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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras, Histórico

Tierra de bisontes (23 page)

BOOK: Tierra de bisontes
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En su cima, tres gruesas columnas de humo, dos negras y una blanca, ascendían hacia el cielo, aunque muy pronto se inclinaban en la dirección del viento.

Unos instantes después, las columnas se interrumpieron una tras otra, para volver a ascender de golpe; resultaba evidente que alguien hacía señales con el humo tal como las había hecho Silvestre Andújar tiempo atrás. Fue éste el primero en exclamar:

—¡La madre que los parió! Con eso no contábamos.

—¿Qué ocurre ahora? —se inquietó el canario.

—Visto que no nos pueden alcanzar, los muy hijos de puta están pidiendo a las tribus de la orilla del río que nos maten.

—¡Pues sí que estamos buenos! No salimos de una para meternos en otra.

—Continuar por el río significa una muerte segura —señaló poco más tarde Sheetta hablando lo suficientemente despacio como para que el andaluz pudiera ir traduciendo sus palabras sin esfuerzo—. Una petición de muerte por medio de señales de humo significa que quien presente los cadáveres obtendrá como recompensa su peso en maíz.

—¡Vaya por Dios…! —no pudo menos que comentar con evidente sorna el canario—. Siempre había oído decir que alguien vale su peso en oro y por lo tanto me ofende que esos salvajes consideren que tan sólo valgo mi peso en maíz.

—Te recuerdo que el maíz es uno de los pocos alimentos que se conservan durante largo tiempo sin estropearse, y en un clima tan caluroso como este vale más que un oro que apenas sirve para fundir unas balas que a los pieles rojas para nada les valen, visto que no conocen las armas de fuego. Aquí el maíz lo es todo porque se guarda o transporta fácilmente, y durante los inviernos, o cuando la caza escasea por cualquier circunstancia, se convierte en su mejor seguro de vida. Los niños y los ancianos se alimentan con gachas de maíz y los adultos los comen de cien formas distintas, o sea que tu peso en carne, pelo, uñas y huesos, no vale ni la centésima parte que tu peso en maíz.

—¿Y el peso de mi alma no cuenta?

—¿Tu alma? —rió el otro—. ¡Ni un grano más darían por ella! Y ahora en serio —añadió—: aquí nuestro amigo Sheetta, que es el que sabe cómo son las cosas por estas tierras, opina que los arqueros nos pueden estar esperando en cualquier recodo, y bastará con que una flecha atraviese la canoa para que quedemos mal parados. ¿Qué opinas?

—¿Y qué quieres que opine? —repuso el cabrero, sorprendido por la pregunta—. Razón tiene, y si el río se ha convertido en una trampa, no nos quedará más remedio que seguir a pata.

—¿Hacia dónde?

—Lo más lejos posible del jodido lugar en que nos pueden estar esperando. —El gomero se encogió de hombros al añadir como si lo que acababa de señalar resultara obvio—: Digo yo…

—Opino lo mismo, y por lo visto Sheetta está de acuerdo.

—En ese caso, como el río viene del nordeste y da la impresión de que sigue hacia el sudoeste, nos quedan dos opciones: o cruzarlo y regresar hacia el este volviendo a las praderas, o continuar hacia el oeste hasta que nos encontremos con el confín de la Tierra o con los chinos a los que se refería el Almirante.

—Sheetta admite que jamás ha oído hablar de chinos, ni de gente con la piel amarilla.

—Lo suponía. ¿Y sabe algo sobre el confín de la Tierra?

—Tampoco lo tiene claro.

—O sea que estamos como al principio.

—¡Vamos mejorando! —fue la humorística respuesta—. En las praderas nadie daba un maravedí por nuestro pellejo; ahora valemos nuestro peso en maíz.

—¡Siempre es un consuelo! ¡Pues andando y no perdamos más tiempo!

Llenaron las canoas de piedras y les rajaron los costados, para empujarlas a continuación río adentro y observar cómo desaparecían lentamente en el agua fangosa. Sin dejar rastro alguno del punto exacto en que las habían abandonado, borraron todas las huellas de su paso que pudieran haber quedado por los alrededores, y se alejaron rumbo al oeste, procurando pisar siempre sobre las rocas.

La noche los sorprendió en el fondo de un recóndito valle cubierto de espesa vegetación, pero aun así no se arriesgaron a encender fuego, limitándose a cenar las sobras del cervatillo. Al poco rato se dejaron caer vencidos por la fatiga, y tan pesado fue el sueño del canario que ni siquiera advirtió que a media noche la muchacha había acudido a acurrucarse junto a él.

Al despertar, lo primero que vio fueron dos ojos muy negros que lo miraban a menos de una cuarta de distancia y unos dientes muy blancos que le sonreían de un modo encantador.

—¡Que Dios me ayude! —murmuró para sus adentros—. ¡Menudo lío!

