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Authors: John Marks

Tierra de vampiros (44 page)

BOOK: Tierra de vampiros
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Bajé de la cama. Me senté al lado de la dulzura de su cuerpo. Él miraba al frente, como si yo continuara sentada encima de él. Le besé en los labios. Quizás en esa otra realidad, en la cual Ian caminaba y hablaba, nosotros nos habíamos casado y yo estaba embarazada y feliz. Lo deseaba. Pero en esta vida, habíamos acabado. Me puse la ropa y abandoné el apartamento.

A Julia le desagradaba estar en la oficina un domingo por la tarde. Siempre le había desagradado. Si uno iba a la oficina un domingo, eso significaba que se había producido un desastre u otro. Significaba que la pieza necesitaba una cirugía de última hora, o bien que había ocurrido una calamidad de importancia en alguna parte del mundo y que uno debía elaborar unas breves líneas acerca de esa desgracia, a toda prisa.

Ese domingo en especial, fue una calamidad todavía peor la que la llevó a la planta veinte. Salió del ascensor. Directamente delante de ella, sonriente y sorprendido de verla, se encontraba Menard Griffiths.

—¿Qué? ¿Haciendo unas cuantas horas extras? — comentó ella, antes de que él tuviera tiempo de preguntar nada.

Él asintió con la cabeza.

—Habrás oído las noticias, seguro. Todo el mundo va a volver mañana. Algunos de ellos ya están aquí ahora.

—¿De verdad? ¿En la planta? — Julia continuó caminando.

—Y tanto. Eh, eh. Tengo que mirar la bolsa.

—Me tomas el pelo.

—Ojalá, pero, ya sabes, con todas esas cosas raras y toda la gente a punto de llegar, quieren la máxima seguridad. Todas las bolsas deben ser registradas. Tráela aquí.

Eso era tener mala suerte. Menard nunca le había registrado la bolsa antes. Ella había amontonado algo de comida y una muda de ropa encima de la bolsa de cerillas y del cuchillo para cortar las mechas.

Ya había guardado los C-4 en el suelo, gracias a dios, porque si no, hubiera tenido graves problemas. Tendría que contestar sus preguntas acerca de las cerillas y el cuchillo, pero podía manejarlo. La comida atrajo su interés.

—Oh, oh, ¿qué hay aquí?

Ella no respondió, al principio. Contemplaba a Menard y pensaba que sería mejor para él si descubría sus planes. Sería mejor para él y para ella. Si sucedía lo peor y alguien resultaba herido por la explosión, ese amable hombre después cargaría con la culpa de su negligencia. Los guardas de seguridad siempre eran considerados responsables de algo así, y ella era una mujer amante de la paz que hacía mucho tiempo que había renunciado a la violencia como vía de acción política. Él sacó la comida y la olió con expresión de decepción.

—Ensalada de pollo.

La dejó a un lado con desdén y volvió a introducir la mano en la bolsa, por entre la ropa, y se detuvo. Sacó las cerillas y el cuchillo. La miró.

—¿Utilizas esto, Julia? — preguntó, perplejo ante esos objetos-. ¿Para tu trabajo?

—Sí, Menard.

A él no le importó. No pensó ni por un momento que ella podía ser un problema.

—Vale. Sólo estoy comprobando.

Metió los objetos de nuevo dentro de la bolsa. Ella le observó con una repentina sensación de agotamiento. Deseó que llegara el día de mañana y que la lucha hubiera terminado. Menard pareció percibir su abatimiento. Insistió en salir de detrás de su mesa y en darle un abrazo. Antes de que ella tuviera tiempo de decirle que no y alejarse, él la abrazó. Luego le dio un apretón en los hombros y miró la bolsa.

—Nos vemos -le dijo ella.

—Costillas -pidió él-. La próxima vez tráeme costillas.

—No puedo comerlas.

