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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

Tirano II. Tormenta de flechas (8 page)

BOOK: Tirano II. Tormenta de flechas
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Al cuarto día, la asamblea lo nombró arconte.

Regresó al cuartel y conversó con Filocles y Diodoro durante horas, y luego se sentó en la silla curul de marfil que había en el ágora y anunció el funeral de Cleito.

El día del funeral prometía ser cálido y soleado, y la procesión comenzó a formarse bajo las estrellas de la madrugada, el primer cielo raso y estrellado que veían desde hacía días. Diodoro y los hippeis se congregaron antes del primer arrebol del amanecer en la arena del hipódromo. Tenía buenos oficiales a su mando, hiperetas veteranos, y todos los hombres de las filas habían servido al menos en una batalla; algunos, en tres.

Niceas gruñó:

—No tienen el mismo aspecto que el año pasado.

Kineas se frotó el mentón y, aunque no era un día para risas, sonrió.

—No —confirmó. A medida que se acostumbraba al poder, iba aprendiendo a hablar menos y pensar más—. Desde luego que no.

Niceas gruñó otra vez:

—El tiempo pinta bien. El cielo está despejado.

Detrás de él, los hippeis iban entrando en la formación. Si la mañana de la gran batalla se habían congregado quinientos soldados, menos de cuatrocientos lo harían ese día.

Los supervivientes del cuarto escuadrón de Cleito, ahora al mando de Petroclo, eran los más fuertes. Su unidad se había incorporado tarde a la batalla y participado sólo en la carga final, y pese a estar formada por los hombres de más edad, la experiencia y los buenos caballos los habían mantenido a casi todos con vida.

Pero Nicomedes había muerto; y su hipereta del tercer escuadrón, Ajax de Tomis, yacía en un sudario de lona, bien cosido, listo para embarcar rumbo a Tomis, donde su padre le daría sepultura. Su escuadrón se había enfrentado solo a la caballería macedonia y casi todos sus hombres acabaron pereciendo. Los supervivientes formaban una fila silenciosa en el segundo escuadrón.

Leuconte había muerto bajo la lluvia y la confusión de la incursión nocturna, y Eumenes, pese a sus tres heridas y la traición de su padre, encabezaba el primer escuadrón al lado de Cliomenedes. El padre de Eumenes, Cleomenes, había desempeñado un papel decisivo en la rendición de la ciudad a los macedonios, bien por buscar su propio beneficio o porque sinceramente creyera que Macedonia prometía un futuro más próspero a la ciudad. Murió en el mar de hierba, no sin haber convertido a su hijo en un hombre rico y sumamente impopular.

Clío era el más joven de sus oficiales, el hijo adolescente de Petroclo, que había comandado el escuadrón durante la angustiosa última hora de la gran batalla y se esforzaba en mantener su autoridad pese a su popularidad y evidente coraje. Ambos tenían a sus órdenes a los jinetes más jóvenes, y su escuadrón había conocido el combate más largo, si no el más duro. Los hogares de los ricos, arracimados en torno a la estatua de Apolo, seguían estando llenos de heridos de este escuadrón; de ahí que, por el momento, sólo veinte soldados estuvieran en condiciones de desfilar.

Sólo el segundo escuadrón, a las órdenes de Diodoro y ahora compuesto por todos los jinetes mercenarios, parecía preparado para otro día de batalla. Un verano de campaña había convertido a Diodoro en un buen oficial, y el galo Antígono era el perfecto hipereta: sereno, autoritario y eficiente. Su nombramiento simplificó la integración de la antigua guardia de escolta del tirano, porque hablaba su idioma y podía reclamar ciertos privilegios de nacimiento que impresionaban hasta al mismísimo Hama, su caudillo. Había casi un centenar de celtas, todos ellos jinetes natos. La reciente enemistad no significaba nada para ellos, que otorgaban más importancia a sus interminables tabúes y rituales. Un oficial griego no tardaría en acabar harto de ellos. Antígono no tenía ese problema. Pero, por razones políticas, sólo Hama y una decena de sus celtas cabalgarían con el segundo escuadrón en el desfile. El resto permanecía en sus barracones. Aquél era un desfile de vencedores.

También estaba Herón. Aquel joven tan alto no era menos desgarbado en la silla que caminando por la hierba, e incluso el más alto de los caballos de batalla capturados era demasiado pequeño para él. Su escuadrón, hombres de la ciudad vecina de Pantecapaeum, que en realidad no estaban al mando de Kineas, también habían participado en la desesperada defensa de Nicomedes en el flanco izquierdo del ejército. Habían tenido más suerte y podían contar cincuenta sillas llenas. Pero la suya había sido una amarga victoria. Ahora eran exiliados. La victoria en la gran batalla había otorgado poderes a la facción democrática de su ciudad, y el escuadrón de hombres ricos, aristócratas hasta el último soldado, ya no era bien recibido en casa.

