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Authors: Hugh Laurie

Una noche de perros (3 page)

BOOK: Una noche de perros
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—¿Por qué no? —repliqué, e intenté mostrarme encantador—. Yo me creo todo lo que usted me dice.

Un terrible error. Realmente terrible. Uno de los más crasos, más ridículos comentarios que he hecho, en una larga vida plagada de comentarios ridículos.

Se volvió hacia mí, súbitamente muy furiosa.

—Corte el rollo ahora mismo.

—Sólo quería... —dije, pero me alegró que me interrumpiese, porque francamente no sabía qué había querido decir.

—Déjelo. Tenemos a un tipo que se está muriendo.

Asentí, culpable, y ambos inclinamos nuestras cabezas ante Rayner, como si le presentáramos nuestros respetos. Entonces ella pareció dar por acabada la sesión de rezos y pasar a otra cosa. Sus hombros se relajaron y me tendió la copa.

—Me llamo Sarah. A ver si puede conseguirme una Coca—Cola.

Al final llamó a la policía, y los polis se presentaron cuando los tipos de la ambulancia recogían a Rayner, que al parecer todavía respiraba, en una camilla plegable. Soltaron un montón de ejems y ajas, recogieron cosas de la repisa de la chimenea y miraron debajo de ella, y en general dieron la impresión de querer estar en alguna otra parte.

Los policías, por norma, no quieren ni oír hablar de casos nuevos. No porque sean holgazanes, sino porque, como todos los demás, quieren encontrar un sentido, un vínculo, en el inmenso follón de cosas desagradables de las que se ocupan. Si, cuando están a punto de trincar a un adolescente que roba tapacubos, los llaman a la escena de un asesinato múltiple, son incapaces de no mirar debajo de los sofás para ver si hay algún tapacubos. Quieren encontrar algo relacionado con lo que ya han visto que dé sentido al caos. De esa manera, podrán decirse a sí mismos: esto sucedió porque ocurrió aquello otro. Cuando no lo encuentran —cuando todo lo que ven es otro montón de cosas que hay que escribir, archivar, perder, encontrar en el cajón de otro, volver a extraviar y, finalmente, no tener a nadie a quien culpar por ello—, bueno, entonces se sienten desilusionados.

Y se sintieron especialmente desilusionados con nuestra historia. Sarah y yo habíamos ensayado lo que nos pareció una escena adecuada, y ofrecimos tres representaciones a distintos oficiales de rango ascendente, el último, un inspector sorprendentemente joven que dijo llamarse Brock.

El inspector se sentó en el sofá, mirándose de vez en cuando la manicura, mientras asentía con un entusiasmo juvenil a la aventura del intrépido James Fincham, amigo de la familia, que se alojaba en el cuarto de invitados del primer piso. Oyó ruidos, bajó silenciosamente la escalera para investigar, un tipo desagradable con chaqueta de cuero y polo negro, nunca lo había visto antes, pelea, caída, oh, Dios mío, golpe en la cabeza. Sarah Woolf, fecha de nacimiento: 29 de agosto de 1964; oye ruidos de una pelea, baja, lo ve todo. ¿Una copa, inspector? ¿Té? ¿Agua mineral?

Sí, por supuesto, el marco ayudaba. Si hubiésemos intentado la misma escena en un piso del consistorio de Deptford, no hubiésemos tardado más de treinta segundos en estar tumbados en el suelo del furgón, ocupados en pedirles a unos jóvenes atléticos con el pelo corto si les importaría dejar de pisarnos la cabeza por un momento mientras nos poníamos cómodos. Pero en la muy puesta Belgravia, los polis se sienten más inclinados a creerte. Creo que incluso consta en las estadísticas.

Mientras firmábamos nuestras declaraciones, nos pidieron que no hiciésemos ninguna estupidez, como dejar el país sin comunicarlo en comisaría, y en general nos animaron a que siempre estuviésemos disponibles.

Dos horas después de haber intentado romperme un brazo, todo lo que quedaba de Rayner, primer nombre desconocido, era un olor.

Salí de la casa y sentí cómo el dolor volvía al primer plano mientras caminaba. Encendí un cigarrillo y me lo fumé mientras llegaba a la esquina, donde giré a la izquierda para entrar en el patio de adoquines de unos establos que una vez habían albergado caballos. Ahora, obviamente, había que ser un caballo muy rico para vivir allí, pero se había conservado algo del ambiente equino, y por eso me había parecido adecuado aparcar mi moto allí. Con un morral de avena y un poco de paja debajo de la rueda trasera.

La moto seguía donde la había dejado, lo que suena a comentario idiota, pero que no lo es en estos días. Entre los moteros, dejar tu máquina en un lugar oscuro durante más de una hora, incluso con la cadena y la alarma, y encontrar que sigue allí es algo digno de ser tratado en cualquier conversación. En particular, cuando la moto es una Kawasaki ZZR 1100.

