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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

Titus solo (10 page)

BOOK: Titus solo
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Por un momento no hubo respuesta, pero llegó en seguida. «Uno… dos…»

Fue un «uno… dos» apresurado, no como los golpecitos tentativos que lo habían precedido.

Como si, fuera quien fuera o lo que fuera que estaba o yacía o se arrastraba debajo de la losa, el ánimo del enigma hubiera cambiado. Aquel «ser», fuera lo que fuese, parecía más seguro. Lo que sucedió a continuación fue aún más extraño y amedrentador. Fue mucho más sorprendente que unos golpecitos. Esta vez fueron los ojos los que se sobresaltaron. ¿Qué vieron aquellos ojos que hizo que el cuerpo de Titus se estremeciera? Mientras miraba la losa a la luz de la vela, descubrió que se movía.

Titus saltó hacia atrás y, manteniendo la vela en alto, miró desesperado a su alrededor buscando algo que pudiera utilizar como arma. Sus ojos volvieron a la piedra, que ahora estaba un par de centímetros por encima del suelo.

Desde donde estaba, en el centro de la celda, no podía ver que la losa estaba sostenida por unas manos que temblaban bajo su peso. Lo único que veía era una porción del suelo que se levantaba con una lenta determinación.

Despertar y descubrir que estaba en la cárcel, aquel sonido en la oscuridad, verse enfrentado a algo fantasmagórico… una piedra aparentemente viva que se elevaba secretamente para comprobar las bóvedas supinas… todo esto, unido a la profundidad de su añoranza…, ¿a qué podía llevar sino a la ligereza de la mente? Pero esta ligereza, aunque trajo consigo una especie de risa histérica, no impidió que Titus viera en la silla a medio pintar una posible arma. Así que la aferró, sin apartar los ojos de la losa, y trató de hacerla pedazos, así y asá, hasta que consiguió separar de aquel esqueleto una de las patas delanteras. Con ella en la mano se puso a reír en silencio y se acercó cautelosamente a su enemigo, la piedra.

Pero mientras se acercaba, bajo la losa, que ahora estaba unos diez centímetros por encima del suelo, vio dos muñecas grises.

Las muñecas temblaban por el peso y, mientras Titus no dejaba de mirar, especulando, con los ojos muy abiertos, vio que la gruesa losa empezaba a ladearse y a apoyarse sobre la losa contigua hasta que, poco a poco, todo el peso quedó sobre ésta y en el suelo, un agujero cuadrado.

Las gruesas manos cenicientas se retiraron, llevándose con ellas los dedos… pero un instante después algo apareció en su lugar. Y fue la cabeza de un hombre.

TREINTA Y SEIS

Poco sabía este levantador de losas que su cabeza era la de un dios maltrecho, ni que, con semejante aspecto, al hablar miraba su propia grandeza, pues no podía haber una voz lo bastante tremenda para un rostro como aquél.

—No te asustes —gimoteó, y su voz era blanda como la masa del pan—. Todo va bien; todo es maravilloso; todo es como debe ser. Acéptame. Es lo único que te pido. Acéptame. Me llaman «Viejo Crimen». Seguro que harán algún chiste. ¡Estos chicos! Ja ja. Que haya llegado a ti a través de un agujero en el suelo no significa nada. Deja la pata de esa silla, amigo.

—¿Qué quieres?

—Escúchale —replicó la voz blanda—. «¿Qué quieres?», dice. No quiero nada, querido niño. Sólo tu amistad. Una dulce amistad. Por eso he venido a verte. Para iniciarte. Hay que ayudar al desamparado, ¿no? Ofrecerle un bálsamo y curar sus heridas.

—Pues ojalá me hubieras dejado tranquilo —dijo Titus enfurecido—. Puedes guardarte tu bálsamo.

—¿Te parece bonito? —le recriminó Viejo Crimen—. ¿Tú lo ves normal? Pero lo entiendo. No estás acostumbrado, ¿verdad? Se necesita tiempo para aprender a amar el panal.

Titus comtempló la cabeza leonina.

La voz le había arrebatado toda su grandeza, y Titus dejó la pata de la silla sobre la mesa, a mano.

