Tras el incierto Horizonte (28 page)

BOOK: Tras el incierto Horizonte
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Al cabo de un rato conseguí reunir las suficientes energías como para dejar que Harriet me pasara alguno de los mensajes que reclamaban mi atención, y tomé las decisiones que me pareció oportuno, y algo después, mientras me entretenía tomando leche y galletas, escuché un resumen informativo. No se hablaba de otra cosa que de la captura de los Herter-Hall, cosa que podía explicarme Albert mucho mejor que cualquiera de los locutores de la Piezovisión.

Y en aquel momento recordé que Albert quería hablar conmigo, y por un instante me sentí mejor. Aquello me facilitaba un objetivo vital. Había alguien a quien poder gritar.

—Listillo —le espeté en cuanto se materializó—. Las cintas magnéticas tienen cien años. ¿Cómo es que no puedes leerlas?

Me miró con calma por debajo de sus pobladas cejas blancas.

—Te refieres a los mal llamados molinetes de oraciones, ¿no? Desde luego que lo hemos intentado, muchas veces. Hasta llegamos a sospechar que existía algún tipo de sinergia, porque lo intentamos con varios tipos de campos magnéticos a la vez, directos y oscilantes, con oscilaciones de diversa velocidad. Lo intentamos incluso con radiaciones simultáneas de microondas, aunque, por lo que se ve, no del tipo adecuado.

Yo seguía abstraído, pero no tanto que no me sintiera interesado por lo que decía.

—O sea que hay ciertas microondas con las que sí se puede.

—Seguro que sí, Robin —sonrió—. Tan pronto obtuvimos una pista adecuada gracias a los instrumentos de los Herter-Hall, la reprodujimos. El mismo tipo de microondas que hay en la Factoría Alimentaria, en su medio ambiente, un flujo de unos cuantos microwatios de microonda de un millón de ángstróms de polarización elíptica. Y se obtiene la señal.

—¡Realmente fantástico, Albert! ¿Y qué es lo que obtenemos?

—Bueno —dijo, mientras buscaba su pipa—, no demasiado por ahora, de hecho. Se trata de información contenida en hologramas, de modo que lo que puede verse es una especie de nube de símbolos. Y, claro está, no sabemos leer esos símbolos. Se trata de lenguaje Heechee. Pero por lo menos ahora se trata de una mera cuestión de criptografía, por así decir. Lo único que necesitamos es una nueva Piedra de Rosetta.

—¿Y cuánto tiempo nos va a llevar eso?

Se encogió de hombros, estiró los brazos, abrió las palmas de las manos y entrecerró los párpados.

Medité durante algunos instantes.

—Bien, sigue en ello. Otra cosa. Quiero que busques en mi programa legal todo lo referente a frecuencia de microondas, etcétera. Tiene que haber una patente en algún sitio y quiero hacerme con ella.

—Seguro que sí, Robin. ¡Ah! ¿No quieres saber lo de los Difuntos?

—¿Qué pasa con ellos?

—Bien, pues resulta que no todos son humanos. Hay algunos cerebritos realmente extraños en los circuitos de aquella memoria, Robin. Creo que son lo que tú llamas «Primitivos».

—¿Los Heechees?

—No, no, Robín, casi humanos, pero no. No usan bien el lenguaje. Sobre todo los que parecen más antiguos, y apuesto a que no eres capaz de imaginar siquiera la factura que vas a tener que pagar por el análisis que hay que hacer para entender lo que dicen.

—¡Dios mío! Essie se sorprenderá cuando...

Me callé. Por un momento me había olvidado de ella.

—Bueno —dije—, eso es interesante. ¿Qué más ibas a decirme?

Lo cierto es que ya no me interesaba. Había consumido mi última gota de adrenalina, y ya no me quedaba nada de nada.