—Un buen rollito de langosta, entonces, o…

Él se quedó murmurando solo a pesar de que ella ya se había alejado y no podía oírle. Cuando hubo entrado en su oficina, cerró la puerta, sacó la comida y las ropas y dejó la bolsa debajo del sofá, al lado de la caja de artillería. Sacó la caja, quitó la tapa y echó un vistazo. Allí estaban, seis barras envueltas en papel de embalar. La idea era sencilla. Quería hacer volar esa mierda. No, no era eso. Ella creía que Austen iba a necesitar un poco de ayuda para convencer a los demás de su historia. Desenvolvió una de las barras y le pareció suave y fría al tacto, un explosivo de treinta centímetros de largo de color crema. Le pareció oír unos pasos al otro lado de la puerta. Se quedó inmóvil. Era posible que hubiera gente por allí. Menard había dicho que una parte de los empleados que venían desde el otro lado del Atlántico ya se encontraban en la planta. Sally Benchborn había vuelto de Japón. Le había dejado un par de mensajes a Julia en el buzón de voz en los que le preguntaba acerca del progreso de la película, pero Julia no le había devuelto las llamadas. ¿Estaba Sally merodeando al otro lado de la puerta? Ese momento de alarma pasó. Julia envolvió otra vez el C-4 y lo volvió a colocar en la caja. Volvió a concentrarse en su plan, repasó los detalles. Para ella, una pequeña explosión en el callejón del magreo, programada para la hora en que iba a realizarse la reunión, podría aminorar la amenaza. Sería una pequeña mentira, se dijo, que reafirmaría una gran verdad. Si resultaba que la explosión destrozaba esas cajas, tanto mejor. Julia sabía que las cajas eran parte del peligro. Había visto cómo Evangeline Harker las miraba. Recordaba muy bien la noche en que había visto algo en ese pasillo. Casi esperaba que su enemigo se encontrara durmiendo en una de esas cajas. Esa idea la hacía estremecer y la apartó de su mente mientras tapaba la caja.

Se oyeron unos golpes rápidos en la puerta. Sally era implacable. Era domingo, por dios. La manecilla de la puerta giró y Julia se alegró de haber cerrado la puerta. Seguramente su productora había visto la caja y quería saber qué contenía. Nada se le escapaba nunca a Sally Benchborn. Hubo una larga pausa y luego se oyó un golpe de llamada menos urgente. Fuera quien fuese, no estaba dispuesto a irse. Julia deslizó la caja debajo del sofá y dijo:

—Un segundo.

Se colocó bien el pantalón y se preparó a decir la verdad acerca de la cantidad de trabajo que había hecho sobre la historia de Japón, que era nada. Abrió la puerta del todo.

Remschneider, un metro ochenta y tres, noventa kilos, la fulminó con la mirada. Sus labios estaban flácidos, húmedos y oscuros. Tenía un cuchillo en la mano.

Señor: Todavía ni una palabra de su parte. De acuerdo. Es domingo y, ante mi sorpresa, los productores han empezado a dejarse ver en la casa. Sally Benchborn está aquí, no deja de quejarse y gimotear, lleva algo en una maleta grande, probablemente sus preciosas cintas. He oído algunas conversaciones. Ya han intuido que ha llegado el momento de que el viejo guardián dimita. Doug Vass y las mujeres se marcharán también. Expresan una rabia superficial y una profunda curiosidad. Vilipendian a la dirección y especulan acerca de los motivos. Apuestan qué palabras se pronunciarán durante el discurso y predicen recortes en el trabajo y cosas peores. Los índices de audiencia caerán en picado. La calidad decrecerá. Pero quizá sea lo mejor, susurran en secreto. Están tan ciegos como solamente pueden estarlo los periodistas de éxito. Su gran historia, para ellos, para lo que han sido siempre y lo que serán, la tienen justo aquí delante, y a pesar de ello creen que lo único que está en juego es una reorganización profesional. Así es como caen los grandes imperios. Así que deme órdenes. Ansío recibir órdenes. Mientras tanto, mientras no se me diga lo contrario, permaneceré sentado en la esquina de la sala de visualización, justo al lado de Bob Rogers, y tomaré notas en mi portátil. Stimson.