—¿El panal? ¿Qué es eso? —dijo Titus al cabo. El hombre lo miraba fijamente.

—Querido muchacho, es el nombre que nosotros damos a lo que algunos llamarían prisión. Pero nosotros lo conocemos. Para nosotros es un mundo dentro de otro mundo… Si lo sabré yo, ¿no te parece? Llevo aquí toda la vida… o casi. Los primeros años viví rodeado de lujos. Había pieles de tigre sobre los suelos perfumados de madera de nuestras casas, vajilla y cubertería de oro. El dinero era como las arenas del mar. Pues procedo de un importante linaje. Seguramente habrás oído hablar de nosotros. Somos la familia más antigua del mundo… somos los primeros. —Se apartó un poco del agujero—. ¿Crees que, porque estoy aquí, en el panal, me pierdo algo? ¿Crees que estoy celoso de mi familia? ¿Crees que añoro los platos dorados y las pieles de tigre? ¡No! ¡Ni los reflejos del suelo pulido! He encontrado otros lujos aquí. Y es mi alegría. Estar prisionero en el panal. Así que, mi querido niño, no te asustes. He venido a decirte que tienes un amigo ahí abajo. Siempre puedes llamarme dando unos golpecitos. Contarme tus pensamientos con unos golpecitos. Tus alegrías y tus penas. Tu amor. Envejeceremos juntos.

Titus volvió la cara agriamente. ¿Qué quería decir aquella criatura vil y despreciable?

—¡Déjame en paz! —gritó—. ¡Déjame en paz!

El hombre de la celda de abajo lo miró fijamente. Y entonces se puso a temblar.

—Antes ésta era mi celda —dijo—. Hace muchos, muchos años. Yo era un creador de fuegos. Un «pirómano», como dirían ellos. Yo amaba el fuego. Las llamas lo compensan todo. «Traedme ratones y ratas. Traedme mi cuchillo. Traedme a los nuevos.»

Dio un paso hacia Titus quien, a su vez, se acercó un paso a la pata de la silla.

—Es una buena celda. En otro tiempo fue mía —gimoteó Viejo Crimen—. La aproveché bien, de verdad. Aprendí a conocer su naturaleza. Me dio mucha pena tener que dejarla. Esa ventana es la mejor de toda la cárcel: Pero ¿a quién le importa eso ahora? ¿Dónde han ido a parar mis frescos? Mis frescos amarillos. Mis dibujos, vaya. Dibujos de hadas. Ahora los han cubierto y no queda nada de mi trabajo. Ni rastro.

Levantó su orgullosa cabeza y, de no ser por lo escaso de sus piernas, hubiera podido pasar por Isaías.

—Deja la pata de esa silla en la mesa, chico. Olvídate. Cómete tus migajas.

Titus miró al viejo presidiario y la escarpada grandeza de aquel rostro que lo miraba.

—Has venido al lugar indicado —siguió diciendo Viejo Crimen—. Lejos de esa cosa tan sucia que se llama vida. Únete a nosotros, chico. Serías una baza. Mis amigos son únicos. Envejece con nosotros.

—Hablas demasiado —repuso Titus.

El hombre de abajo estiró sus fuertes brazos lentamente. Su mano derecha se cerró sobre los bíceps de Titus y, conforme apretaba, Titus percibió una fuerza maligna, la sensación de que el poder de Viejo Crimen era ilimitado y que, de haber querido, hubiera podido arrancarle el brazo sin esfuerzo.

Pero lo que pasó es que de un tirón atrajo a Titus a su lado y, muy por detrás de la falsa nobleza de su semblante, Titus vio arder dos pequeños fuegos que no serían mayores que cabezas de alfiler.

—Quería hacer tantas cosas por ti… —dijo el hombre de abajo—. Quería presentarte a mis colegas. Quería enseñarte todas las vías de escape… si te interesaba… quería hablarte de mi poesía y de dónde encontrar rameras. Después de todo no hay necesidad de ponerse enfermo, ¿verdad? Eso no estaría nada bien. Pero dices que hablo demasiado, así que haré algo muy distinto y te partiré el cráneo como si fuera la cáscara de un huevo.