No voy a negar que los japoneses la pifiaron en Pearl Harbor, y que sus ideas sobre cómo preparar el pescado dejan mucho que desear, pero, por Dios saben muy bien cómo hacer motos. Aceleras a fondo en cualquier marcha de esta máquina, y acabas con los ojos en el fondo del cráneo. De acuerdo, puede que no sea ésa la sensación que busca la mayoría de la gente a la hora de elegir su medio de transporte personal, pero dado que gané la moto en una partida de backgammon con una miserable tirada de 4-1 y tres dobles seises consecutivos, la disfruto mogollón. Es negra, grande, e incluso permite al conductor visitar otras galaxias.

Arranqué, aceleré lo bastante como para despertar a unos cuantos banqueros gordos de Belgravia, y partí para Notting Hill. Tuve que tomármelo con calma porque llovía, así que dispuse de mucho tiempo para reflexionar sobre los sucesos de la noche.

La única cosa que se me había quedado, mientras pilotaba mi moto por las mojadas calles, era Sarah diciéndome «corte el rollo», y la razón que tuve para cortarlo fue porque había un tipo agonizando en la habitación.

Conversación newtoniana, pensé. De lo que se deduce que podría haber seguido con el rollo, si en la habitación no hubiese habido un tipo agonizando.

Eso me alegró. Comencé a pensar que si no podía arreglar las cosas el día en que ella y yo volviésemos a estar juntos en una habitación sin tipos presentes a punto de palmarla, entonces es que no me llamo James Fincham.

Y, por supuesto, no me llamo así.

DOS

Durante mucho tiempo me iba a la cama temprano.

Marcel Proust

Entré en el apartamento y cumplí con la habitual rutina de escuchar los mensajes. Dos pitidos inútiles, un número equivocado, una llamada de un amigo interrumpida en la primera frase, seguida por las de tres personas que no me interesaban en lo más mínimo y a las que ahora tendría que llamar.

Dios, odio esa máquina.

Me senté a mi mesa y me ocupé del correo. Iba a arrojar unas cuantas facturas a la papelera, pero entonces recordé que me había llevado la papelera a la cocina, así que me enfadé, metí el resto de la correspondencia en un cajón y renuncié a la idea de que ocuparme de esas tareas me ayudaría a aclarar las cosas.

Era muy tarde como para escuchar música a todo volumen, y el único otro entretenimiento que encontré en el piso fue el whisky, así que cogí una copa y una botella de The Famous Grouse, me serví un par de dedos y fui a la cocina. Añadí agua como para transformarlo en algo apenas más fuerte que el té, y luego volví a la mesa con un magnetófono de bolsillo, porque alguien me había dicho una vez que hablar en voz alta ayuda a despejar dudas. Pregunté si despejaría el cielo y me respondieron que no, pero que daría resultado con cualquier cosa que preocupase a mi espíritu.

Coloqué una casete en el aparato y pulsé el botón de grabar.


Dramatis personae
—dije—: Alexander Woolf, padre de Sarah Woolf, propietario de una fantástica casa de estilo georgiano en Lyall Street, Belgravia, empleador de diseñadores de interiores incompetentes y rencorosos, presidente y director ejecutivo de Gaine Parker. Varón caucásico desconocido, norteamericano o canadiense, de unos cincuenta y tantos. Rayner: grande, violento, hospitalizado. Thomas Lang: treinta y seis, apartamento D, 42 Westbourne Cióse, antiguo miembro de los Guardias Escoceses, retirado con honores con el grado de capitán. Los hechos, tal cómo se conocen hasta el momento, son...

No sé por qué los magnetófonos me hacen hablar de esta manera, pero así es.

—Varón desconocido intenta contratar a T. Lang con el propósito de que cometa el asesinato de A. Woolf. Lang declina la propuesta porque es un buen tipo. Con principios. Decente. Un caballero.

Bebí un lingotazo y contemplé el magnetófono, con la duda de si alguna vez permitiría que alguien escuchase este soliloquio. Un contable me dijo una vez que era buena compra porque me devolverían el IVA. Pero como no pagaba IVA, no necesitaba en absoluto un magnetófono y podía confiar en mi contable tanto como en cualquier desconocido, consideraba esa máquina como una de mis adquisiciones menos sensatas.

Chúpate ésa.

—Lang va a la casa de Woolf con la voluntad de advertirle de un posible intento de asesinato. Woolf está ausente. Lang decide indagar.

Hice una pausa, y como la pausa fue haciéndose cada vez más larga, bebí un par de sorbos de whisky y apagué el magnetófono mientras pensaba un poco más.

El único resultado de sus indagaciones había sido la palabra «qué», y apenas conseguí pronunciarla antes de que Rayner me golpease con una silla. Aparte de eso, lo único que había hecho era matar a medias a un hombre y marcharme, con el ferviente deseo de haber matado a la otra mitad. La verdad es que no quieres que esas cosas queden registradas en una cinta magnetofónica a menos que sepas lo que haces. Algo que, para qué vamos a engañarnos, yo no sabía.

