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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Toda una señora / El secreto de Maise Syer (5 page)

BOOK: Toda una señora / El secreto de Maise Syer
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Sólo quedaba una solución: Basil Alves escaparía al castigo de la justicia legal; pero, en cambio, no se libraría de la justicia del
Coyote
. Sería lógico que si Alves era declarado no culpable.
El Coyote
tomara a su cargo su castigo. Al fin y al cabo, la detención de Alves debíase principalmente a la orden que
El Coyote
había dado a Teodomiro Mateos.

*****

Ricardo Yesares acababa de anotar los gastos de aquella mañana y se disponía a guardar los libros de su contabilidad dentro de la caja de caudales, cuando una llamada a la puerta le distrajo de sus pensamientos.

—Acaban de traer esta carta para usted, señor —anunció uno de los criados de la posada, tendiéndole un sobre cerrado.

Ricardo abrió el sobre y de su interior extrajo esta nota:

Cuando comparezcas ante el tribunal que ha de juzgar a Basil Alves, olvídate de todo lo que viste con relación a la muerte de Natividad Páez. Si lo haces conservarás intacta esta posada. Si hablas demasiado, el fuego consumirá el fruto de todos tus esfuerzos. Reflexiona bien antes de tomar una determinación.

Yesares releyó la carta un par de veces antes de guardarla en su bolsillo. El día antes, había recibido una citación para comparecer como testigo ante el tribunal que debía juzgar a Basil Alves. También se había recibido una citación idéntica para la señora Maise Syer. ¿Habríase recibido otra carta como la suya para aquella dama? Se disponía a salir a averiguarlo cuando le contuvo el inconfundible ruido del cochecillo de don César. Era mejor esperar allí, pues el primero que debía conocer aquel mensaje era el propietario del rancho de San Antonio.

Apenas entró en el despacho, don César observó la preocupada expresión de su amigo. Con una leve sonrisa, preguntó:

—¿Te han prohibido que declares contra Alves?

—¿A ti también? —preguntó en seguida Yesares.

—Acabo de hablar con un caballero enmascarado y con su escopeta. Entre los dos me han convencido de que no debo decir nada de lo que vi. ¿Quién te ha ordenado lo mismo?

Yesares tendió a don César la carta que había recibido. Cuando observó que el mensaje había sido leído, inquirió:

—¿Qué debemos hacer?

—Ya lo he dicho —replicó don César, devolviendo el mensaje—. No decir nada.

—A excepción de la señora Syer, somos los únicos testigos —objetó Yesares—. Y creo que a ella también le han enviado un mensaje parecido al mío.

—Es natural que lo hayan hecho. Seguramente la convencerán como a nosotros.

—Sin embargo, nosotros no podemos tolerar que ese asesino sea declarado no culpable.

Don César se encogió de hombros.

—Las actitudes heroicas resultan absurdas en un posadero y en un hombre como don César de Echagüe. Eso debe tenerse en cuenta.

—Pero nosotros somos…

—¡Cuidado! —previno don César, llevándose el índice a los labios—. En este caso nosotros somos lo que parecemos. Tú debes proteger tu negocio y yo mi hacienda y, sobre todo, a mi esposa.

—Entonces debemos tolerar que a Alves lo dejen en libertad.

—Desde luego. Y una vez se encuentre en libertad,
El Coyote
se encargará de él.

Yesares sonrió.

—Ya comprendo —dijo—. Será castigado casi de la misma forma que si lo hubiesen declarado culpable.

—Efectivamente. Morirá; que es lo que conviene. Aunque me habría gustado más que le hubieran condenado a morir en la horca.

—¿Cómo ocurrió tu encuentro con el que te ordenó que no declarases contra Alves? —preguntó Yesares.

Don César se lo explicó detalladamente, terminando:

—Ya ves que don César de Echagüe se encuentra en una situación peligrosa. Nadie sabe que él es, además,
El Coyote
; porque, si se supiese, la seguridad del
Coyote
estaría al alcance de cualquier audaz. Y no son hombres audaces lo que falta en California. Por lo tanto, don César debe obrar como quien es en apariencia.
El Coyote
se encargará de ajustarle las cuentas a Alves. Luego, inmediatamente, deberás marchar hacia el Norte.

—¿Por qué? —preguntó Yesares—. ¿Qué he de hacer en el Norte?

—Sólo dejarte ver. La inactividad del
Coyote
podría resultar sospechosa en estos momentos en que estoy aguardando el nacimiento de mi segundo hijo. No quiero que se relacione más a don César con
El Coyote
. Eso ha ocurrido demasiadas veces. Además, Guadalupe estará así más tranquila.

*****

Yesares estaba nuevamente solo. Había leído una vez más el mensaje de los amigos de Alves y su nerviosismo se iba calmando. Don César de Echagüe tenía razón. Lo difícil de su doble existencia era olvidarse, en determinados momentos, de que en otros era
El Coyote
o, por lo menos, lo representaba. Un posadero no suele ser nunca un hombre atrevido. Por lo tanto, no deben esperarse de él actitudes heroicas…

Una nueva llamada a la puerta interrumpió los pensamientos de Yesares.