Julia dio un puñetazo en la nariz a Remschneider, pero él se agachó a pesar de su estatura y consiguió atravesar la puerta como una tambaleante masa de carne. Ella se apoyó en una esquina de la habitación y le tiró cintas a la cabeza. Aprovechó un momento en que él tropezó para arañarle las mejillas e intentar escapar por uno de los costados de él; se impulsó, falló y cayó a sus pies. La caja de explosivos de debajo del sofá quedó a la altura de sus ojos. Se arrastró hacia ella, alargó la mano y agarró una barra. Antes de que tuviera tiempo de hacer nada con ella, Remschneider la sujetó por el cuello y la izó con ambas manos. La apartó de la puerta y la empujó contra la pared del fondo. Ese hombre apestaba a todas las excrecencias posibles. Había asesinado a sus colegas. Movía los labios, estaba hablando, en voz baja, en un susurro. «Un ritual -pensó ella-. Va a cortarme la garganta.» Oyó «Lubyanka, Vorkuta» y el resto de palabras. Luchó contra él, le empujó, pero él hizo fuerza como un zombi y la forzó contra la pared. Ella intentó agarrar el cuchillo. Él aumentó la presión en su garganta. Él era demasiado grande y ella sintió que le fallaban las fuerzas, que se quedaba sin aire en los pulmones. Él se estremeció, perplejo, y abrió mucho los ojos. El cuchillo le cayó de la mano, la presión sobre el cuello de ella aminoró y él cayó hacia delante, como en un intento de sujetarla con todo su cuerpo. Abrió la boca esforzándose por respirar, escupió saliva, la boca se le abrió en un rictus de sorpresa. Vomitó sangre. Sally Benchborn apareció en el alféizar de la puerta con el chal rosa y el Einfeld auténtico de la guerra de secesión entre los brazos, la bayoneta manchada de sangre.

24 de mayo,

a última hora de la tarde

Evangeline apareció ante mi puerta a las ocho, colorada a causa de alguna emoción. Tenía el ceño fruncido. Yo quería hablar con ella acerca de la reunión de mañana e intentaba que me diera su consejo. Pero nada más. Ella estaba mucho más perjudicada de lo que yo había imaginado.

—Tengo que decirte una cosa ahora mismo -dijo-. No puedo esperar ni un minuto más.

Era evidente que había caminado ochenta manzanas de la ciudad. Yo le dije que ella estaba todavía demasiado débil para realizar ese tipo de esfuerzos y me dirigió una mirada poco amistosa. En retrospectiva, comprendo por qué. Quizás estuviera trastornada, pero no era en absoluto frágil.

Le dije que esperaríamos a Julia Barnes, que también estaba invitada, mientras le servía un vaso de whisky escocés como medicina, a pesar de que ella lo miró con un desagrado evidente. Pero vació el vaso de un trago y pidió otro. Se negó a quitarse el abrigo.

—¿Cómo está Robert?

Se encogió de hombros: una respuesta inquietante. Julia Barnes llegó y, con ella, Sally Benchborn, a quien yo nunca he conocido bien. Algo había ocurrido, era evidente. Entre ellas se hizo un silencio cargado de significado. Le pregunté a Julia si todo iba bien y ella asintió con la cabeza. Les serví a ambas un whisky irlandés.

Evangeline nos increpó:

—¿Estamos listos, ahora?

Las mujeres no habían tenido tiempo de sentarse.

—¿Qué sucede?-preguntó Julia, obviamente sorprendida de ver a la chica Harker en mi casa. Entonces vio mis muletas y mis vendas: no se había enterado. Le expliqué rápidamente que yo me había reunido con nuestro enemigo y que mi estado era la consecuencia de ello. Le prometí que le contaría más, pero que lo aplazaba a causa de la urgencia de Evangeline.