Al abandonar el valle y coronar la primera cresta les sorprendió de forma harto desagradable descubrir que en la mayor parte de las cumbres que se divisaban, tanto al norte como al sur y al este, ardían hogueras que dejaban escapar un humo negro y denso que se interrumpía de modo intencionado en lo que evidentemente constituía un particular código de señales.

—¿Qué dicen? —quiso saber el gomero.

—Que hemos abandonado el río pero aún no han encontrado nuestro rastro —replicó Silvestre Andújar traduciendo las palabras del navajo, que no perdía detalle de los cambios que iban sufriendo las columnas de humo. Pero continúan buscándonos.

—¿Y por qué razón no se distingue ninguna fogata ante nosotros, hacia el oeste?

—No lo sé. Y Sheetta tampoco.

—¿Crees que se trata de una trampa? —insistió Cienfuegos—. ¿Que lo hacen con el fin de que nos dirijamos hacia allí?

—No tengo ni idea —admitió con toda honestidad el andaluz—. Pero lo que está claro es que en cualquier otra dirección hacia la que nos dirijamos estarán esperándonos.

Cuando demandaron la opinión del navajo, al que se advertía profundamente preocupado, tardó en responder, pero al fin señaló, aunque no parecía muy seguro sobre lo que iba a decir:

—En alguna ocasión he oído hablar de una tierra muerta y cubierta de sal; nunca he sabido dónde se encuentra exactamente, pero en caso de que se extendiera allá a lo lejos, ante nosotros, se entiende que nadie encienda hogueras en ese punto. Ni siquiera tendrían con qué hacer fuego.

—¿Te refieres a un desierto? —quiso saber el gaditano.

—¡No! —fue la rápida respuesta—. Desiertos hay muchos, y tanto los comanches como los apaches, e incluso los sioux o nosotros mismos, los navajos, estamos acostumbrados a atravesarlos, por lo que no nos preocupan demasiado; sabemos cómo sobrevivir en ellos durante largas temporadas. Pero, por lo que me han contado, esa tierra muerta es diferente; es el desierto dentro del desierto.

—Pero ¿no estás seguro de que se encuentre ahí delante?

El otro negó en silencio, por lo que tras traducir el contenido de la conversación al canario, Silvestre Andújar preguntó:

—¿Qué opinas?

—Opino una vez más que agradecería que me dieran a elegir entre una opción difícil y otra ligeramente más sencilla, pero resulta evidente que nunca voy a conseguirlo —masculló un malhumorado Cienfuegos—. El dilema es siempre el mismo: o me jodo o me joden.

—No es momento de hacer frases ni de enredarse con filosofías baratas, sino de adoptar una decisión —le hizo notar el de Cádiz—. ¿Qué coño hacemos?

Cienfuegos, que había tomado asiento en una roca, se volvió a observar una vez más las hogueras que humeaban en la distancia y por último clavó la vista en el horizonte, hacia poniente.

—Da la impresión de que allá abajo, a lo lejos, se abre una gran llanura —dijo al fin—. Y si el terreno es lo suficientemente plano podríamos regresar al viejo sistema de la ruta de las estrellas, que tan buenos resultados nos dio en las praderas.

—¿Caminando de noche y ocultándonos de día?

—¡Exactamente! Sin montañas que se interpongan entre las estrellas y nosotros, en cuanto aparezcan en el horizonte continuarán marcándonos el camino del oeste, que es lo que por lo visto andamos buscando.

—¿Y crees que habrá algo que valga la pena aún más al oeste? —quiso saber el gaditano—. Porque a veces tengo la amarga impresión de que esto no se va a acabar nunca.

—¡Acláramelo tú! —repuso el canario—. Estamos en lo de siempre: si el Almirante tenía razón pronto llegaremos caminando a China; si eres tú quien tiene razón, lo que alcanzaremos es el precipicio en el que se acaba el mundo.

—¿Y si el lugar en que acaba el mundo es en esa «tierra muerta» a la que se refiere Sheetta?

—En ese caso habremos salido de dudas, querido —contestó el gomero en un tono de absoluta resignación, para añadir enseguida—: Lo que tengo muy claro, es que no podemos pasarnos la vida preguntándonos hacia dónde vamos y qué es lo que vamos a encontrar al final de nuestro camino. Hace tiempo que acepto que lo único que podemos hacer es seguir adelante y confiar en que llegue un momento en que el Señor se apiade de nosotros.

—A veces tengo la impresión de que el Señor ni siquiera sabe que este lugar existe —sentenció Silvestre Andújar—. Y si lo sabe, se perdió en él porque a fe mía que nunca imaginé que pudiera haber creado algo tan disparatadamente grande. —Hizo una pausa antes de añadir—: En ocasiones llego a pensar que no es que la Tierra sea plana, es que es infinita; entra dentro de lo posible que exista un mundo de hombres amarillos, otro de blancos, otro de negros, otro de cobrizos, y más allá, siempre hacia el oeste, otro de hombres verdes o tal vez azules. Puestos a elegir colores, ¿por qué no?

