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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Última Roma (8 page)

BOOK: Última Roma
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Spania es la más occidental de las provincias del Imperio Romano de Oriente. Una franja costera muy larga que va de
Dianium
[15]
a Gades, más las Islas Baleares.

Frontera extensa y tropas escasas. Y una situación difícil desde que Leovigildo se convirtió en rey único de los godos. Domina Córduba e Híspalis. También ha conquistado un territorio a poniente de Gadir, un lugar de rústicos que se gobernaban a sí mismos. Un territorio independiente que protegía de forma involuntaria la provincia por ese flanco.

No hacen más que abrirse nuevos frentes a la par que se acentúa la debilidad militar. Debilidad que no es nueva. Nunca dispusieron de suficientes soldados en Spania. De lo contrario, antes de la llegada de Leovigildo al trono, habrían aniquilado a un reino visigodo débil y dividido.

Sin embargo, el momento pasó. Tienen pocos soldados y menos valedores. Muchos en Constantinopla ven absurdo el mantener esta provincia occidental. La consideran un residuo del sueño de Justiniano de restaurar el Imperio de Occidente. Lastre. Una rémora de la que es mejor librarse.

El emperador Justino II ha retirado parte de las tropas. Ahí donde la estrategia de Justiniano era la de «embajadores a Oriente, soldados a Occidente», la suya es justo la contraria. Un giro que muchos considera errado, pero al que casi nadie se atreve a oponerse en voz alta.

¿El resultado? Hace solo una década, Spania presionaba a los godos. Habían ocupado Córduba, amenazaban Híspalis y estudiaban la invasión de la
Oróspeda
[16]
. Ahora, Spania está a la defensiva.

—No. A mí no necesitas explicármelo.

—Por eso te pido que veas la situación en su conjunto. No podemos enfrentarnos a la caballería goda en campo abierto. Son más y para ellos una derrota no sería más que un revés. En cambio para nosotros supondría un desastre irreparable. Así que tendremos que encerrarnos en las ciudades.

—¿Y te parece poco? Que ataquen, que ataquen. Se estrellarán contra nuestras murallas, como ya les ocurrió antes.

—Leovigildo no es hombre que malgaste soldados en vano. Evitará nuestras plazas fuertes. Mandará a sus jinetes a incendiar aldeas, a devastar las tierras de labor, a talar frutales y a destrozar represas y canales. Los campesinos no podrán sembrar y aquellos que consigan hacerlo verán cómo arden sus campos antes de la cosecha.

Ahora bebe de su famosa copa de estaño, vieja y abollada, esa que siempre le acompaña. La deja sobre la mesa y se asombra Felicisimo de la precisión del gesto. Se asombra no importa las veces que ha presenciado esa pequeña proeza.

—Los
optimates
sufrirán pérdidas cuantiosas. Los humildes lo perderán todo. Si permitimos que los godos lancen una campaña de devastación en nuestro propio campo, veremos menguar nuestro prestigio entre los hispanos. Caerá más bajo de lo que ya está, si me permites hablar con sinceridad.

Basilisco oye resoplar a Felicisimo. Puede que el hombre haya bebido y que no sea un dechado de virtudes. Pero tonto no es. Y sabe de qué le está hablando el maestro de espías.

Spania ha aguantado estos últimos años porque han hecho milagros con los escasos efectivos de los que disponen. Porque la provincia cuenta con algunos oficiales y funcionarios muy competentes. Porque el reino visigodo es a pesar de todo débil. Y porque la población autóctona siempre se ha enorgullecido de su condición de ciudadanos romanos.

Los hispanos del sur y el levante siempre se opusieron al gobierno de los bárbaros. Al menos las clases populares. Se ven a sí mismos como súbditos de Constantinopla, legítima heredera de Roma. Rechazan el yugo de los visigodos, a los que consideran usurpadores, además de herejes.

Así ha sido a lo largo de generaciones. Pero ahora la marea está cambiando. Es un tema incómodo que muchos funcionarios provinciales prefieren no mencionar. Basilisco no es la excepción. Pero en estos momentos y en esta tesitura no le queda otra que ponerlo sobre la mesa ante su superior.

—Con el máximo respeto, por el bien de la causa que defendemos,
clarissimus
. Tienes que entender que ya no somos tan populares entre la población como lo éramos antes.

—Si la guerra volviera a sernos favorable…

—Ayudaría, desde luego. La gente está harta de las incursiones visigodas. Pero no es solo una cuestión militar.

»Leovigildo no es como sus predecesores. Está haciendo gestos dirigidos a la población indígena. Y la gente de la provincia quiere paz. Paz. Están cansados de una situación que dura ya siglos. Conflictos armados, inseguridad, matanzas, incendios, destrucción…

»El tiempo pasa,
clarissimus
. Pasa. Hace no tantos años, las provincias de Occidente estaban llenas de ancianos que nacieron cuando todavía había emperadores en Roma. Pero esos ancianos han ido muriendo. El recuerdo del imperio como algo vivo se desvanece. Se están aflojando los vínculos sentimentales de estas gentes con el imperio. Se diluye esa sensación íntima de no poder ser otra cosa sino romanos.

