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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, intriga

Tres manos en la fuente (4 page)

BOOK: Tres manos en la fuente
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IV

De haber tenido un mínimo de sensatez, habría tenido que disolver nuestra sociedad allí mismo, ante la pared. Habría tenido que decirle a Petro que, aunque le agradecía mucho la oferta, la mejor manera de conservar nuestra amistad sería dejarle dormir en mi apartamento y nada más. Yo ya trabajaría con otra persona, por más que eso significase tener que hacerlo con Anácrites.

Los presagios fueron malos desde el comienzo. Mi método habitual de anunciar mis servicios consistía en recorrer la parte baja del Capitolio, arrancar rápidamente el cartel publicitario de alguien situado en la mejor posición de la
tabulam,
y luego garabatear con tiza el primer mensaje jocoso que me viniera en mente. Petronio Longo se tomaba la vida más en serio. Escribió un texto. Preparó varias versiones (lo había visto en sus tablillas de notas), e intentó inscribir su favorita con una caligrafía meticulosa, rodeado por una cenefa griega con dibujos sombreados.

—Hacerlo bonito no sirve de nada.

—No seas tan desastrado, Falco.

—Los ediles lo borrarán otra vez.

—Tenemos que hacerlo bien.

—No, debemos evitar que nos vean haciéndolo. Hacer pintadas en los monumentos nacionales tal vez no sea un delito según la ley de las Doce Tablas, pero si te descubren, puedes ganarte una buena reprimenda.

—Ya lo haré yo.

—Yo puedo escribir mi nombre y poner «divorcios y recuperación de obras de arte robadas».

—No vamos a meternos en cuestiones de arte.

—Es mi especialidad.

—Por eso no tienes ni un céntimo.

Tal vez fuese cierto. A la gente que perdía tesoros le costaba mucho esfuerzo gastar más dinero en su búsqueda. Además, los que perdían obras de arte solían ser tacaños.

Por eso, antes que nada, no las protegían con buenos candados y vigilantes.

—Muy bien, Pitágoras. ¿Cuál es tu filosofía? ¿Qué fabulosa lista de servicios crees que podemos ofrecer?

—No quiero poner ejemplos, pero tenemos que provocar. Tenemos que sugerir que trabajamos en todos los campos. Cuando vengan los clientes, podemos quedarnos con los que nos interesen, y a los demás enviarlos a cualquier informador mediocre de Saepta Julia. Vamos a ser Didio Falco y Asociado.

—¡Oh! ¿Y tú vas a permanecer en el anonimato?

—Tengo que hacerlo.

—¿Todavía quieres recuperar tu trabajo?

—Nunca he sugerido que quisiera renunciar a él.

—Quería saberlo. No trabajes conmigo si desprecias mi vida.

—Calla un minuto. Falco y Asociado: un servicio selecto para clientes que aprecian la diferencia.

—Parece el anuncio de un burdel barato.

—Ten fe, muchacho.

—O de un zapatero carísimo. «Falco y Asociado: Pruebe nuestras sandalias de piel de ternero con costura triple. Calzadas por todos los vagos decadentes, pura elegancia en la arena y los zapatos más cómodos para las orgías.»

—Eres un perro, Falco.

—La sutileza está muy bien, pero a menos que des sutiles indicaciones de que solventamos nuestras investigaciones y que nos gusta que nos paguen por ello, no encontraremos trabajo.

—Escucha: «La atención personal de los socios será posible en según qué casos». Eso implica que somos una organización seria con abundante personal que se dedica a desenmascarar el delito. Podemos hacer creer a los futuros clientes que se los tratará de una manera especial, por lo que pagarán un precio suplementario.

—Tu idea del trabajo como autónomo es muy exótica. —Se deleitaba en sus palabras—. Mira, escribe, todavía no has dicho que…

—Sí, claro que sí. En el borrador. «Investigador especializado.» Y luego, abajo, en letra más pequeña, añadiré: «Primera consulta gratuita». Esto los atraerá, pensando que les darán algo a cambio de nada, pero sugiere que nuestros precios son elevados.

—Mis precios siempre han sido razonables.

—Y entonces, ¿quién es aquí el idiota? La mitad de las veces te embaucan para que trabajes gratis. Eres un blando, Falco.

—Creo que ya no.

—Déjame decidir algo. No me lleves la contraria.

—Pero si eres tú quien lo decide todo —lo acusé—. Es mi negocio y te estás entrometiendo.

—Para eso sirve un socio.

Le dije que tenía una cita en otro sitio.

—Pues a ver si te largas de una vez —dijo, absorto por completo en su trabajo.

V

Para mi cita siguiente se me preparó una escolta especial: mi novia, la niña y
Nux,
la perra.

Yo llegaba tarde. Estaban sentadas en las escaleras del templo de Saturno. Era un sitio muy concurrido, en el extremo norte del Foro, en el lado del Palatino. Todas estaban furiosas. La niña quería comer, la perra ladraba a todo el que pasaba, y Helena Justina se había puesto su cara de paciencia acumulada. Me esperaba una bronca.

