Read Traficantes de dinero Online

Authors: Arthur Hailey

Tags: #Intriga

Traficantes de dinero (3 page)

BOOK: Traficantes de dinero
10.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Quieres acompañarme un momento?

Ella dijo, agradecida:

—Sí, por favor.

Las oficinas de los principales ejecutivos estaban en el mismo piso que la sala de reunión del consejo —el piso treinta y seis, en lo alto de la Torre de la Casa Central del FMA. Las oficinas de Alex Vandervoort, como otras, tenían una zona para conferencias informales y, allí, Edwina sirvió café con una Sílex. Vandervoort extrajo una pipa y la encendió. Ella observó que los dedos de él se movían con eficiencia, sin desperdiciar ningún movimiento. Sus manos eran como su cuerpo, corto y ancho, los dedos terminaban repentinamente, en unas uñas cortas pero bien cuidadas.

La camaradería entre los dos databa de largo tiempo. Aunque Edwina, que era gerente de la sucursal principal del First Mercantile American en la ciudad, estaba varios niveles por debajo de Alex en la jerarquía del banco, él siempre la había tratado como a una igual, y con frecuencia, en asuntos que afectaban a su sucursal, había tratado con ella directamente, pasando por encima de los peldaños de la organización que los separaban.

—Alex —dijo Edwina— debo decirte que pareces un esqueleto.

Una cálida sonrisa encendió la suave y redonda cara de él.

—Se me nota, ¿eh?

Alex Vandervoort era un conocido gastrónomo, un goloso amante de la comida y el vino. Desgraciadamente aumentaba fácilmente de peso. Periódicamente, como ahora, tenía que seguir alguna dieta.

Por tácito consentimiento ambos evitaron, por el momento, el tema que estaba más próximo a sus mentes.

Él preguntó:

—¿Cómo andan los negocios este mes en la sucursal?

—Bastante bien. Y soy optimista para el año próximo.

—Hablando del año próximo, ¿cómo ve la cosa Lewis?

Lewis D'Orsey, marido de Edwina, era dueño y editor de un difundido periódico para economistas.

—Sombríamente. Prevé un alza temporal en el valor del dólar, luego otra gran caída, como ocurrió con la libra esterlina. También dice Lewis que aquellos que en Washington afirman que la recesión norteamericana ha llegado a su fin son unos ilusos, ¡los mismos falsos profetas que en Vietnam veían «la luz del túnel»!

—Estoy de acuerdo con él —murmuró Alex—. Sabes, Edwina, uno de los fallos de los banqueros norteamericanos es que nunca alentamos a nuestros clientes a tener cuentas en moneda extranjera… francos suizos, marcos alemanes, otras monedas… como hacen los banqueros europeos. Oh, aceptamos a las grandes corporaciones, porque saben lo bastante como para insistir; y los bancos norteamericanos ganan para sí generosos beneficios con otras monedas. Aunque rara vez, o nunca, se hace esto por medio de los depositantes menores o de tipo medio. Si hubiéramos promovido las cuentas en moneda extranjera hace diez, o incluso cinco años, algunos de nuestros clientes habrían ganado con la desvalorización del dólar, en lugar de perder.

—¿Y no se opondría a eso la Tesorería de Estados Unidos?

—Probablemente. Pero tendrían que contar con la presión del público. Siempre lo hacen.

Edwina preguntó:

—¿Alguna vez has sugerido la idea… de que más gente tenga cuentas en moneda extranjera?

—Una vez lo intenté. Me hicieron callar. Entre nosotros los banqueros norteamericanos, el dólar, por débil que esté, es sagrado. Es un concepto de avestruz que hemos inculcado al público, y que les ha costado dinero. Sólo unos pocos sofisticados tuvieron buen sentido y abrieron cuentas en moneda suiza, antes que empezaran las devaluaciones del dólar.

