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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

Tormenta de Espadas (14 page)

BOOK: Tormenta de Espadas
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Suspiró, sacó pluma y papel, y compuso una gentil misiva de aceptación para Margaery Tyrell.

Cuando llegó la noche señalada otro de los miembros de la Guardia Real acudió en su busca, un hombre tan diferente de Sandor Clegane como...

«Bueno, como una flor de un perro.» Al ver a Ser Loras Tyrell ante su puerta, a Sansa se le aceleró el corazón. Era la primera vez que estaba tan cerca de él desde su regreso a Desembarco del Rey, al frente de la vanguardia del ejército de su padre. Por un momento, no supo qué decir.

—Ser Loras —logró articular finalmente—, tenéis... tenéis un aspecto encantador.

—Mi señora es muy gentil —dijo él, devolviéndole una sonrisa enigmática—. Y muy hermosa. Mi hermana os aguarda con impaciencia.

—Oh, he esperado tanto esta cena...

—Igual que Margaery y mi señora abuela. —La tomó del brazo y la condujo hacia la escalera.

—¿Vuestra abuela?

Cuando Ser Loras le tocaba el brazo a Sansa se le hacía difícil caminar, conversar y pensar simultáneamente. Sentía el calor de su mano a través de la seda.

—Lady Olenna. Cenará también con vosotras.

—Oh —exclamó Sansa. «Estoy hablando con él, y me está tocando, me coge del brazo y me está tocando»—. La llaman la Reina de las Espinas, ¿no?

—Sí —rió Ser Loras. «Tiene una risa tan agradable...», pensó mientras él seguía hablando—. Es mejor que no uséis ese apodo en presencia de ella, o podéis llevaros un pellizco.

Sansa se ruborizó. Hasta un idiota se hubiera dado cuenta de que a ninguna mujer le gustaría que la llamasen «la Reina de las Espinas».

«Quizá yo sea tan estúpida como dice Cersei Lannister.» Intentó pensar algo a la desesperada, algo ingenioso y agradable que decirle, pero todo su talento se había esfumado. Estuvo a punto de comentarle cuán apuesto era, hasta que recordó que ya se lo había dicho.

Pero era verdad, Ser Loras era guapo. Parecía más alto que cuando lo conoció, pero seguía siendo igual de gentil y esbelto, y Sansa jamás había visto a otro muchacho con unos ojos tan maravillosos.

«Pero no es un muchacho, es un hombre, un caballero de la Guardia Real.» Pensó que el blanco le sentaba mejor aún que los ropajes verde y oro de la Casa Tyrell. En aquel momento, el único toque de color en su vestimenta era el broche con el que se sujetaba la capa; la rosa de Altojardín, fundida en oro fino y engarzada en un lecho de delicadas hojas de jade verde.

Ser Balon Swann abrió la puerta del Torreón de Maegor para que ambos pasaran. También vestía todo de blanco, pero no le quedaba ni la mitad de bien que a Ser Loras. Más allá del foso lleno de picas, dos docenas de hombres practicaban con espadas y escudos. Con el castillo tan lleno de gente, habían asignado el patio exterior a los huéspedes para que pudieran erigir sus tiendas de campaña y pabellones, y sólo habían dejado para el entrenamiento los pequeños patios de armas. Uno de los gemelos Redwyne retrocedía bajo el ataque de Ser Tallad, con los ojos clavados en su escudo. El pequeño y robusto Ser Kennos de Kayce, que resoplaba y gemía cada vez que levantaba la espada larga, parecía aventajar a Osney Kettleblack; pero el hermano de Osney, Ser Osfryd, castigaba duramente a Morros Slynt, un escudero con cara de rana. A pesar de que las espadas eran romas, Slynt tendría una buena colección de magulladuras a la mañana siguiente. Sólo de contemplarlos, Sansa se encogía de dolor.

«Apenas han acabado de enterrar a los muertos de la batalla anterior y ya están practicando para la siguiente.»

En un rincón del patio un caballero con un par de rosas doradas en el escudo mantenía a raya a tres adversarios. Mientras lo miraba, él logró acertar en la cabeza a uno de ellos, que cayó sin sentido.