Le dije que siguiera con el resto de su informe, pero casi todo me resbaló por encima. Se sabía con certeza que tres miembros del equipo Herter-Hall habían sido capturados. Los Primitivos los habían llevado a un lugar en forma de huso en el que había cierta máquina. Las cámaras seguían enviando información poco interesante en forma de monótonas imágenes. Los Difuntos se habían estropeado por completo, hablaban sin ningún sentido. El paradero de Paul Hall se desconocía; quizás seguía con vida, en libertad. La conexión entre los Difuntos y la Factoría Alimentaria seguía funcionando, aunque mal, pero no se podía predecir hasta cuándo seguiría haciéndolo, en el supuesto de que a los Difuntos les quedara algo interesante que decir todavía. La química orgánica Heechee era bastante sorprendente, porque era menos diferente de la bioquímica humana de lo que cabía esperar. Le dejé hablar hasta que acabó, sin animarle a que continuara, y después conecté con los canales de la Piezovisión. Había dos comediantes riéndose el uno del otro. El único problema era que hablaban en portugués. Pero me daba igual. Tenía que pasar aún otra hora, y dejé que transcurriera. Como mínimo podría admirar a aquella preciosa carioca, con su sombrero-ensalada en la cabeza, de cuyo llamativo atuendo los dos comediantes la iban despojando entre carcajadas.

La señal de alarma de Harriet se iluminó, de rojo brillante.

Antes de que pudiera decidir si contestaba o no, la imagen de los comediantes desapareció y una voz de hombre dijo algo en portugués. No pude entenderlo, pero comprendí perfectamente la imagen que apareció acto seguido.

Era la Factoría Alimentaria, una imagen de archivo, y una fotografía de los Herter-Hall mientras se acercaban para aterrizar. Y en la corta frase que acababa de pronunciar el locutor hubo dos palabras que muy bien podían haber sido «Peter Herter».

Podía ser.

Era.

La imagen quedó congelada, pero una voz empezó a hablar, y era la voz del viejo Peter Herter, airada pero firme.

—Este mensaje —dijo— se transmite por todas las emisoras. Es un ultimátum de dos horas. Dentro de dos horas me instalaré en el diván y provocaré una fiebre de un minuto empleando... esto... las necesarias proyecciones. Tomad precauciones. Si no lo hacéis, es responsabilidad vuestra, no mía. —Hizo una pausa y continuó—: Recordad, tenéis dos horas hasta que yo empiece. No más. Luego, volveré a hablaros para deciros la razón de eso y lo que pido en pleno derecho si no queréis que eso vuelva a suceder otras veces. Dos horas. Empiezan... ahora.

Y la voz calló.

El locutor reapareció, balbuciendo algo en portugués con aspecto atemorizado. No le entendí, pero me era igual.

Entendí perfectamente lo que Peter Herter dijo. Había reparado el diván de los sueños e iba a volver a utilizarlo. No por ignorancia, como Wan. Ni como un experimento rápido, como el de la chica, Janine. Iba a usarlo como arma. Estaba apuntando a toda la humanidad con una pistola.

Y mi primer pensamiento fue: lástima de contrato con Bover. Porque los de la Corporación de Pórtico iban a tomar cartas en el asunto de una vez por todas. Y no podía culparles por ello.

10
EL PATRIARCA

El Patriarca se movió lentamente, primero un órgano, luego otro, otro más después.

Primero los receptores piezofónicos exteriores. Llamémosles «oídos». Estaban siempre en funcionamiento, en el sentido de que los sonidos siempre llegaban a ellos. Sus frágiles cristales facetados captaban las vibraciones del aire, y cuando las ondas se ajustaban al nombre con que sus criaturas le llamaban, traspasaban la primera barrera y activaban lo que correspondía a su sistema nervioso periférico.

Cuando alcanzaba este estadio, el Patriarca no estaba aún despierto, pero era consciente de que estaba siendo despertado. Sus verdaderos oídos, los internos, que analizaban e interpretaban el sonido, volvían activarse. Sus circuitos de cognición recogían las señales. El Patriarca oyó las voces de sus criaturas y entendió lo que decían. Pero sólo de un modo inmediato y distraído, como un somnoliento individuo que captara el ruido del vuelo de una mosca. No había «abierto los ojos» todavía.

