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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Fantástico

Tormenta de Espadas (100 page)

BOOK: Tormenta de Espadas
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Lord Jason Mallister les dio alcance entre las ciénagas del Pantano de la Bruja. Cuando llegó a caballo con su columna todavía quedaba más de una hora de luz, pero Robb dio la orden de acampar al instante, y Ser Raynald Westerling fue a buscar a Catelyn para acompañarla a la tienda del rey. Su hijo estaba sentado ante un brasero con un mapa desplegado sobre el regazo.
Viento Gris
dormía a sus pies. Lo acompañaban el Gran Jon, Galbart Glover, Maege Mormont, Edmure y alguien más a quien Catelyn no conocía, un hombre gordo y calvo de aspecto acobardado.

«No es ningún señor, ni siquiera un señor menor —supo nada más verlo—. No, ni siquiera es un guerrero.»

Jason Mallister se levantó para ceder su asiento a Catelyn. El señor de Varamar tenía casi tantos cabellos blancos como castaños, pero seguía siendo un hombre atractivo, alto, esbelto, de rostro anguloso bien afeitado, pómulos altos y brillantes ojos color azul grisáceo.

—Siempre es un placer veros, Lady Stark. Espero traeros buenas noticias.

—Las necesitamos con desesperación, mi señor. —Se sentó bajo el repiqueteo de la lluvia que se estrellaba contra la lona sobre ellos.

Robb esperó a que Ser Raynald cerrara el faldón de la tienda.

—Los dioses han escuchado nuestras plegarias, mis señores. Lord Jason nos ha traído al capitán de la
Myraham
, una galera mercante que partió de Antigua. Capitán, contadles lo mismo que me habéis dicho a mí.

—Como Su Alteza ordene. —Se lamió los gruesos labios en gesto nervioso—. El último puerto en que atraqué antes de poner proa hacia Varamar fue Puerto Noble, en Pyke. Los hombres del hierro me retuvieron allí medio año, nada menos. Por orden del rey Balon. Sólo que, bueno, para abreviar, que está muerto.

—¿Balon Greyjoy? —Por un instante a Catelyn se le detuvo el corazón—. ¿Decís que Balon Greyjoy ha muerto?

El menudo y desastrado capitán asintió.

—Ya sabéis cómo es Pyke, parte se alza en tierra firme y parte en rocas e islas más allá de la orilla, toda la estructura está unida por puentes. Por lo que oí en Puerto Noble, soplaba viento del oeste, llovía y tronaba cuando el viejo rey Balon cruzó uno de esos puentes, lo azotó una ráfaga y lo hizo caer. El mar lo devolvió a la orilla dos días después, todo hinchado. Dicen que los cangrejos se le comieron los ojos.

—Vaya con los cangrejos, se pegaron un banquete digno de un rey, ¿eh? —El Gran Jon se echó a reír.

—Sí —asintió el capitán con un gesto—, pero eso no es todo, ¡qué va! —Se inclinó hacia delante—. El hermano ha vuelto.

—¿Victarion? —preguntó Galbart Glover, sorprendido.

—Euron. Lo llaman Ojo de Grajo, el pirata más negro que jamás haya izado vela. Llevaba años fuera, pero antes de que se enfriara el cadáver de Lord Balon allí estaba, anclando su
Silencio
en Puerto Noble. Velas negras, casco rojo y una tripulación de mudos. Tengo entendido que había estado en Asshai. En fin, estuviera donde estuviera el caso es que ahora está en casa, se fue directo a Pyke a acomodar el trasero en la Silla de Piedramar, y cuando Lord Botley le puso objeciones lo ahogó en un barril de agua de mar. Entonces corrí de vuelta a la
Myraham
y levé anclas con la esperanza de largarme mientras durase la confusión. Lo conseguí, y aquí estoy.

—Capitán —dijo Robb al ver que había terminado—, os doy las gracias y os aseguro que no quedaréis sin recompensa. Lord Jason os llevará de vuelta a vuestro barco en cuanto terminemos. Os ruego que aguardéis afuera.