—¿Ése es vuestro hermano? —preguntó Sansa.

—Así es, mi señora —dijo Ser Loras—. Por lo general, Garlan se entrena combatiendo contra tres hombres, incluso contra cuatro. Dice que, en combate, rara vez se pelea contra uno solo, por lo que le gusta estar preparado.

—Debe de ser muy valiente.

—Es un gran caballero —replicó Ser Loras—. En verdad, su espada es mucho mejor que la mía, aunque yo soy mejor lancero.

—Lo recuerdo —dijo Sansa—. Cabalgáis de maravilla.

—Sois muy gentil, mi señora. ¿Cuándo me habéis visto cabalgar?

—En el torneo de la Mano, ¿no lo recordáis? Montabais un corcel blanco y vuestra armadura era de cien tipos diferentes de flores. Me disteis una rosa. Una rosa roja. Aquel día lanzasteis rosas blancas a las demás chicas. —Al hablar de aquello se sonrojaba—. Dijisteis que ninguna victoria era ni la mitad de bella que yo.

—Dije sólo una simple verdad que cualquier hombre con ojos puede corroborar. —Ser Loras sonrió con modestia.

«No lo recuerda —pensó Sansa, asombrada—. Sólo está siendo cortés conmigo, no se acuerda de mí, ni de la rosa, ni de nada de todo aquello.» Había estado tan segura de que aquel momento significaba algo, de que significaba mucho... Una rosa roja, no blanca.

—Fue después de que desmontaseis a Ser Robar Royce —dijo, con desesperación.

—Maté a Robar en Bastión de Tormentas, mi señora —dijo Ser Loras retirando su mano del brazo de ella. No era jactancia, su tono era de tristeza.

«A él y también a otro caballero de la Guardia Arcoiris del rey Renly, sí.» Sansa había oído a las mujeres hablar de aquello en torno al pozo, pero por un instante lo había olvidado.

—Fue allí donde mataron a Lord Renly, ¿verdad? Qué terrible para vuestra pobre hermana.

—¿Para Margaery? —preguntó con voz tensa—. Sin duda. Pero ella estaba en Puenteamargo. No lo vio.

—De todos modos, cuando se enteró...

Ser Loras rozó levemente la empuñadura de la espada con la mano. El mango estaba forrado de cuero blanco y el pomo era una rosa de alabastro.

—Renly está muerto. Robar también. ¿Qué sentido tiene hablar de ellos?

Su tono cortante la sorprendió.

—Mi señor... No quería ofenderos, ser.

—Ni hubierais podido hacerlo, Lady Sansa —replicó Ser Loras, pero la calidez le había desaparecido de la voz y no volvió a tomarla del brazo.

Subieron la escalera de caracol en profundo silencio.

«Oh, ¿por qué he tenido que mencionar a Ser Robar? —pensó Sansa—. Lo he echado todo a perder. Ahora está enfadado conmigo. —Intentó pensar en qué podría decir para reparar lo ocurrido, pero todas las palabras que le acudían a la mente eran pobres y vanas—. Quédate callada o sólo conseguirás empeorar las cosas», se dijo a sí misma.

Lord Mace Tyrell y su séquito se habían alojado detrás del sept real, en la larga torre de tejado de pizarra que todos llamaban Bóveda de las Doncellas desde que el rey Baelor el Santo confinara allí a sus hermanas para que al verlas no se sintiera tentado a tener pensamientos impuros. Delante de sus altas puertas talladas había dos guardias con yelmos dorados y capas verdes ribeteadas en satén dorado y con la rosa dorada de Altojardín bordada sobre el pecho. Ambos medían dos metros, eran de hombros anchos, cinturas estrechas y magnífica musculatura. Cuando Sansa se acercó lo suficiente para verles las caras, no logró diferenciarlos. Tenían las mismas mandíbulas firmes, los mismos ojos de un azul oscuro y los mismos bigotes rojos y poblados.

—¿Quiénes son? —le preguntó a Ser Loras, olvidando por un momento su consternación.