Llegado a este punto, alguna decisión empezaba a tomar forma. Si la interrupción parecía digna de tenerse en cuenta, el Patriarca despertaba más circuitos. Si no, no. Un individuo puede despertarse para aplastar una mosca. Si al Patriarca le despertaban por razones triviales siempre acababa «aplastando» a alguna de sus criaturas de un modo u otro. No solían despertarle a la ligera. Pero si él decidía acabar de despertarse para actuar o para castigarles por haberle interrumpido el sueño, el Patriarca activaba entonces sus lentes exteriores de mayor tamaño y, junto con ellas, multitud de sistemas de procesado de información y bancos de memoria de alcance limitado. Ya estaba, pues, totalmente despierto, como un hombre que se despierta mirando al techo después de haber descabezado un sueño.

Sus cronómetros internos le informaron de que aquel sueño había sido más breve. Había durado menos de diez años. A no ser que hubiera una razón de peso por la que le hubieran despertado, alguien habría de pagar por ello.

En aquel momento era ya completamente consciente de la realidad que le rodeaba. Su telemetría interna estaba recibiendo informes del estado en que se encontraban sus sensores menos remotos, a través de los diez millones de toneladas de masa en que él y sus criaturas vivían. Un centenar de
inputs
recirculaban a través de sus bancos de memoria de alcance limitado: las palabras con que le habían despertado; las imágenes de tres prisioneros que le habían traído sus criaturas; un fallo en los sistemas de reparación en las secciones 4700 Å; el hecho de que había una actividad poco usual en las inteligencias almacenadas; temperatura; inventarios; momentos de aceleración. Sus bancos de memoria general, aunque dormidos aún, eran accesibles en caso de necesidad.

La más capacitada de sus criaturas estaba de pie ante él, gotas de sudor cayéndole por entre el ralo pelo de sus mejillas. El Patriarca se percató de que era un nuevo líder, más bajo y joven que el último que recordaba, pero llevaba puesto el collar de rollos de lectura que simbolizaban el cargo de que le hacían acreedor, mientras esperaba sus órdenes. El Patriarca volvió sus lentes exteriores hacia él, como señal de que podía hablar.

—Hemos capturado ciertos intrusos y te los hemos traído —dijo el líder temblando; y añadió—: ¿Hemos hecho bien?

El Patriarca volcó su atención en los prisioneros para observarlos. Uno de ellos no era ningún intruso, sino el cachorro que había autorizado a que naciera quince años atrás, ahora casi un adulto. Los otros dos, no obstante, sí eran intrusos, y ambos hembras, además. Esa era una opción que valía la pena tener en cuenta. En las anteriores ocasiones en que habían aparecido intrusos no había sabido aprovechar la ocasión para establecer una reserva nueva de cría, hasta que fue demasiado tarde para utilizar los especímenes. Y después, dejaron de llegar.

Aquella era una oportunidad que el Patriarca había dejado escapar, una oportunidad que, a la vista del terrorífico pasado, no hubiera debido dejar escapar. A lo largo de varios milenios, el Patriarca había podido constatar que no todas sus decisiones habían sido correctas, ni todas sus opiniones necesariamente fiables. Se estaba consumiendo poco a poco. Era susceptible de equivocarse. El Patriarca ignoraba qué pena habría de pagar por cada error cometido, y prefería no pensar en ello.

Empezó a tomar decisiones. Buscó en sus bancos de memoria de alcance limitado precedentes y líneas directrices de actuación, y encontró una serie de alternativas satisfactorias. Su enorme cuerpo de metal se irguió sobre sus soportes; puso en marcha su sistema de movilidad y los brazos mecánicos, y se desplazó más allá de donde permanecía el líder, en dirección al cubículo en que estaban encerrados los prisioneros. Oyó la respiración agitada de sus criaturas mientras se desplazaba. Estaban asombrados. Algunos de los más jóvenes, que jamás le habían visto moverse, estaban aterrorizados.