En un visto y no visto, el hombre soltó a Titus, retrocedió y, levantando la mesa sobre su cabeza, se la arrojó con todas sus fuerzas. Pero a pesar de su rapidez, ya era tarde. En cuanto Titus vio que echaba mano de la mesa, saltó a un lado, y el pesado mueble se estrelló contra la pared.

Al volverse de nuevo hacia aquella criatura musculosa y de pecho imponente, Titus se sorprendió, porque oyó que sollozaba. Su adversario estaba de rodillas, con su inmenso rostro arcaico enterrado entre las manos.

Sin sabe qué hacer, Titus volvió a encender una de las velas que antes estaban sobre la mesa y se sentó sobre el catre, el único mueble de la celda que no estaba destrozado.

—¿Por qué has tenido que decirlo? ¿Por qué? ¿Por qué? —decía el hombre sollozando.

«Oh, Dios —dijo Titus para sus adentros—, ¿qué he hecho?»

—¿Así que hablo demasiado? Oh, Señor, hablo demasiado.

Una sombra cruzó el rostro de Viejo Crimen. Y en ese mismo momento oyeron el pesado sonido de unos pies del otro lado de la puerta, tintineo de llaves y luego una que giraba en la cerradura. Viejo Crimen se puso en movimiento al punto y, para cuando la puerta empezó a abrirse, ya había desaparecido por el agujero del suelo.

Sin saber apenas qué hacía, Titus arrastró el catre, lo dejó sobre el agujero y se tumbó justo en el momento en que la puerta se abría.

Un guarda entró con una antorcha. Iluminó la habitación con ella, deteniéndola un momento sobre la mesa rota, la silla rota, y el joven supuestamente dormido.

Cuatro zancadas lo llevaron junto a Titus, a quien obligó a incorporarse para volver a tumbarlo con un brutal golpe en la cabeza.

—¿Es que no puedes esperar a la mañana, chucho sarnoso? —gritó el guarda—. ¡Ya te enseñaré yo a controlar el mal genio! ¡Ya te enseñaré a romper cosas! —Miró a Titus con expresión furiosa—. ¿Con quién estabas hablando? —exclamó, pero Titus, que estaba medio atontado por el golpe, difícilmente podía contestar.

Cuando despertó de madrugada, pensó que todo había sido un sueño. Pero el sueño parecía tan vivido que bajó de la cama y se puso a escudriñar el suelo en la penumbra.

No había sido ningún sueño; ahí estaba la pesada losa. Así que la movió centímetro a centímetro hasta que la devolvió a su sitio. Pero justo antes de que el agujero quedara por fin cerrado, Titus oyó la voz del anciano desde allá abajo, blanda como unas gachas.

—Envejece conmigo… —decía la voz—. Envejece conmigo.

TREINTA Y SIETE

Una tenue luz ardía sobre la cabeza de su señoría. En el interior del juzgado se oía a alguien sacando punta a un lápiz. Una silla crujió y Titus, que estaba de pie en el banco de los acusados, palmeó las manos, porque era una mañana espantosamente fría.

—¿Quién está aplaudiendo? —preguntó el magistrado, saliendo de su ensoñación—. ¿He dicho algo profundo?

—No, en absoluto, señoría —respondió el secretario del tribunal, un hombre grande con la cara picada por la viruela—. Es decir, su señoría no ha hecho ningún comentario.

—El silencio puede ser muy profundo, señor Droguen. Mucho.

—Sí, señoría.

—Entonces ¿qué ha sido eso?

—Ha sido el muchacho, señoría. Está dando palmadas para calentarse las manos, supongo.

—Oh, claro. El muchacho. ¿Qué muchacho? ¿Dónde está?

—En el banco de los acusados, señoría.

El magistrado, frunciendo el ceño ligeramente, se echó la peluca a un lado y luego volvió a ponerla en su sitio.

—Me parece que su cara me suena —tanteó.

—Y así es, señoría —confirmó el señor Droguen—. Este prisionero ha estado ante vos en varias ocasiones.