—Adelante —ordenó.

Apareció uno de sus criados; pero antes de que pudiese decir ni una palabra, una enguantada mano de mujer apareció enérgicamente y Maise Syer entró en el despacho, cerrando la puerta tras ella.

Yesares habíase levantado; pero la señora Syer le indicó que se sentara, haciéndolo ella al mismo tiempo.

—¿Qué desea, señora? —preguntó Yesares.

La señora Syer tiró sobre la mesa un papel doblado en cuatro.

—Lea esto —dijo.

Yesares desdobló el papel. En seguida reconoció la letra. En voz alta leyó:

Maise Syer: Usted hizo mucho por salvar a Natividad Páez. No pudo conseguir sus buenos deseos. Ahora puede hacer mucho más para salvar su propia vida. Cuando le pidan que identifique en Basil Alves al hombre que mató a Páez, usted dirá que no puede hacerlo, porque aquel hombre era otro. Basil Alves nunca estuvo en la plaza en el momento en que murió Natividad Páez. Si es usted obediente, podrá seguir disfrutando de la hospitalidad californiana. Si no lo es, el cuchillo que ahora encontrará debajo de su almohada, volverá a encontrarlo hundido en su cuello. No es una amenaza vana. Si tiene buen sentido vivirá tranquilamente y dejará vivir a Basil Alves. Si no tiene sentido, no vivirá para ver lo que le sucede a Alves.

Cuando Yesares levantó la mirada del papel, Maise Syer tiró sobre la mesa una afilada daga de hoja triangular, explicando:

—La he encontrado debajo de la almohada de mi cama. ¿Sabe usted algo de ello?

Yesares movió negativamente la cabeza.

—No, señora. Lo único que sé es que yo también he recibido un mensaje parecido a éste. ¿Quiere leerlo?

Maise Syer alargó la mano hacia Yesares y éste le entregó su carta. Maise la leyó lentamente, y al devolverla y recobrar la suya, preguntó:

—¿Qué piensa usted hacer?

—Sólo puedo hacer una cosa —replicó Yesares.

—¿Cuál? —Inquirió, impaciente, Maise.

—Obedecer la orden.

—¿Por qué?

—No soy más que un simple posadero. Tengo que defender mis intereses, que están acumulados en esta casa.

Maise Syer adoptó una actitud desdeñosa.

—¿Es ése el valor de los californianos? —preguntó.

Yesares encogióse de hombros.

—Cuando no se puede ser león, hay que conformarse siendo zorro. Yo no puedo luchar contra unos enemigos que tienen todas las ventajas de su parte. Otros se encargarán de castigarlos.

—¿Quiénes? —preguntó Maise.

—No sé —respondió, vagamente, Yesares—; pero en California siempre hay alguien que castiga a aquellos a quienes la ley no puede castigar.

—No entiendo nada de eso —refunfuñó la mujer—. Desde luego no pretenderé ser más valiente que usted. Además, sería inútil, pues supongo que los demás testigos serán tan bravos como usted, ¿no?

—Lo ignoro —replicó Yesares.

Maise Syer se puso en pie y, guardando la carta y la daga, salió del despacho del propietario de la posada del Rey don Carlos.

*****

Basil Alves miró a su abogado.

—¿Conoce el texto de esta carta? —preguntó.

John Rudall movió negativamente la cabeza.

—La recibí dirigida a usted y tan llena de sellos de lacre que no me fue posible abrir el sobre. Supongo que la carta dice cómo iba el sobre y no quise exponerne a que me tacharan de demasiado curioso.

—Sí, dice que el sobre lleva cinco sellos —respondió Alves—. Pero no me hubiese extrañado que usted hubiera encontrado la forma de abrirlo.

—No lo abrí; me gustaría saber lo que le dicen.

—¿Cómo recibió la carta? —preguntó Alves.

—Llegó dentro de otro sobre dirigido a mí y acompañada de una nota en la cual se me pedía que la entregase a usted, absteniéndome de abrirla. ¿Se trata de un asunto personal?

—Desde luego. Lamento no poderle informar sobre él. ¿Está seguro de que los testigos no declararán contra mí?

John Rudall hizo un gesto de disgusto. Le molestaba que Alves no tuviese más confianza en él; no por el hecho de la confianza, sino porque no podía enterarse de lo que le decían en aquella misteriosa carta que aquella mañana había aparecido debajo de la puerta de su casa.

—Sé que ninguno declarará contra usted —dijo.

—Lo creo —respondió Alves—. Mañana se celebra el juicio. Avise a mis amigos para que me vayan a buscar a la terminación de la vista.

—¿Quiere algo más? —preguntó secamente Rudall.

—Nada más —replicó Alves. Y comprendiendo lo que motivaba aquella seriedad, dijo—: Mañana o pasado le enseñaré la carta. Hoy podría ser peligroso para los dos.

—¿Por qué ha de resultar peligroso? —inquirió el otro.