—Así haré, Alteza. Así haré.

En cuanto salió del pabellón real el Gran Jon soltó una carcajada, pero Robb lo hizo callar con sólo mirarlo.

—Si la mitad de lo que nos contaba Theon sobre él es cierto, Euron Greyjoy es lo menos parecido a un rey que se pueda imaginar. Theon es el heredero legítimo, a menos que haya muerto... Pero Victarion está al mando de la Flota del Hierro. No me puedo creer que se quede en Foso Cailin mientras Euron Ojo de Grajo ocupa el Trono de Piedramar. Tiene que regresar.

—También hay una hija de por medio —le recordó Galbart Glover—. Es la que se ha apoderado de Bosquespeso y de la esposa y el hijo de Robett.

—Si se queda en Bosquespeso no obtendrá nada más —señaló Robb—. Lo que se aplica a los hermanos se aplica también a ella y en mayor medida. Tendrá que poner rumbo a su tierra para expulsar a Euron y reclamar el trono. —Su hijo se volvió hacia Lord Jason Mallister—. ¿Tenéis una flota en Varamar?

—¿Una flota, Alteza? Media docena de barcoluengos y dos galeras de combate. Lo justo para defender mis orillas de los agresores, pero jamás podría enfrentarme en batalla contra la Flota del Hierro.

—Ni yo os lo pediría. Estoy seguro de que los hijos del hierro estarán preparándose para volver a Pyke. Theon me contó cómo piensan los suyos. Cada capitán es el rey de su barco. Todos querrán opinar en el tema de la sucesión. Mi señor, necesito que dos de vuestros barcoluengos rodeen el cabo de Águilas y suban por el Cuello hasta la Atalaya de Aguasgrises.

—Hay una docena de arroyos que cruzan el bosque húmedo —dijo Lord Jason, dubitativo—, todos superficiales y cenagosos, no aparecen en los mapas. Ni siquiera llegan a ríos. Los canales siempre están cambiando. Hay incontables bancos de arena, remolinos y marañas de raíces podridas. Y la Atalaya de Aguasgrises se mueve constantemente. ¿Cómo la van a encontrar mis naves?

—Iréis río arriba ondeando mi estandarte. Los lacustres os encontrarán. Quiero que sean dos barcos para duplicar las posibilidades de que mi mensaje llegue a Howland Reed. Lady Maege irá en una y Galbart en la otra. —Se volvió hacia los dos mentados—. Llevaréis cartas para los señores vasallos que me quedan en el norte, pero las órdenes que escribiré en ellas serán falsas por si tenéis la desgracia de caer prisioneros. Si ello sucediera deberéis decirles que navegabais hacia el norte. De vuelta a la Isla del Oso o hacia la Costa Pedregosa. —Dio unos golpecitos en el mapa con el dedo—. La clave es Foso Cailin. Eso lo sabía bien Lord Balon, y por eso envió allí a su hermano Victarion con el grueso de las fuerzas de los Greyjoy.

—Con o sin disputas sobre la sucesión, los hijos del hierro no serán tan idiotas como para abandonar Foso Cailin —señaló Lady Maege.

—No —reconoció Robb—. Seguramente Victarion dejará allí la mayor parte de su guarnición. Pero cada hombre que se lleve será un hombre menos contra el que tendremos que luchar. Y seguro que quiere a su lado a muchos de sus capitanes. Los líderes. Si quiere ocupar el Trono de Piedramar necesitará de esos hombres.

—No tendréis intención de atacar desde el camino alto, Alteza —dijo Galbart Glover—. Los accesos son demasiado angostos. No hay manera de desplegar un ejército. Nadie ha conseguido jamás tomar el Foso.

—Desde el sur —apuntó Robb—. Pero si atacamos a la vez desde el norte y desde el oeste, y tomamos a los hombres del hierro por la retaguardia mientras piensan que se están enfrentando al ataque principal en el camino alto, tendremos posibilidades de victoria. Una vez me reúna con Lord Bolton y con los Frey contaré con más de doce mil hombres. Mi intención es dividirlos en tres frentes y ponernos en marcha por el camino alto con medio día de diferencia. Si los Greyjoy tienen vigilantes al sur del Cuello, lo que verán es que mi ejército entero se dirige hacia Foso Cailin.