Kineas y Diodoro habían sido víctimas de un caso semejante. Sabían lo mucho que dolía el exilio: conocían la humillación y el sinfín de desaires que los ciudadanos imponían a los hombres sin estado. Pero Herón era un tipo difícil que se anclaba en su rencor, desdeñando cualquier intento por mejorar su suerte, y sus hombres seguían su ejemplo. Permanecían con Kineas porque, en su mayoría, no tenían adonde ir.

Por último, formados en el extremo izquierdo de la línea de hippeis, estaban los veinte sakje de Ataelo, la mitad de ellos mujeres. Lucían extrañas combinaciones de armaduras sakje y griegas, montaban caballos caros e iban cubiertos de oro. Resultaban exóticos y peligrosos, y participarían en el desfile pese a las protestas de ciertas facciones de la ciudad, igual que los sármatas.

Todos los supervivientes habían sacado provecho de la batalla, haciéndose con lo mejor de los caballos de combate y las armaduras macedonios. El día de la batalla, los caballos macedonios estaban famélicos y cansados, pero un mes en las praderas, incluso bajo la lluvia, les había devuelto parte de su espíritu, y cinco días de acceso a los graneros de la ciudad se tradujeron en que hasta el último hombre fuera montado como un príncipe.

Diodoro fue al encuentro de Kineas a medio galope y lo saludó con decisión, llevándose el puño al peto. Kineas le correspondió.

—Ha dejado de llover —observó Diodoro. Sonrió; sus angulosas facciones y pecosas mejillas irradiaban placer. Disfrutaba mandando, y el futuro le preocupaba menos que a Kineas—. Quizás haya esperanza, después de todo —agregó—. La verdad es que tienes muy buen aspecto.

—¿Por qué demonios estás tan contento? —preguntó Kineas.

—Estoy harto de la lluvia. Y Coeno se encuentra mejor. Anoche le bajó la fiebre. Y comió. —Diodoro se echó el yelmo hacia atrás y el pelo rojizo le asomó a la frente—. Tienes que verle. Es un regalo de los dioses.

El humor de Kineas mejoró de inmediato. Coeno, uno de sus más viejos amigos, uno de sus mejores hombres, había sido dado por muerto.

De modo que Kineas tuvo un aspecto diferente cuando ocupó su lugar al frente de los hippeis y los condujo a las calles, a través de las puertas de la ciudad y por el linde del mercado hasta el lugar donde los sacerdotes de Apolo aguardaban con la falange, todos los hombres de la ciudad. Había sitios vacíos en la falange, igual que entre los hippeis; pero, con el ánimo renovado, Kineas se alegró al ver que en las filas también había hombres que habían regresado a la ciudad en los carromatos de los heridos.

Cada mañana, dos o tres heridos se probaban la armadura y, o bien volvían vencidos a sus camastros, o bien se abrían paso entre una niebla de mareo y debilidad para asistir a la asamblea de tropas. Los restablecimientos habían alcanzado su apogeo. Kineas, que visitaba a los heridos dos veces al día, abrigaba pocas esperanzas para los hombres que seguían perdiendo peso o cuyas heridas seguían provocándoles fiebre.

Sitalkes, el chico geta, era uno de ellos. Coeno había sido otro, con heridas leves que de pronto se habían infectado, pues llevaba postrado desde que el ejército dejara a Marthax. Si él se había recobrado, aún había esperanza para los demás.

El movimiento en el campamento sármata lo sacó de su ensimismamiento. El príncipe Lot iba montado a lomos de una yegua macedonia. Saludó a Kineas con el brazo y éste le correspondió. Un vistazo por encima del hombro le bastó para saber que Menón aún tardaría un rato en tener a la falange en orden.

Apretó las rodillas contra su caballo de combate macedonio y cabalgó a medio galope por la hierba segada, sufriendo dolores atroces en la cadera con el ritmo de los cascos de su corcel sin nombre.

Lot le dio la bienvenida alzando el puño.

—¡La lluvia cesa! —exclamó en griego. Señaló el cielo a espaldas de Kineas, donde se veían nubes azul oscuro en el horizonte oriental que parecían el vidriado de una costosa vasija.

—La lluvia cesa —confirmó Kineas. Los sármatas habían luchado en todas las acciones que había dirigido Kineas. La superioridad de su armadura y su destreza para el combate había mantenido a muchos de ellos con vida a pesar de la paliza recibida, y la mayor parte de sus sillas estarían ocupadas si formaran. Su yeguada, reforzada por su parte del botín macedonio y geta, constaba de casi mil caballos que guardaban por turnos muchachas bien armadas y que estaban dejando sin grano a los granjeros de Olbia, otro problema al que Kineas se tenía que enfrentar.

—La lluvia cesa y el suelo vuelve a ser duro —constató Lot—. El suelo duro hace bueno el camino hacia el este. —El príncipe sármata se arrimó a Kineas—. Necesito cabalgar; necesito estar en casa.

Kineas se pasó al sakje, idioma en el que se expresaba con poca naturalidad pero que Lot manejaba con fluidez.

—Al menos un mes hasta que cabalguemos, primo —dijo.

Kineas había adoptado la costumbre de dirigirse a los grandes jefes tribales como primos, mayores o más jóvenes según dictaran la edad y el rango.