—La guardia personal de mi abuela —respondió Ser Loras—. Su madre los llamó Erryk y Arryk, pero mi abuela no sabe cuál es cuál, así que los llama Izquierdo y Derecho.

Izquierdo y Derecho abrieron las puertas, y fue la propia Margaery Tyrell la que acudió, bajando con celeridad los escasos peldaños para saludarlos.

—Lady Sansa —exclamó—. Estoy muy contenta de que hayáis aceptado la invitación. Sed bienvenida.

—Me hacéis un gran honor, Alteza —dijo Sansa, hincando la rodilla en tierra frente a su futura reina.

—Por favor, llamadme Margaery. Levantaos, os lo ruego. Loras, ayuda a Lady Sansa a ponerse de pie.

—Como desees. —Ser Loras la ayudó a levantarse. Margaery lo despidió con un beso fraterno y cogió a Sansa de la mano.

—Venid, mi abuela está esperando, y no es una dama nada paciente.

El fuego chisporroteaba en el hogar, y por el suelo habían extendido juncos de dulce aroma. En torno a la larga mesa se sentaban una docena de mujeres.

Sansa sólo reconoció a Lady Alerie, la alta y distinguida esposa de Lord Tyrell, que llevaba la larga trenza plateada recogida con aros enjoyados. Margaery le presentó a las demás. Había tres primas Tyrell, Megga, Alla y Elinor, todas de la edad de Sansa. La opulenta Lady Janna era hermana de Lord Tyrell y estaba casada con uno de los Fossoway manzana verde; la delicada Lady Leonette, de ojos brillantes, era también una Fossoway, casada con Ser Garlan. La septa Nysterica tenía un feo rostro picado de viruelas, pero parecía alegre. Lady Graceford, pálida y elegante, estaba allí con un bebé, y Lady Bulwer era una niña de no más de ocho años. Y a Meredyth Crane, gordita y ruidosa, la hubiera definido como jovial, pero eso no era aplicable en ningún sentido a Lady Merryweather, una sensual belleza myriense de ojos negros.

Para finalizar, Margaery la llevó ante la mujer que ocupaba el lugar de honor en la mesa, una muñeca marchita de cabello blanco.

—Tengo el honor de presentaros a mi abuela, Lady Olenna, viuda del difunto Luthor Tyrell, señor de Altojardín, cuyo recuerdo nos sirve de consuelo.

La anciana olía a agua de rosas.

«Está consumida casi del todo, ¿por qué ese nombre?» En ella no había nada que recordara las espinas.

—Dame un beso, pequeña —dijo Lady Olenna, tirando de la manga de Sansa con una mano débil y llena de manchas—. Es una gentileza de tu parte que cenes conmigo y con mi tonta panda de gallinas.

Sansa besó respetuosamente a la anciana en la mejilla.

—Sois muy bondadosa al admitirme entre vosotras, mi señora.

—Conocí a tu abuelo, Lord Rickard, aunque no muy bien.

—Murió antes de que yo naciera.

—Lo sé, pequeña. Se dice que tu abuelo Tully también se está muriendo. Lord Hoster, ¿no te lo habían dicho? Es un hombre anciano, aunque no tanto como yo. De todos modos, al final anochece para todos, y demasiado temprano para algunos. Debes saber que para más de los debidos, pobre niña. Has sufrido mucho dolor, lo sé. Lamentamos tus pérdidas.

—Sentí una gran tristeza cuando supe de la muerte de Lord Renly, Alteza —dijo Sansa mirando a Margaery—. Era muy galante.

—Es muy gentil de vuestra parte —respondió Margaery.

—Sí —resopló la abuela—, muy galante, encantador y muy limpio. Sabía cómo vestirse y cómo sonreír, y sabía cómo bañarse, y no sé por qué dio por hecho que eso lo hacía digno de ser rey. Los Baratheon siempre han tenido ideas raras, sin duda. Les viene de su sangre Targaryen, creo. —Sorbió por la nariz—. Una vez intentaron casarme con un Targaryen, pero enseguida corté por lo sano.

—Renly era valiente y gentil, abuela —dijo Margaery—. A mi padre le gustaba, igual que a Loras.