»Roose Bolton irá al frente de la retaguardia, y yo me encargaré del grupo central. Gran Jon, vos dirigiréis la vanguardia contra Foso Cailin. Debéis lanzar un ataque tan fiero que los hijos del hierro no tengan tiempo para preguntarse si alguien va a caer sobre ellos por el norte.

El Gran Jon se echó a reír.

—Más vale que los lentos os deis prisa, de lo contrario mis hombres saltarán los muros y conquistarán el Foso antes de que aparezcáis. Os lo tendré envuelto para regalo cuando lleguéis del paseo.

—No me importaría recibir un regalo así —dijo Robb.

—Decís que atacaremos a los hombres del hierro por la retaguardia —intervino Edmure con el ceño fruncido—, pero ¿cómo vamos a situarnos al norte de ellos, señor?

—En el Cuello hay caminos que no aparecen en los mapas, tío. Caminos que sólo conocen los lacustres, senderos angostos entre los pantanos, rutas de agua entre los juncos que sólo se pueden seguir en bote. —Se volvió hacia los dos mensajeros—. Decid a Howland Reed que debe enviarme guías al batallón central, el que llevará ondeando mi enseña, dos días después de que emprendamos la marcha por el camino alto. De Los Gemelos saldrán tres huestes, pero a Foso Cailin sólo llegarán dos. Mi batallón desaparecerá en el Cuello y reaparecerá en el Fiebre. Si nos movemos deprisa después del matrimonio de mi tío, podemos estar situados en nuestras posiciones antes de que acabe el año. Caeremos sobre el Foso desde tres puntos a la vez el primer día del nuevo siglo, cuando los hombres del hierro se estén despertando con martillazos en las cabezas tras pasarse la noche anterior bebiendo aguamiel.

—Me gusta el plan —dijo el Gran Jon—. Me gusta pero que mucho.

—Tiene sus riesgos. —Galbart Glover se frotó los labios—. Si los lacustres os fallan...

—Estaremos como al principio. Pero no me fallarán. Mi padre conocía bien la valía de Howland Reed. —Robb enrolló el mapa y sólo entonces miró a Catelyn—. Madre.

—¿Qué quieres que haga yo? —preguntó poniéndose tensa.

—Quiero que estés a salvo. Nuestro viaje por el Cuello será peligroso, y en el norte sólo nos aguardan batallas. Pero Lord Mallister ha tenido la bondad de ofrecerse a cuidar de ti en Varamar hasta que acabe la guerra. Sé que allí contarás con todas las comodidades.

«¿Es mi castigo por oponerme a él en lo de Jon Nieve? ¿O por ser mujer, y peor todavía, por ser madre?» Tardó un segundo en darse cuenta de que todos los ojos estaban clavados en ella. Comprendió que habían conocido la idea desde el principio. No tendría que haberse sorprendido. Al liberar al Matarreyes no se había granjeado muchas amistades y había oído decir al Gran Jon en más de una ocasión que el campo de batalla no era sitio para una mujer.

La ira se le debía de reflejar en el rostro, porque Galbart Glover se apresuró a hablar antes de que ella dijera nada.

—Su Alteza tiene razón, mi señora. Sería mejor que no vinierais con nosotros.

—Varamar se iluminará con vuestra presencia, Lady Catelyn —intervino Lord Jason Mallister.

—Voy a ser vuestra prisionera —replicó.

—No, señora, seréis una honorable invitada —insistió Lord Jason.

—No quisiera ofender a Lord Jason —dijo Catelyn con rigidez volviéndose hacia su hijo—, pero si no puedo seguir contigo preferiría regresar a Aguasdulces.