Pero Basil Alves no quiso responder a la pregunta de Rudall. Estaba seguro que, de hacerlo, sólo conseguiría alejar de él a su abogado. Éste podía no tener miedo a Mateos ni a ningún otro representante de la ley; pero debía de profesar un gran temor al nombre de quien se le hablaba en el anónimo que le había entregado Rudall.

Cuando éste se hubo marchado, Basil Alves releyó el anónimo. Decía:

Los testigos de la acusación no declararán contra ti, Basil Alves; pero no te duermas en tus laureles. El
Coyote
no te perdonará y, de acuerdo con sus métodos, la misma noche en que salgas de la cárcel te visitará para hacerte pagar tus culpas. Si eres prudente sabrás cómo recibirle. No hay coyote que no pueda caer en alguna trampa si ésta ha sido bien tendida. Tienes amigos que pueden ayudarte. Buenos amigos, ¿no? ¡Utilízalos!

UN AMIGO.

Alves guardó la carta. La noticia era mala; pero hombre prevenido vale por diez que no lo estén. Claro que el enemigo de que le hablaban era muy peligroso. De saber Rudall que
El Coyote
iba a intervenir en aquel asunto, se hubiese apresurado a devolverle el dinero y a desentenderse de todo. Por eso había callado.

Capítulo V: El juicio contra Alves

Un murmullo corrió por la sala al escucharse la respuesta de don César de Echagüe a la pregunta del fiscal.

—¿Está usted seguro de que no reconoce a este hombre? —insistió el acusador, señalando a Alves.

—Estoy seguro —respondió lentamente don César.

El presidente del tribunal tuvo que imponer silencio en la sala. Basil Alves sonrió y su abogado le acompañó en su sonrisa.

—¿No ha oído la declaración del señor Mateos? —insistió el fiscal—. Él dice que presenció el asesinato de Natividad Páez. Y nos ha asegurado que usted se encontraba a su lado. Por lo tanto tuvo que ser testigo, como él, de aquel delito.

—Vi cómo unos hombres querían ahorcar a Natividad Páez; pero no podría reconocer a ninguno —contestó don César.

—¿No le parece extraño eso? —preguntó, sarcásticamente, el fiscal—. Usted ha nacido en esta ciudad y ha vivido en ella durante muchos años.

—Pero entre mis amistades no figura ningún linchador —respondió don César, ahogando un bostezo de aburrimiento.

Sonaron algunas risas que fueron acalladas por el golpear de la maza del juez.

—¿Insiste usted en su negativa de reconocer al acusado?

—Claro.

—Ha jurado decir la verdad, señor Echagüe —recordó el acusador—. Es usted un caballero y no puede faltar a su juramento. No lo olvide.

John Rudall se levantó para protestar de las coacciones que el fiscal ejercía sobre el testigo, entablándose por ello una acalorada discusión entre el fiscal y el defensor. Por fin, el primero llamó a declarar a Ricardo Yesares preguntándole, después de que el posadero hubo prestado juramento, si reconocía en Basil Alves al culpable de la muerte de Natividad Páez.

—No —respondió Yesares, con firme voz—. No fue él.

El fiscal miró interrogadoramente a Mateos, que ocupaba un asiento a su izquierda. El jefe de policía entornó los ojos e hizo como si observara la pregunta que latía en los del acusador. Este dirigióse de nuevo a Ricardo Yesares para preguntarle si conocía particularmente a Alves.

—Ha comido algunas veces en mi establecimiento —replicó Yesares—. Le habría reconocido en seguida.

—¿Quiere decir que reconoció al hombre que mató a Natividad Páez?

—Le reconocería si le viese ante mí —contestó Yesares—. Estoy seguro.

La firme respuesta de Ricardo Yesares descorazonó al fiscal, quien en un último esfuerzo por demostrar la culpabilidad del acusado, llamó a Maise Syer.

Ésta vestía un severo traje verde botella y cubríase la cabeza con una toca de terciopelo del mismo color, de la cual le caía sobre el rostro un velo negro. Prestó juramento y enfrentóse serenamente con el fiscal, quien preguntó:

—¿Ha oído usted la declaración de don Teodomiro Mateos?

—Sí.

—¿Sabe quién es el señor Mateos?

—Sí.

—¿Podría identificarle?

—Sí. Está sentado en aquel banco, con la pierna derecha sobre la izquierda.

—Bien, veo que está segura de quién es el señor Mateos —sonrió el fiscal—. En su declaración, el jefe de policía nos ha dicho que usted y él eran los que estaban más cerca de Natividad Páez cuando el acusado y sus compañeros lo mataron.

Maise Syer permaneció impasible, como si no hubiese oído nada. El fiscal no esperaba aquella reacción y quedó algo turbado. Haciendo un visible esfuerzo, continuó:

—Usted se encontraba en su coche, ¿verdad?

—El coche no era mío —replicó Maise.

—Había sido alquilado por usted. Es lo mismo.

—No es lo mismo —replicó Maise.

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