—Con frecuencia he pensado en eso —dijo Edwina—. Cada vez que ha sucedido, los banqueros han sabido por anticipado que la devaluación es inevitable. Sin embargo no hemos dado a nuestros clientes, exceptuando unos pocos favorecidos, ningún aviso, ninguna sugerencia para que vendieran dólares.

—Se suponía que era poco patriótico. Incluso Ben…

Alex se interrumpió. Permanecieron algunos momentos sin hablar.

Por los ventanales que ocupaban la pared del lado Este de la oficina de Alex, podían ver la robusta ciudad del Midwest, tendida ante ellos. Muy cerca estaban los estrechos callejones de establecimientos del centro, los mayores edificios, sólo un poco más bajos que la torre principal del First Mercantile American. Más allá del distrito del centro, retorcido en forma de doble S, estaba el amplio río lleno de tráfico, con su color —hoy como de costumbre— gris por las poluciones. Un entreverado trabajo de puentes sobre el río, líneas férreas y caminos corrían hacia el exterior como cintas desplegadas hacia complejos industriales y suburbios a lo lejos, los últimos, sentidos más que vistos, en una neblina que lo invadía todo. Pero más cerca que las industrias y los suburbios, aunque más allá del río, estaba el barrio central pobre, un laberinto de casas bajo el nivel medio, considerado por algunos la vergüenza de la ciudad.

En medio de esta última área, un nuevo gran edificio y el andamiaje de acero de otro se destacaban contra el horizonte.

Edwina señaló el edificio y el andamiaje de acero.

—Si estuviera como está ahora Ben —dijo— y quisiera ser recordada por algo, creo que quisiera serlo por el Forum East.

—Eso creo —la mirada de Alex siguió la de Edwina—. Sin él hubiera sido sólo una idea, y no mucho más.

El Forum East era un ambicioso desarrollo urbano local, y su objetivo era rehabilitar el corazón de la ciudad. Ben Rosselli había comprometido financieramente al First Mercantile American en el proyecto, y Alex Vandervoort había estado directamente encargado de la inversión del banco. La gran sucursal central, manejada por Edwina, se había encargado de los préstamos para la construcción y detalles de las hipotecas.

—Estaba pensando —dijo Edwina— en los cambios que ocurrirán aquí —iba a añadir: «Después de la muerte de Ben…»

—Habrá cambios, lógicamente… quizá grandes cambios. Espero que ninguno afecte al Forum East.

Ella suspiró.

—No ha pasado una hora desde que Ben nos dijo…

—Y estamos discutiendo futuros negocios bancarios antes de que se haya cavado una tumba. Bueno, hay que hacerlo, Edwina. Ben lo espera. Importantes decisiones deben ser tomadas pronto.

—Incluida la de quién sucederá al presidente.

—Ésa es una.

—Muchos en el banco esperamos que seas tú.

—Francamente yo también lo espero.

Lo que ninguno de los dos dijo era que, hasta ese día, Alex Vandervoort había sido visto como el heredero elegido de Ben Rosselli.

Pero no tan pronto. Sólo hacía dos años que Alex estaba en el First Mercantile American. Antes había sido funcionario en la Federal Reserve y Ben Rosselli lo había convencido personalmente para que se le uniera, ofreciendo la perspectiva de un avance eventual hasta la dirección.

—Dentro de unos cinco años, más o menos —había dicho el viejo Ben a Alex en aquella ocasión— quiero delegar el mando en alguien que sepa afrontar con eficiencia los grandes números y que sea capaz de demostrar una beneficiosa línea básica, porque ésta es la única manera en que un banquero puede actuar con fuerza. Pero hay que ser algo más que un técnico de categoría. La clase de hombre que yo deseo para dirigir este banco no debe olvidar nunca que los pequeños depositantes, los individuos, han sido siempre nuestra base más fuerte. Lo malo con los banqueros hoy en día es que se han vuelto demasiado remotos.