Hice un gesto hacia Evangeline y ella nos pidió que nos sentáramos. Empezó a hablar. Al cabo de una hora, Julia, Sally y yo todavía estábamos sentados, contemplando el icono ruso que tengo sobre la chimenea. Nos habíamos bebido casi todo el whisky y fui a buscar una botella de oporto; hacía falta algo más dulce. Yo me sentía como si hubiera recibido un golpe de hacha, mis esperanzas se habían desvanecido. El tiempo no serviría para curar a esa chica y no habría forma de tener éxito. Julia Barnes y Sally Benchborn contemplaban el Andrei Rubliov, como si le imploraran. Ellas habían esperado quizás encontrarse con una conversación referente a las tácticas, no con una revelación de asesinatos y violaciones que superaba sus peores pesadillas. Yo no me creí ni una palabra de la historia de la chica, ni una palabra en sentido literal, quiero decir, pero intuía los actos inefables que debía de haber soportado para haber elaborado una fantasía tan inmunda.

Me pareció que el mismo pensamiento pasaba por las cabezas de los demás. Nos habíamos quedado sin palabras. No podíamos mirarla.

—No me creéis en absoluto, ¿verdad? Ian dijo que no valdríais la pena.

—No es eso, querida -empecé a decir yo.

—¡No soy tu querida! — gritó-. ¡Soy esto!

Se abrió la camisa de un tirón y mostró el pecho y el estómago desnudos. No supe qué decir: nunca había visto nada parecido. Tenía cientos, miles, de cortes y arañazos por toda la piel, y parecían formar una especie de diseño. La habían torturado. Me llevé la mano a la boca y me dejé caer en la silla.

—Él te hizo eso. — A Julia le temblaban los labios de rabia. La Benchborn no quiso mirar.

Yo miré a la editora y levanté la mano. No tenía sentido continuar con esa conversación. Ambos la habíamos oído mencionar a su amigo muerto como si hubieran estado hablando recientemente.

—¿Ian? — le pregunté, esperando que se daría cuenta de la posición en que nos había colocado-. ¿No te referirás a nuestro Ian, querida?

Las cosas se pusieron desagradables, entonces. Ella caminaba de un lado a otro y gritaba, diciendo que era una estupidez que intentáramos burlar a esa criatura imaginaria, a esa mantícora con quien se había enfrentado en Rumania. Confieso una total confusión. Yo había visto a ese hombre y me había dado cuenta de que era un monstruo, no tenía que convencerme de ese horror. Pero lo que decía no tenía sentido. Por un lado, se quejaba de haberse convertido en alguien como él, de haber asesinado a alguien y haber profanado su cuerpo. Por otro lado, parecía que tenía intención de destruirle con algún inconfesado acto de seducción. No entré a investigar esas contradicciones, había demasiadas. Al final, cayó de rodillas sobre la alfombra, a mis pies, y dijo, en un tono que tenía una clara connotación sexual, que haría cualquier cosa que yo quisiera si la escuchaba. Intenté levantarla del suelo y Julia probó a utilizar su influencia como mujer. Pero todo terminó en un giro desafortunado: Evangeline salió precipitadamente de mi casa, hacia la noche. No pude detenerla y, francamente, no deseaba hacerlo.

Ella no nos es de ninguna utilidad, me temo. Tengo una sincera duda ética acerca de si es razonable que repita en este diario los detalles de lo que ella nos contó acerca de su interacción con Torgu. Si, tal y como he dejado claro antes, estas páginas deben ser consideradas como un testamento, entonces sus revelaciones formarían parte de ese cuerpo de documentos. Soy de la opinión de que no deberían serlo. Lo que ella tenga que decir, debe ser dicho en el terreno de la mayor confidencialidad. Estoy seguro de que ha falseado su narración, y tengo la fuerte intuición de que aquello que ella ha afirmado haber ofrecido por propia voluntad como arma le fue arrebatado por pura fuerza. ¿Lo sabe su prometido?

Julia Barnes, Sally Benchborn y yo nos quedamos como último reducto.

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