—Lo siento. He ido a la Basílica para que los abogados sepan que he vuelto a Roma. Tal vez se pronuncien sobre la citación.

Helena pensó que había estado bebiendo.

—No te preocupes —me dijo—. Ya veo que registrar a tu primogénita no es una prioridad en tu ajetreada vida.

Di unas palmadas a la perra, besé la cálida mejilla de Helena e hice unas cosquillas a la niña. Aquel pequeño grupo, irritable y acalorado, era mi familia. Todos sus miembros comprendían que mi papel como cabeza de familia era el de tenerlos esperando en sitios incómodos mientras yo correteaba por Roma y me lo pasaba de maravilla.

Afortunadamente, Helena, su tribuno popular, se ahorraba los comentarios hasta que no estuviera lista del todo para cargar contra mí. Era como un sueño, alta, de magnífica figura, morena y con unos grandes ojos castaños cuya tierna expresión me derretían como si fuera una tarta de miel dejada al sol en el alféizar de una ventana. Incluso la acerba mirada que recibía de ella en esos instantes zarandeaba mi calma. Un vehemente forcejeo con Helena era uno de los juegos más divertidos que conocía, aparte de acostarme con ella.

El templo de Saturno se encuentra entre el
tabularium
y la Basílica Julia. Yo pensaba que Helena Justina esperaría en el templo por lo que, cuando dejé a Petro, me escabullí por Vía Nova para evitar que me vieran. Detestaba a los abogados, pero su trabajo podía marcar una diferencia entre sobrevivir y sucumbir. Mi situación financiera era francamente desesperada. No dije nada para no preocupar a Helena y ella me miró de soslayo.

Intenté ponerme la toga en plena calle, mientras
Nux
saltaba ante los molestos pliegues del tejido de lana, pensando que aquello era un juego que yo había organizado para ella. Helena no me ayudó en absoluto.

—No necesito ver a la niña —suspiró el funcionario del censor. Era un esclavo del gobierno, y la tarea que le había tocado era deprimente. Tenía que enfrentarse a un flujo constante de público en su oficina y estaba siempre acatarrado. Su túnica perteneció a un hombre mucho más corpulento, y el que le afeitó la barba le había hecho una buena faena. Tenía la mirada aviesa típica de los naturales de Partía, lo que en Roma no le habría hecho granjearse demasiadas simpatías.

—Ni a la madre, supongo —dijo Helena malhumorada.

—A algunas les gusta venir. —Podía ser diplomático, si así conseguía evitar la violencia verbal.

Dejé a Julia Junila en su escritorio, donde dio unas patadas al aire al tiempo que hacía ruiditos con la garganta. Sabía complacer a su público. Tenía tres meses, y en mi opinión empezaba a estar muy bonita. Había perdido la mirada vacía, con los ojos medio cerrados, con la que los bebés tanto asustan a los padres primerizos. Cuando no babeaba, le faltaba muy poco para ser adorable.

—Quite a la niña —ordenó el empleado, educado pero no afable. Desenrolló un grueso pergamino, preparó otro de categoría inferior (nuestra copia) y mojó la pluma en un tintero. Tenía tinta de dos colores, roja y negra, pero parecía gustarle más la negra.

Me pregunté en qué residiría la diferencia.

Mojó la pluma de nuevo y luego tocó el borde del tintero para retirar la tinta sobrante. Sus gestos eran precisos y formales. Helena y yo arrullábamos a la niña mientras él escribía con firmeza la fecha de registro que le daría un rango civil y unos derechos.

—¿Nombre?

—Julia Junila.

—¡Su nombre, el de usted! —dijo alzando la vista airado.

—Marco Didio Falco, hijo de Marco, ciudadano de Roma. —No le impresioné.

Debía de saber que los Didio éramos tipos problemáticos. Uno de nuestros ancestros tuvo una querella con Rómulo, pero haber sido conflictivo durante siglos no contaba como pedigrí.

—¿Rango?

—Plebeyo. —Ya lo había escrito.

—¿Dirección?

—Plaza de la Fuente, junto a Vía de Ostia, en el Aventino.

—¿Nombre de la madre? —preguntó, sin dejar de dirigirse a mí.

—Helena Justina —respondió la madre por sí misma.

—¿Nombre del padre de la madre? —El empleado continuaba preguntándome a mí, por lo que Helena chasqueó la lengua sonoramente. ¿Para qué malgastar saliva? Mejor dejar que el hombre hiciera su trabajo.

—Décimo Camilo Vero. —Vi que tendríamos problemas si el funcionario preguntaba el nombre del padre del padre.

—Hijo de Publio —murmuró Helena que también lo había advertido, dejando claro que me lo decía a mí en privado y que el empleado podía seguir preguntando.

—¿Rango?

—Patricio.

El empleado alzó la vista de nuevo. En esa ocasión se permitió examinarnos a ambos con calma. El departamento del censor era el responsable de la moral pública.

—¿Y dónde vive? —preguntó, dirigiéndose directamente a Helena.