Ben Rosselli señaló claramente que no estaba haciendo ninguna promesa en firme, pero añadió: «Mi impresión, Alex, es que eres la clase de hombre que necesitamos. Trabajemos juntos un tiempo y ya veremos.»

Y así Alex entró al banco, trayendo su experiencia y un olfato para la nueva técnica, y, con ambas cosas, pronto se destacó. En cuanto a la filosofía, descubrió que compartía muchos puntos de vista de Ben.

Tiempo atrás, Alex también había ganado intuición bancaria gracias a su padre, un inmigrante holandés convertido en granjero en Minnesota.

Pieter Vandervoort se había cargado con un préstamo bancario y, para pagar los intereses, trabajaba desde antes del alba hasta después del crepúsculo, generalmente siete días a la semana. Finalmente murió por exceso de trabajo, empobrecido, tras lo cual el banco vendió su tierra, recobrando no sólo los intereses sino la inversión original. La experiencia de su padre demostró a Alex —por medio del dolor— que el lugar para estar, era el del otro lado del mostrador de un banco.

Finalmente, el camino al banco para el joven Alex fue una beca en Harvard, y graduarse con honores en ciencias económicas.

—Quizá todo marche todavía —dijo Edwina D'Orsey—. Supongo que el consejo elegirá al presidente.

—Sí —contestó Alex, casi ausente. Había estado pensando en Ben Rosselli y en su padre; el recuerdo de los dos estaba extrañamente mezclado.

—La duración de los servicios prestados no lo es todo.

—Pero cuenta.

Mentalmente Alex pesó las probabilidades. Sabía que poseía el talento y la experiencia para encabezar el First Mercantile American, pero las posibilidades eran que los directores favorecieran a alguien que había estado allí desde hacía tiempo. Roscoe Heyward, por ejemplo, había trabajado en el banco desde hacía casi veinte años, y pese a su ocasional falta de contacto con Ben Rosselli, Heyward contaba con mucho apoyo en el consejo.

Ayer las posibilidades favorecían a Alex. Hoy, las cosas se daban vueltas.

Se puso de pie y golpeó su pipa.

—Tengo que volver al trabajo.

—Yo también.

Pero Alex, al quedar solo, se sentó en silencio, pensativo.

Edwina tomó un ascensor expreso desde el piso de los directores hasta el vestíbulo del piso principal de FMA, una mezcla arquitectónica del Lincoln Center y de la Capilla Sixtina. El vestíbulo estaba lleno de gente, apresurados empleados bancarios, mensajeros, visitantes, curiosos. Respondió al amistoso saludo de un guardia de seguridad.

Desde el curvado vidrio frontal Edwina podía ver la Plaza Rosselli, con sus árboles, bancos, esculturas en la avenida y burbujeante fuente. En el verano la plaza era lugar de reuniones y los empleados que trabajaban en el centro almorzaban allí, pero ahora parecía siniestra e inhospitalaria. Un crudo viento revolvía las hojas y el polvo en pequeños tornados, y los transeúntes corrían en busca del calor de adentro.

Era la época del año, pensó Edwina, que menos le gustaba. Hablaba de melancolía, del invierno que llegaba, de la muerte.

Involuntariamente se estremeció, después se dirigió hacia el «túnel», alfombrado y suavemente iluminado, que comunicaba las oficinas principales del banco con la sucursal principal del centro, una estructura palaciega, de un solo piso.

Era su dominio.

Capítulo
4

El miércoles se inició normalmente en la principal sucursal de la ciudad.

Edwina D'Orsey era funcionaria de guardia en la sucursal durante la semana, y llegó exactamente a las 8.30, media hora antes que las lentas puertas de bronce del banco se abrieran para el público.