Sin embargo, había conseguido saber lo suficiente como para reconocer a Rayner incluso antes de saber su nombre. No puedo decir exactamente que me hubiese estado siguiendo, pero tengo buena memoria para las caras —algo que hace que sea absolutamente patético con los nombres—, y la de Rayner no era una cara difícil. El aeropuerto de Heathrow, un bar en King's Road y la entrada del metro de Leicester Square habían sido todo un anuncio, incluso para un idiota como yo.

Había tenido el presentimiento de que acabaríamos por conocernos, así que me preparé para el día del acontecimiento con una visita a una ferretería de Tottenham Court Road, donde me sacudieron dos libras con ochenta por treinta centímetros de un cable eléctrico de un diámetro considerable; flexible, pesado, y, cuando se trata de darle una buena a bergantes y asaltadores de caminos, muy superior a cualquier porra. Solamente no funciona como una arma cuando lo dejas en un cajón de la cocina, todavía con el envoltorio. Entonces es cuando no sirve para nada.

En cuanto al desconocido caucásico que me había ofrecido el trabajo, bueno, no tenía grandes esperanzas siquiera de dar con una pista. Dos semanas atrás había estado en Amsterdam, como escolta de un corredor de apuestas de Manchester que deseaba creer desesperadamente que tenía enemigos violentos. Me contrató para reforzar su fantasía. Así que abrí las puertas de los coches para él, y vigilé los edificios para descubrir la presencia de francotiradores que sabía que no estaban allí, y después pasé unas agotadoras cuarenta y ocho horas sentado con él en varios clubes nocturnos, mudo testigo de cómo arrojaba dinero en todas las direcciones menos en la mía. Cuando finalmente se cansó, acabé haciendo el vago en la habitación del hotel, entretenido en ver pelis porno en la tele. El teléfono sonó —en medio de una escena la mar de interesante, tal como la recuerdo— y una voz masculina me invitó a que bajase al bar a tomar una copa.

Me aseguré de que el corredor de apuestas estaba sano y salvo en su cama con una puta bien calentita, y después bajé al vestíbulo con la ilusión de ahorrarme cuarenta libras si conseguía que algún viejo amigo del ejército me invitase a un par de copas.

Pero resultó ser que la voz del teléfono pertenecía a un cuerpo bajo y gordo con un traje caro que, lo juro, no conocía. Tampoco demostré un interés especial por conocerlo, hasta que metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó un fajo de billetes tan grueso como yo.

Dólares norteamericanos aceptados en pago de bienes y servicios en miles de comercios en todo el mundo. Puso un billete de cien en la mesa y lo deslizó hacia mí, así que dediqué cinco segundos a quererlo mucho, y entonces, casi de inmediato, murió el amor.

Me puso en antecedentes de un hombre llamado Woolf —dónde vivía, qué hacía, por qué lo hacía, por cuánto lo hacía—, y después me dijo que el billete que había sobre la mesa tenía mil compañeritos que sabrían cómo llegar a mi bolsillo si yo ponía un discreto final a la vida de Woolf.

Tuve que aguardar a que se vaciase la zona del bar donde estábamos, y la espera fue corta. Con los precios que cobraban por las copas, probablemente habría sólo una veintena de personas en el mundo que pudiesen permitirse pedir otra ronda.

En cuanto se despejó el bar, me incliné hacia el hombre gordo y le solté un discurso. Fue un discurso aburrido, pero incluso así, me escuchó con mucha atención, porque por debajo de la mesa lo tenía pillado de los huevos. Le dije la clase de hombre que era, el error que había cometido, y qué podía limpiarse con su dinero. Luego nos despedimos.

No había más. Eso era todo lo que sabía, y me dolía el brazo.

Me fui a la cama.

Soñé muchas cosas que no te contaré para no hacerte sentir incómodo, y lo último que soñé fue que pasaba el aspirador por mi alfombra. Lo pasaba una y otra vez, pero lo que manchaba la alfombra se negaba a desaparecer.

Entonces me percaté de que estaba despierto, y que la mancha en la alfombra era el sol, porque alguien acababa de abrir las cortinas de par en par. En una fracción de segundo, mi cuerpo adoptó una impecable posición de combate, con el cable en una mano y la voluntad de matar en mi corazón.

Pero entonces me di cuenta de que eso también lo había soñado, y lo que hacía en realidad era estar tendido en la cama con la mirada puesta en una gran mano peluda muy cerca de mi cara. La mano desapareció, y atrás quedó una taza que humeaba y el aroma de una popular infusión que se comercializa con el nombre de PG Tips. Quizá en aquella fracción de segundo fui capaz de deducir que si unos intrusos quieren degollarte, no abren las cortinas y te sirven té.

—¿Qué hora es?

—Pasan treinta y cinco minutos de las ocho. Es la hora de sus ejercicios, señor Bond.

Me senté en la cama y miré a Solomon. Se lo veía bajo y alegre como siempre, con la misma horrible gabardina marrón que había comprado en las rebajas.

—Debo suponer que has venido a investigar un robo, ¿no es así? —dije mientras me frotaba los ojos hasta que comencé a ver unos puntos blancos.

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