—Eso lo explica todo —dijo el magistrado—. Y ¿qué ha hecho esta vez?

—Si me permite recordárselo, señoría —comentó el secretario grande y con la cara picada por la viruela, no sin una nota de malhumor en su voz—, ha tratado su caso esta misma mañana.

—Sí, es verdad. Ahora me acuerdo. Siempre he tenido una excelente memoria. Imagine un magistrado sin memoria.

—Me lo estoy imaginando, señoría —ironizó el señor Droguen al tiempo que, con ademán irritado, pasaba unos papeles sin relevancia.

—Vagancia, ¿no era eso, señor Droguen?

—Sí, eso era —dijo el secretario—. Vagancia, daños y violación de la propiedad.

Volvió su rostro grande y macilento hacia Titus y levantó la comisura del labio superior, enseñando los dientes como un perro. Y entonces, como si actuaran por propia voluntad, sus manos se hundieron en las profundidades de los bolsillos de sus pantalones como dos zorros que desaparecen de pronto en su guarida. El tintineo amortiguado de monedas y llaves dio la impresión momentánea de que había algo juguetón en el señor Droguen, algo de playboy. Pero esta impresión se desvaneció de inmediato. No había nada en las facciones graves y sombrías de aquel hombre, ni en su postura o en su voz que pudiera corroborar esta idea. Sólo el tintineo de las monedas.

Pero aquel sonido, si bien amortiguado, le recordó a Titus algo semi olvidado, una música terrible y sin embargo íntima; de un frío reino; de cerrojos y corredores de losas; de intrincadas verjas de hierro corroído; de pedernales, viseras y picos de pájaros.

—Vagancia, daños y violación de la propiedad —repitió el magistrado—, sí, sí, lo recuerdo. Cayó desde el tejado de alguien. ¿No era eso?

—Exactamente, señor —confirmó el secretario del tribunal.

—¿Sin medio conocido de subsistencia?

—Eso es, señoría.

—¿Sin techo?

—Sí y no, señoría —dijo el secretario del tribunal—. Él habla de…

—Sí, sí, sí, sí. Ya lo recuerdo. Un caso difícil, un joven difícil… Recuerdo que había empezado a cansarme de su oscuridad.

El magistrado se inclinó hacia adelante apoyándose en los codos y descansó el mentón alargado y huesudo sobre los nudillos de sus manos cruzadas.

—Es la cuarta vez que te tengo ante mí y, por lo que puedo ver, todo este asunto no ha sido más que una pérdida de tiempo para el tribunal y un engorro para mí mismo. Tus respuestas, cuando las hay, han sido absurdas, abstrusas o fantásticas. No puedo permitir que esto continúe. Tu juventud no es excusa. ¿Te gustan los sellos?

—¿Los sellos, señoría?

—¿Los coleccionas?

—No.

—Es una pena. Tengo una rara colección que se está pudriendo. Ahora escúchame. Ya has pasado una semana en la cárcel… pero lo que me preocupa no es el hecho de que seas un vagabundo. Es una actividad honrada, aunque punible. Lo que me preocupa es que seas una persona obtusa, sin raíces. Parece ser que conoces algo que nosotros desconocemos. Tu forma de comportarte es extraña, tus palabras no tienen sentido. Te lo volveré a preguntar: ¿qué es eso de Gormenghast? ¿Qué significa?

Titus volvió el rostro hacia el estrado. Si había un hombre en quien podía confiar era aquel magistrado. Anciano, arrugado como una tortuga, con unos ojos puros como cristal gris. Pero Titus no contestó, y se limitó a restregarse la frente con la manga de la chaqueta.

—¿Has oído la pregunta de su señoría? —dijo una voz junto a él. Era el señor Droguen.

—No sé qué ha querido decir con esa pregunta —repuso Titus—. Ya puestos podía preguntarme qué es mi mano. ¿Qué significa? —Y la levantó con los dedos extendidos como una estrella de mar—. O mi pierna. —Y, apoyándose sobre una pierna, se puso a sacudir la otra como si estuviera suelta—. Perdonadme, señoría, no os entiendo.

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