—Habéis hecho bien —sentenció, y hubo un prolongado suspiro de alivio.

El Patriarca no podía penetrar en el cubículo debido a su tamaño, pero gracias a sus largos sensores de blando metal llegó al interior y palpó a los cautivos. Le trajo sin cuidado que gritaran y forcejaran. En aquel momento su interés se centraba en su estado físico, que era muy satisfactorio: dos de ellos, incluido el macho, eran muy jóvenes, y por ello mismo, aptos para muchos años de uso. Fuera cual fuera el modo en que decidiera utilizarlos. Todos parecían gozar de una salud excelente.

Por lo que se refería a establecer algún tipo de comunicación con ellos, existía el problema de que sus gritos e imprecaciones pertenecían a una de aquellas desagradables lenguas que sus predecesores habían utilizado. El Patriarca no entendió una palabra. Aunque aquél no era un problema grave, ya que podía comunicarse con ellos con la ayuda de las memorias almacenadas de sus antecesores. Incluso sus propias criaturas, con el tiempo, habían acentuado la tendencia a desarrollar su idioma de tal modo que no se hubiera podido comunicar con ellos de no haber almacenado una o dos de sus propias criaturas cada doce generaciones para que le sirvieran de traductores; y únicamente como traductores, pues tales criaturas, lamentablemente, no parecían servir para mucho más. Así que aquéllos eran problemas que sí podían resolverse. De momento, los hechos eran favorables. Hecho: los especímenes se encontraban en buenas condiciones. Hecho: eran claramente inteligentes, capaces de utilizar herramientas, capaces incluso de cierto grado de tecnología. Hecho: de él dependía cómo utilizarlos.

—Alimentadlos. Mantenedlos a buen recaudo. Esperad nuevas instrucciones —ordenó a las criaturas apiñadas detrás de él.

Entonces apagó sus receptores externos para ponderar cómo emplearía a aquellos intrusos y llevar a buen término los imperativos que constituían el núcleo de su existencia.

Como individuo salvaguardado en una máquina, las esperanzas de vida normal del Patriarca eran muy elevadas —de varios miles de años, tal vez— pero no lo suficientemente extensas como para llevar a cabo sus planes. Había conseguido prolongar su vida diluyéndola. Mientras permanecía fuera de servicio apenas envejecía, de modo que pasaba casi todo el tiempo desconectado, sin moverse. Se limitaba a perdurar mientras sus criaturas consumían sus existencias realizando sus deseos, y mientras el universo, afuera, se expandía lentamente.

De vez en cuando, alertado por sus cronómetros internos, se despertaba para comprobar, corregir, revisar. En otras ocasiones eran sus criaturas las que le despertaban. Les había aleccionado para que lo hicieran sólo en caso de necesidad y, muy a menudo, la contingencia se presentaba —aunque, después de todo, no tan a menudo, de acuerdo con los patrones que él mismo había establecido.

Hubo un tiempo en que el Patriarca había sido una criatura de carne y hueso, de naturaleza tan animal como la de sus propias criaturas o la de los prisioneros que le habían traído. Ciertamente, aquel período había sido corto de verdad, de menor duración que cualquiera de sus sueños, un momento que quedó comprendido entre el momento en que fue expulsado del retorcido y sudoroso vientre materno y el terrible momento final, en el que yació indefenso y unas extrañas agujas vertieron el sueño en sus venas, mientras los tornos aguardaban antes de trepanarle el cráneo. Cuando así lo decidía, podía recordar muy claramente aquel momento. Podía recordar cualquier cosa, de lo sucedido durante aquella su breve vida animal o de la larguísima pseudovida que siguió a la primera, con la única condición de que recordara el banco de memoria en el que tenía que buscar sus recuerdos. Y eso no siempre era posible. Había demasiado tiempo almacenado.

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