—En Aguasdulces he dejado a mi esposa. Prefiero que mi madre esté en otro lugar. Guardar juntos todos los tesoros sólo sirve para poner las cosas fáciles a quien los quiere robar. Después de la boda irás a Varamar, lo ordena el rey. —Robb se levantó, y el destino de Catelyn quedó sellado. El muchacho cogió una hoja de pergamino—. Una cosa más. La herencia de Lord Balon ha sido un caos, y ahí radica nuestra esperanza. No quiero que lo mismo me suceda a mí. Aún no tengo hijos, mis hermanos Bran y Rickon están muertos, y a mi hermana la han casado con un Lannister. He meditado mucho sobre quién podría ser mi sucesor. Sois mis leales señores y como tales os ordeno que pongáis vuestros sellos en este documento como testigos de mi decisión.

«Rey de los pies a la cabeza», pensó Catelyn, derrotada. Su única esperanza era que la trampa que Robb había planeado para Foso Cailin funcionara tan bien como la que le había tendido a ella.

SAMWELL (3)

«Arbolblanco —pensó Sam—. Por favor, que sea Arbolblanco.» Se acordaba de ese poblado, estaba en los mapas que había dibujado cuando viajaban hacia el norte. Si aquella aldea era Arbolblanco, sabría dónde estaba. «Por favor, tiene que ser Arbolblanco.» Lo deseaba con tanta intensidad que durante un rato se olvidó de sus pies, se olvidó del dolor en las pantorrillas y en la base de la espalda, de los dedos rígidos y helados que apenas notaba. Hasta se olvidó de Lord Mormont y de Craster, de los espectros y de los Otros. «Arbolblanco», rezó Sam a cualquier dios que pudiera estar escuchándolo.

Pero todas las aldeas de los salvajes se parecían mucho. En el centro de aquélla crecía un gran arciano... pero un árbol blanco no quería decir necesariamente que aquello fuera Arbolblanco. ¿El arciano de Arbolblanco no había sido un poco más grande que aquél? Tal vez no lo recordara bien. El rostro tallado en el tronco claro era alargado y triste; de los ojos brotaban lágrimas rojas de savia seca.

«¿Era así cuando pasamos por aquí?» Sam no conseguía recordarlo.

En torno al árbol había un puñado de chozas sin divisiones interiores con tejados de hierba, una edificación alargada de troncos cubiertos de musgo, un pozo de piedra, un redil... pero ni rastro de ovejas ni de personas. Los salvajes habían ido a reunirse con Mance Rayder en los Colmillos Helados, llevándose con ellos todo cuanto poseían excepto sus casas. Sam se lo agradeció en silencio. La noche se aproximaba, y sería agradable dormir bajo techo para variar. Estaba agotado. Se sentía como si llevara media vida caminando. Las botas se le caían a pedazos, y todas las ampollas de los pies se le habían reventado y convertido en callos, aunque ya tenía ampollas nuevas debajo de los callos, y los dedos se le empezaban a congelar.

Pero se trataba de caminar o morir, Sam lo sabía muy bien. Elí seguía débil después del parto, además, llevaba al bebé; necesitaba la montura mucho más que él. El segundo caballo se les había muerto tres días después de abandonar el Torreón de Craster. Era increíble que la pobre yegua medio muerta de hambre hubiera aguantado tanto. Probablemente el peso de Sam la había terminado de matar. Podrían haber intentado ir los dos en el mismo caballo, pero tenía miedo de que corriera el mismo destino.

«Es mejor que camine.»

Sam dejó a Elí en la edificación alargada para que encendiera un fuego mientras él se asomaba a las chozas. Las hogueras se le daban mejor que a él, que nunca conseguía que la incendaja prendiera, y la última vez que intentó arrancar una chispa del pedernal y el acero se había cortado con el cuchillo. Elí le vendó la herida, pero tenía la mano dolorida y rígida, y aún más torpe que de costumbre. Sabía que debería lavarse la herida y cambiarse el vendaje, pero le daba miedo mirarse la mano. Además, hacía tanto frío que no quería ni pensar en quitarse los guantes.

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