Más silencio a modo de respuesta. Opta Basilisco por no incidir en que tal vez esa fue la razón última de que perdieran Córduba el año pasado y de que no pudieran recuperarla hace unas semanas.

Eso y que los
optimates
hispanos confían cada vez menos en la fuerza del Imperio de Oriente. Décadas atrás, los ejércitos imperiales batían a los godos en Italia e Hispania, a los vándalos en África. Eran muchos los que creían entonces que se podía restaurar el Imperio de Occidente.

Ahora, lo único que se oye decir es que todo eso es un sueño vano. El partido romano vive horas muy bajas.

Oye Basilisco cómo su interlocutor se incorpora. Por el frufrú de ropajes, intuye que se ha asomado al pretil de piedra. Quizá quiere aspirar la brisa marina. Despejar la cabeza de vapores. Felicisimo no es mal administrador. Es buen soldado. Pero lo suyo no es la estrategia a largo plazo ni a gran escala. Le oye resoplar de nuevo.

—Estamos en una ratonera. De acuerdo. ¿Qué plan me propones,
illustris
?

—Que busquemos ayuda por otro lado.

—¿Y estás pensando en que vayamos a reclutar soldados a esa que se llama provincia de Cantabria?

Sonríe Basilisco en la media oscuridad.

—No,
clarissimus
. Pese a lo que algunos de tus secretarios digan, no estoy tan senil.

Se echa a reír. El
magister militum
se remueve. Le incomodan e inquietan esas perlas de conocimiento que deja caer el maestro de espías cada cierto tiempo. Supone que es algo bien calculado. Que pretende que no se le olvide que lo sabe todo. Basilisco, «el ciego que todo lo ve».

El anfitrión casi puede oler su incomodidad, su confusión. Prosigue.

—Hablo de reforzar a esa que sus habitantes llaman la «provincia» de Cantabria. Cuanto más fuerte sea, mayor amenaza supondrá para el reino godo. Si Leovigildo se ve obligado a vigilar esa frontera y a desplazar tropas a ella, menos tendrá aquí para acosarnos. Y eso nos dará al menos algo de tiempo.

Más susurro de ropas. Se toma un momento Felicisimo antes de responder.

—La idea es buena. Pero ¿por qué se iba a prestar el senado de Cantabria? Nos beneficiaría a nosotros a cambio de ponerse a ellos mismos en peligro de guerra con los godos.

—Ya están en ese peligro. El objetivo final de Leovigildo es llegar a gobernar sobre toda Hispania.

—Ni más ni menos que sus predecesores.

—Ninguno de esos bárbaros tenía la corona sobre una cabeza que pudiera compararse a la de Leovigildo. Dentro de ella alberga planes y no fantasías.

»A comienzos de este año ocupó la Sabaria. No creo que tarde en invadir los territorios colindantes. Cantabria, el país de los araucones, los Campos Palentinos… todo está amenazado.

»No pretendo lograr que la provincia de Cantabria inicie una guerra contra los visigodos. Me basta con que Leovigildo se sienta amenazado por ese flanco.

—¿Cómo podríamos reforzarlos? No podemos mandarles soldados ni oro.

Ahora Flavio Basilisco se toma su tiempo. Es más pausa dramática que necesidad de reflexión. Agarra su copa de estaño. Bebe mientras el
magister militum
, apoyado en el pretil, le observa.

—Permíteme,
clarissimus
, que te explique algo acerca de esa que sus habitantes llaman la provincia de Cantabria. Sé que sabes sobre ella a grandes rasgos. Pero se han producido allí algunos cambios. Han entrado en juego nuevas piezas. Disculpa si no te informé en su día. No lo hice cuando esto llegó a mi conocimiento porque entonces no afectaban en nada a los asuntos de esta provincia. Y porque eres un hombre ya demasiado ocupado.

Felicisimo recoge su propia copa. Se recuesta contra el esquinazo del muro. Está sonriendo con rudeza, aprovechando que el otro no puede verle. «Y porque te gusta reservarte la información, viejo venenoso», piensa.

La trama de agentes confidenciales de Basilisco es como una telaraña. Atrapa las noticias, los rumores. Piezas de mosaico que el viejo se ocupa de juntar y que, sumadas, le suministran un gran caudal de información. Información que unas veces comparte y otras no, y que casi siempre utiliza para sus propios designios.

Recuerda ahora el
magister militum
aquel incidente de las escuelas de cantoras de Gadir. ¿Qué sabrá Basilisco del obispo? ¿Qué mensaje le llevaron sus agentes para que este se olvidara de la clausura?

Ya puestos, ¿qué sabrá el maestro de espías sobre él mismo? Miedo le da a Felicisimo el pensarlo. Pero el otro se lanza por fin a explicarse.