—En la plaza de la Fuente.

—Para comprobarlo —dijo entre dientes, y prosiguió su tarea.

—Vive conmigo —dije innecesariamente.

—Eso parece.

—¿Hay algún problema en eso?

Una vez más, el empleado alzó los ojos del documento.

—Estoy seguro de que ambos son totalmente conscientes de las implicaciones de ello.

Claro que sí. Y en una o dos décadas esas implicaciones provocarían lágrimas y rabietas cuando intentáramos explicárselas a nuestros hijos.

Helena Justina era hija de un senador y yo era un plebeyo. Se había casado una vez, dentro de su clase social; el matrimonio fracasó, se divorció y después tuvo la suerte o la desgracia de conocerme. Tras unos cuantos movimientos en falso, decidimos vivir juntos. Queríamos que fuese de manera permanente. Las definiciones legales estrictas nos convertían en marido y mujer debido a esa decisión. Pero en estrictos términos sociales, éramos un escándalo. Si el excelente Camilo Vero quería buscarme problemas por el robo de su noble hija, mi vida sería muy difícil y la de Helena también. Nuestra relación era asunto nuestro, pero la existencia de Julia obligaba a un cambio. La gente no cesaba de preguntarnos cuándo nos casaríamos, pero no necesitábamos ninguna formalidad. Ambos éramos libres para casarnos, pero si decidíamos vivir juntos, la ley no requería nada más. Habíamos pensado en negarlo, pero entonces la niña tomaría el rango social de la madre y eso, en teoría, no conllevaba ninguna ventaja. Como su padre no tenía títulos que citar en acontecimientos públicos, ambas seguirían conmigo en el lodo.

Visto lo cual, al regresar de Hispania, decidimos reconocer públicamente nuestra situación. Helena había bajado a mi nivel. Sabía lo que se hacía. Había visto mi estilo de vida y afrontaba las consecuencias. Nuestras hijas estarían privadas de buenos matrimonios; nuestros hijos no podrían ocupar cargos públicos, por más noble que fuera su abuelo el senador y por mucho que se empeñara éste en que los eligieran. La clase alta se cerraría en banda ante ellos, mientras que las clases bajas probablemente también los despreciarían por intrusos.

Por el bien de Helena Justina y el de nuestros hijos, acepté mi deber de mejorar mi posición. Había intentado llegar al rango medio, lo cual hubiera disminuido las dificultades, pero el intento fue un desastre y no quería engañarme de nuevo. Aun así, todos los demás opinaban que debía hacerlo.

El funcionario del censor me miró como si cambiara de idea.

—¿Ha llenado el censo? —preguntó.

—Todavía no. —Si era posible, yo quería evitarlo. La razón del nuevo censo de Vespasiano no era la de contar cabezas por curiosidad burocrática, sino para valorar las propiedades de cara a la recaudación de impuestos—. He estado fuera.

Me dedicó una mirada que llevaba implícito un «eso lo dicen todos».

—¿En el servicio militar, quizá?

—Servicios especiales —y como vi que no me preguntaba más, quise tentarlo—. No me pida que especifique. —Siguió sin importarle.

—¿O sea que todavía no ha hecho el censo? ¿Es usted el cabeza de familia?

—Sí.

—¿Su padre ha muerto?

—No tengo esa suerte.

—¿Está emancipado de la autoridad de su padre?

—Sí —mentí. Mi padre nunca haría una cosa tan civilizada. Para mí, sin embargo, no había diferencia.

—Didio Falco, por intención propia y con todo su conocimiento, ¿sabe que su estado civil es de matrimonio de hecho?

—Sí.

—Gracias. —Su interés era sumario. Sólo me lo había preguntado para cubrirse las espaldas.

—Tendría que hacerme la misma pregunta —le dijo Helena.

—Sólo a los cabezas de familia —le replicó con una sonrisa. Helena consideraba que su papel en el hogar estaba a la misma altura que el mío. Y yo también lo creía, porque eso era bueno para mí.

—¿Nombre de la niña? —La indiferencia del funcionario daba a entender que cada semana se presentaban parejas extrañas como la nuestra. Se decía que Roma era un caos moral, aunque nunca encontramos a nadie que corriera los mismos riesgos que nosotros de una manera tan abierta. Por una parte, casi todas las mujeres que se criaban en la riqueza se aferraban a ella. Y casi todos los hombres que las seducían para sacarlas de ella acababan a manos de tropas de corpulentos esclavos.

—Julia Junila Layetana —dije con orgullo.

—Deletréelo.

—J, U,…

Alzó la cabeza en silencio.

—L —dijo Helena con paciencia, como si ya supiese que el tipo con el que vivía era un idiota—. A-Y-E-T-A-N-A.

—¿Tres nombres? ¿Eso es un nombre de chica? Las mujeres sólo tienen dos.

—Necesita alguna ventaja en la vida —¿Por qué me había disculpado? Podía llamarla como quisiera. El hombre frunció el ceño. Aquel día ya tenía bastante de padres jóvenes y caprichosos.

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