—Loras es joven —dijo Lady Olenna con brusquedad— y se le da muy bien eso de desmontar jinetes con una lanza. Pero no por eso es sabio. Y con respecto a tu padre, si yo hubiera nacido campesina y con un buen cucharón de madera habría podido meter algo de sentido común a golpes en esa cabezota.

—¡Madre! —saltó Lady Alerie.

—Silencio, Alerie, no me hables en ese tono. Y no me llames madre. Si te hubiera parido, estoy segura de que lo recordaría. Sólo tengo que dar cuentas por tu marido, el estúpido señor de Altojardín.

—Abuela —intervino Margaery—, no digas esas cosas, ¿qué va a pensar Sansa de nosotros?

—Podría pensar que tenemos un poco de seso en la cabeza. Al menos una de nosotras. —La anciana se volvió de nuevo hacia Sansa—. Es traición, se lo advertí; Robert tiene dos hijos y Renly tiene un hermano mayor, ¿cómo es posible que albergue alguna pretensión con respecto a esa horrorosa silla de hierro? Nada, nada, dice mi hijo, ¿mi dulce madre no quiere ser reina? Vosotros, los Stark, fuisteis reyes en el pasado, igual que los Arryn y los Lannister, e incluso los Baratheon por línea femenina, pero los Tyrell no fueron más que mayordomos hasta que Aegon el Dragón apareció y asó al legítimo rey del Dominio en el Campo de Fuego. A decir verdad, hasta nuestras pretensiones con respecto a Altojardín son algo dudosas, como se quejan siempre esos repelentes Florent. «¿Y qué importa eso?», preguntaréis, y por supuesto la respuesta es que nada en absoluto, salvo para idiotas como mi hijo. La idea de que alguna vez pueda ver a su nieto con el culo aposentado en el Trono de Hierro lo hace hincharse como... ¿cómo se llama eso? Margaery, tú eres lista, sé buena y dile a tu pobre abuela medio lela el nombre de ese extraño pez de las Islas del Verano que si lo pinchas se hincha hasta aumentar diez veces su tamaño.

—Se llama pez globo, abuela.

—Claro. Los habitantes de las Islas del Verano carecen de imaginación. A decir verdad, mi hijo debería poner un pez globo en su blasón. Podría ponerle una corona, como hacen los Baratheon con su venado, quién sabe si eso lo haría feliz. En mi opinión, deberíamos habernos mantenido al margen de toda esta idiotez sanguinaria, pero una vez se ha ordeñado la vaca no es posible volverle a meter la leche en las ubres. Después de que Lord Pez Globo colocara esa corona sobre la cabeza de Renly estábamos metidos en el lío hasta el cuello, y aquí estamos, a ver cómo salimos del problema. Y tú, ¿qué dices, Sansa?

La boca de Sansa se abrió y se cerró. Ella misma se sentía como un pez globo.

—Los Tyrell pueden jactarse de que descienden de Garth Manoverde —fue lo único que se le ocurrió en aquel momento.

—Igual que los Florent, los Rowan, los Oakheart y la mitad de las casas nobles del sur —resopló la Reina de las Espinas—. Se dice que a Garth le gustaba plantar su semilla en terreno fértil. No me extrañaría que, además de las manos, tuviera otras cosas verdes.

—Sansa, seguro que tienes hambre —intervino Lady Alerie—. ¿No es hora ya de comer un poco de jabalí y pasteles de limón?

—Los pasteles de limón son mis favoritos —dijo Sansa.

—Eso es lo que nos han dicho —declaró Lady Olenna, que obviamente no tenía la menor intención de dejar que la hicieran callar—. Ese tal Varys por lo visto cree que tenemos que darle las gracias por la información. Nunca he sabido muy bien para qué sirve un eunuco, a decir verdad. Me parece que son solamente hombres a los que les han cortado las partes útiles. Alerie, diles que traigan la comida, ¿o pretendes dejarme morir de inanición? Ven aquí, Sansa, siéntate a mi lado; soy mucho menos aburrida que esas otras. Espero que te gusten los bufones.

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