—Sabrás que los godos jamás pisaron la que llaman la provincia de Cantabria. Está gobernada por un senado de terratenientes que descienden de viejas familias
potentes
de los tiempos del imperio. Como no hubo conquista bárbara, no se produjo ruptura. Cuando desapareció la administración imperial, ellos tomaron las riendas. Siempre han gobernado ellos.

»También en Cantabria la situación está cambiando. Nada permanece estático. Todo muda pese a que a menudo vivamos en la ilusión de lo contrario.

Felicisimo frunce los labios, aunque se contiene de decir nada. Al viejo le gustan las divagaciones de corte filosófico. No sabe si es para liar a sus interlocutores o porque de verdad chochea y se le va un tanto la cabeza. Basilisco se centra de golpe en el tema que les ocupa, tal vez porque ha sentido de alguna forma su impaciencia.

—Ahora hay en Cantabria un senador, pues ya sabes que tal es el título que se han dado a ellos mismos los
potentes
locales, que ha logrado sobresalir por encima de sus pares.

—Espero que no estés pensando en que esta provincia imperial apoye la causa de un aspirante a reyezuelo.

—Ya te lo he dicho,
clarissimus
: no estoy tan chocho aún. Y si te anticipas a lo que voy a decir, solo lograremos ir más lentos y embarullarnos.

Felicisimo carraspea.

—Disculpa,
illustris
. Te escucho.

—Ese senador se llama Flavio Magno Abundancio. Seguro que no has oído jamás ese nombre. Pero se ha convertido en el hombre más poderoso de la región. Es dueño de muchas tierras. Es el patrón de gran número de rústicos. Cuenta con todo un ejército privado de
fideles
y bucelarios.

»Y además de poderoso es ambicioso. Pero, aunque aspira a mucho, parece que es un hombre sensato. Y esa es una cualidad que debemos saber apreciar.

»Uno más mediocre habría aspirado a convertirse en un reyezuelo local, como bien has dicho. Magno Abundancio no. Si tratase de hacer algo así, tendría que enfrentarse con los demás senadores. Habría guerra civil en la provincia y sin duda acabaría derrotado y muerto o exiliado.

Se queda un instante callado, con su copa de estaño entre las manos.

—La legitimidad del senado de Cantabria se basa en su proclamada lealtad al imperio. Se consideran provincia imperial y dicen gobernar en ausencia de los legítimos administradores que debiera nombrar el emperador. Magno Abundancio no olvida ese hecho. Eso indica que es juicioso. Un hombre con el que nos conviene aliarnos.

»Porque por ahí entramos en juego nosotros. Llevo cierto tiempo en contacto con Magno Abundancio, a través de agentes. De nuevo te ruego que me disculpes por no haberte informado antes. Mi
officium
recopila una cantidad enorme de información, casi toda en principio irrelevante para los asuntos provinciales. Esto lo era hasta hace nada.

—No hace falta que me des explicaciones. Ya sabes que te agradezco que administres la información en vez de abrumarme con ella.

Es a medias sincero. Basilisco no es solo el
Viri illustris magistri officiorum de scola agentum in rebus
de Spania, sino que fue él quien creó ese servicio. Antes de su arribada a Hispania, hace cinco años, la provincia no contaba con nada parecido. Ha sido él quien ha tendido con paciencia de araña una red que cubre buena parte de Hispania y puntos de la costa africana. Es más. Ha sufragado no pocos de los gastos del departamento a costa de sus propias arcas.

Y, si mantiene correspondencia con la corte sueva de Bracara, ¿por qué extrañarse de que lo haga con un remoto senador de Cantabria?

—¿Qué podemos dar a Magno Abundancio que a cambio él nos ayude a nosotros?

—Tiene un plan muy definido. Pretende que esas tierras sean declaradas de forma oficial provincia romana. La provincia de Cantabria. Y ser elevado él mismo al cargo de
magister militum cantabriae
. Sí. Ser el hombre más poderoso no solo de hecho sino de derecho, por designación del propio emperador.

Felicisimo bufa, copa en puño.

—No vuela bajo ese senador, no. Pero eso es algo que está más allá de nuestras atribuciones. No podemos conceder nada de eso por nuestra cuenta.

—Claro que no. No pretendo que suplantemos lo que corresponde al emperador.

—¿Entonces? No tenemos mucho tiempo y ya sabes lo lenta que es la burocracia de la corte. Una petición así…

—Calma. Escucha a este viejo,
clarissimus
. Para conseguir que Magno Abundancio nos apoye solo necesitamos que él sepa que la cuestión está en marcha. Y eso es lo que le he asegurado por carta. Que desde la provincia de Spania estamos dispuestos a apoyar sus aspiraciones.

Felicisimo sonríe. Se le viene a la cabeza lo que algunos dicen a propósito de su interlocutor. «Guárdate de la mirada de Basilisco, pero aún más de los anillos de su cola de serpiente.»

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