Como gerente de la sucursal «insignia» del FMA, y como vicepresidente corporativo, en realidad no debía cumplir sus funciones de guardia. Pero Edwina prefería cumplir su turno. También esto demostraba que no esperaba privilegios especiales por ser una mujer… cosa que siempre había tenido cuidado de señalar durante sus quince años en el First Mercantile American. Además, la guardia se presentaba sólo cada diez semanas.

Ante la puerta del costado del edificio hurgó en su bolso marrón de Gucci, buscando la llave; la encontró debajo de un montón de lápices de labios, billeteras, tarjetas de crédito, polvos, peine, una lista de cosas para comprar y otras cosas; su cartera estaba siempre inesperadamente desordenada. Después, antes de usar la llave, comprobó la señal de «no emboscada». La señal estaba donde debía estar… una tarjetita amarilla, colocada sin que llamara la atención en una ventana. La tarjeta debía haber sido puesta allí unos minutos antes por un portero cuya tarea era ser el primero en llegar a la gran sucursal todos los días. Si todo estaba dentro en orden, colocaba la señal donde los empleados que llegaban pudieran verla. Pero, si hubieran penetrado asaltantes durante la noche y esperaran para atrapar rehenes —el portero en primer término— no habría ninguna señal, y, de este modo, la ausencia se convertiría en un aviso. Los empleados que llegaran más tarde, no sólo no iban a entrar, sino que instantáneamente pedirían ayuda.

Debido a los crecientes asaltos de todo tipo, la mayoría de los bancos utilizaban la señal de «no emboscada», y el tipo y la colocación cambiaban con frecuencia.

Al entrar, Edwina fue inmediatamente hacia un panel móvil en la pared y lo abrió de golpe. A la vista quedó un timbre que oprimió en clave: dos llamadas largas, tres breves, una larga. En la habitación de Seguridad Central, en la Torre principal, quedaban ahora enterados que la puerta de alarma que la entrada de Edwina había puesto en movimiento hacía un momento, podía ser ignorada y que un funcionario autorizado estaba en el banco. El portero, al entrar, también debía haber transmitido su propia clave.

El cuarto de guardia, al recibir señales similares desde otras sucursales del FMA, ponía en marcha el sistema de alarma del edificio, desde «alerta» hasta «quietos».

Si Edwina como funcionario de seguridad o el portero no hubieran dado la clave correctamente, la habitación de guardia hubiera informado a la policía. Unos minutos después la sucursal del banco hubiera sido rodeada.

Como con otros sistemas, las claves cambiaban con frecuencia. Los bancos en todas partes encontraban la Seguridad en señales positivas cuando todo andaba bien, en ausencia de señales cuando estallaban las dificultades. De aquella manera si un empleado era retenido como rehén, podía dar la alarma sin hacer nada.

Otros funcionarios y algunos empleados estaban entrando, controlados por el portero correctamente uniformado que vigilaba la puerta del costado.

—Buenos días, mistress D'Orsey —dijo un empleado veterano, de pelo blanco, de nombre Tottenhoe, uniéndose a Edwina. Era contador y estaba encargado de los empleados y de la rutina que reinaba en la sucursal, y su cara larga y lúgubre le hacía parecerse a un viejo canguro. Su normal mal humor y su pesimismo había aumentado cuando se imponía el retiro forzoso; sentía su edad y parecía culpar a los demás de tenerla. Edwina y Tottenhoe caminaron juntos por la planta baja del banco, después se dirigieron por una amplia y alfombrada escalera hacia la cámara acorazada del tesoro. Supervisar la apertura y el cierre del recinto de las cajas fuertes era responsabilidad del funcionario encargado de la Seguridad.

BOOK: Traficantes de dinero
10.49Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Capitol Betrayal by William Bernhardt
Jonathan and Amy by Grace Burrowes
Dangerous to Know by Tasha Alexander
DEAD(ish) by Naomi Kramer
Shapeshifter by Holly Bennett
Fantastic Voyage: Microcosm by Kevin J. Anderson
The Boy I Love by Marion Husband