permaneció inclinado, sintiendo en su mejilla la tibieza del rostro de Elena.

Ninguna confesión se les había escapado hasta entonces; este silencio les permitía seguir en una especie de familiaridad que sólo, desde algún tiempo, turbaba cierta imprecisa inquietud. Pero, en medio de tanta risa, ante tanto chiquillo, ella misma se sentía niña y se abandonaba, en tanto que la respiración de Enrique caldeaba su nuca. Los sonoros bastonazos le producían un estremecimiento que henchía su pecho, y se volvía hacia él brillándole los ojos.

—¡Dios mío, qué bobada! —decía—, hay que ver cómo se pegan…

Él, trémulo, respondía:

—¡Oh!, tienen la cabeza dura.

Era todo cuanto se le ocurría. Ambos se sentían como chiquillos. La vida poco ejemplar de Polichinela los enternecía. Luego, al final del drama, cuando aparece el Diablo y hay una gran batalla con una degollina general, Elena, al inclinarse hacia atrás, aplastó la mano de Enrique en el respaldo de su butaca, en tanto que el público de pequeñuelos gritaba batiendo palmas, haciendo crujir las sillas con su entusiasmo.

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