Lot tenía un magnífico, aunque bárbaro, bigote rubio, y con la mano derecha solía separárselo y enrollar las puntas, hábito que a veces los hombres imitaban a sus espaldas.

—Necesito cabalgar —repitió en sakje—. Mi sobrino me preocupa.

Kineas se encogió de hombros.

—¿Sobrino? —preguntó, tratando de adivinar a cuál de los numerosos sármatas o incluso sakje consideraría su sobrino.

—El hijo de la hermana de mi esposa. Mi heredero. Me preocupa. —Lot dirigió la mirada hacia el mar de hierba como si pudiera verlo cabalgando en la distancia—. Nunca pensé estar fuera tanto tiempo. —Parecía apesadumbrado—. No sabía que el mar de hierba fuera tan extenso.

Kineas levantó una mano para hacerlo callar. Lot había cumplido con creces para alcanzar la victoria en el vado del río Dios. Desde aquel día, no había dejado de insistir a los sakje y a los griegos en que lo siguieran al este, donde su tribu y las demás de la confederación masageta, los sakje orientales, estaban siendo hostigados por Alejandro. Y los cinco días de espera en Olbia le estaban poniendo los nervios de punta.

—¡Paciencia! —aconsejó Kineas—. Hoy lloramos a nuestros muertos.

Lot inclinó la cabeza. Luego hizo una seña a sus nobles, que salieron en fila hacia la columna. Niceas les había guardado sitio; eran extranjeros, pero también aliados, y junto con el pequeño escuadrón de prodromoi de Ataelo representaban a todo el reino de los sakje del mar de hierba.

Un reino que quizás ahora fuese enemigo de Olbia. Kineas sacudió la cabeza para despejarse, porque aquél era día de luto y la política tendría que esperar.

Eladio, ahora sumo sacerdote de Apolo, fue a su encuentro. Eladio era un sacerdote anciano y muy conservador, pero se había mantenido firme en la falange. Menón había reparado en que el viejo loco había finalizado la batalla en primera línea.

—¿Encabezarás la procesión? —preguntó Eladio.

Kineas negó con la cabeza.

—No. Retomaremos las costumbres de la ciudad anteriores a la llegada del tirano. Delante irán los sacerdotes de Apolo, seguidos por los hippeis, los aliados y la falange, y luego el cuerpo de Cleito y su guardia de honor. Yo cabalgaré con ellos.

Eladio asintió.

—El dios te sonríe, arconte —dijo—. He interpretado los augurios para ti durante todo el verano, y digo que eres querido por todos los dioses, por Apolo y Atenea más que por ningún otro.

Kineas evitó, por bien poco, contestar con cinismo. El orgullo desmedido nunca era bien recibido, y Eladio no era un mojigato. Al menos, no del todo.

—¡Gracias! —repuso Kineas con prudencia.

El cortejo fúnebre salió a su hora porque el ejército llevaba un verano entero de campaña a sus espaldas. Los sacerdotes cantaron, y la falange oyó la melodía y cantó con ellos, escandalizando a los sacerdotes más jóvenes que no habían servido en el ejército. Y luego, cuando la procesión traspasó las puertas, Eladio entonó el pean, y todos los soldados se le unieron, miles de gargantas esforzándose para alabar a Apolo, el mismo cántico que había templado sus nervios en los últimos segundos antes de la carga macedonia. Delfines de oro se alzaban a ambos lados de la puerta, el templo de Apolo era visible al final de la larga avenida de los dioses y el pean seguía elevándose a los cielos con su letra de reverencia y victoria. Kineas se sintió incapaz de cantar, porque el llanto le había hecho un nudo en la garganta, y cuando se volvió para ver la columna vio que muchos hombres lloraban abiertamente mientras cantaban; sin embargo, la fuerza del pean crecía como si todas las voces que faltaban también estuvieran allí, y por un momento la distinción entre el mundo y…
el mundo se desdibujó y Kineas oyó a Ajax a su lado, su voz pura llena de orgullo, y la más áspera de Nicomedes también resonaba en su oído, y la de Agis, que reverenciaba al dios, y a muchos otros
.

Cuando el panegírico terminó, había tantos hombres llorando que parecía que el propio dios padeciera. El templo devolvía el eco de sus lamentos a través del ágora, sonido que magnificaban los hombres demasiado heridos para desfilar pero formados en filas ordenadas a los pies de la escalinata del templo, y también las mujeres, madres y hermanas y amantes y esposas.

Los soldados de caballería que portaban las cenizas de Cleito subieron la escalinata y las depositaron donde Kineas y Petroclo habían colocado una estatua de bronce de Niké procedente de la casa de Nicomedes. Los sacerdotes celebraron el oficio divino en el templo y bendijeron al pueblo y la ciudad, y entonces Eladio levantó los brazos y se volvió hacia Kineas.

Kineas desmontó de su corcel macedonio y subió la escalinata, el muslo le escocía a cada paso que daba, haciendo que el ascenso resultase lento y doloroso. Se detuvo bajo la estatua de Niké, de modo que las alas quedaron sobre su cabeza, y se volvió hacia el gentío.

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