Su compañero de fatigas acabó por encogerse de hombros como queriendo indicar con ello que ya todo le daba absolutamente igual y que no se sentía con fuerzas para intentar discutir tan peregrinas teorías.

—Eso digo yo —replicó con gesto de hastío—. ¿Por qué no? Lo que tenemos que hacer es continuar hacia el oeste intentando mantener el pellejo intacto, sea del color que sea. —Hizo un gesto con la cabeza indicando a la chiquilla que había acudido a sentarse a sus pies y añadió con una leve sonrisa—: Y por si no tenía ya bastantes problemas, ahora me ha salido esta especie de garrapata con trenzas que no me deja en paz ni a sol ni a sombra.

—¿Aún no le has puesto nombre?

—¿Qué tal Ladilla?

—¡No seas cabrón! —lo recriminó el otro—. ¿Qué daño te ha hecho la pobre cría?

—Ninguno, pero no me negarás que el nombre le va al pelo. —Guardó silencio durante unos momentos para añadir luego, como si acabara de tener una brillante idea—: ¡También puedo llamarla Lady Ya, que es sonoro y rotundo pero más fino! ¡Lady Ya! Al fin y al cabo, por estas tierras nadie sabe lo que es una ladilla. ¿Tú has visto alguna?

Silvestre Andújar meditó largamente y acabó por agitar la cabeza negando convencido.

—¡No! La verdad es que no he visto ninguna pese a que he tenido infinidad de oportunidades de verlas muy de cerca. Pero, aunque no existan, se me antoja una absoluta falta de respeto para con tu futura esposa. ¿Cómo vas a decirle a nadie que te has casado con una ladilla?

A decir verdad, el estrafalario apelativo de Ladilla o Lady Ya le duró muy poco a la muchacha debido a la inquieta naturaleza de su carácter, la casi increíble agilidad con que se movía, y su sorprendente capacidad para trepar hasta las más altas copas de los árboles con el fin de camuflarse entre las ramas. A la vista de ello, el gomero decidió añadirle una «r» a su nuevo «nombre», cambiándoselo por el mucho más apropiado de L’ardilla.

Y es que, si bien en un principio tanto él como el andaluz llegaron a temer que una criatura de apariencia tan frágil que daba la impresión de que en cualquier momento iba a sufrir un síncope se convertiría en un engorro, ella misma se ocupó de demostrarles lo equivocados que estaban.

L’ardilla era, a decir verdad, un puro nervio, y podría creerse que un nervio de acero, con la arrolladora vitalidad de una niña capaz de agotar a cualquier adulto que quisiera seguir sus pasos, pero con la mentalidad de una mujer que tenía muy claro qué era lo que se exigía de ella en todo momento.

La naturaleza de su raza, y sobre todo el hecho de haberse criado como esclava con muy escasas probabilidades de sobrevivir si no se despabilaba, la habían convertido en una sorprendente criatura que parecía estar dotada de la vista de un águila, el oído de un jaguar, el olfato de un perdiguero, el sigilo de un puma y la astucia de un zorro.

Se acostaba la última, se despertaba con el primer anuncio del alba y, antes de que los demás hubieran abierto un ojo, ya había inspeccionado los alrededores cerciorándose de que no los acechaba enemigo alguno.

Su padre, perfecto conocedor de sus cualidades, no dudaba en permitir que marchara siempre en avanzadilla, consciente de que era capaz de detectar la presencia de un enemigo mucho antes de que éste reparara en el hecho de que una absurda cosa escurridiza y flaca, que se movía como una sombra, deambulaba por las proximidades.

Su verdadero peligro se centraba en que aparentaba ser la criatura menos peligrosa del mundo.

La primera vez que Silvestre Andújar la vio trepar hasta la copa de un frondoso pino de casi treinta metros, no pudo menos que comentar:

—Si algún día llegáis a tener hijos, serán una extraña mezcla de mono, cabra y ardilla. ¡Esa chica está loca!

Loca o cuerda, la muchacha parecía empeñada en demostrarle al gigantesco semidiós de los cabellos rojos que el día de mañana no sería tan sólo una dulce y apasionada amante, sino también una entusiasta y activa compañera capaz de contribuir eficazmente en la tarea de sacar adelante a una familia por difíciles que fueran las circunstancias en que se vieran obligados a hacerlo.

Fue L’ardilla la primera en detectar que los seguían. Regresó con la primera luz del día de una de aquellas excursiones en las que acostumbraba encaramarse a los más altos árboles con el fin de otear el horizonte, y, tras mostrar las palmas de las manos, indicó hacia el nordeste.

—Son más que mis dedos y descienden por aquella ladera —señaló el andaluz traduciendo lo que la muchacha dijo a continuación—. Calcula que tardarán unas tres horas en llegar.

—¿Crees que saben dónde estamos? —inquirió el canario.

—Espero que no, pero resulta evidente que imaginan que nos encontramos por esta zona puesto que se trata de la única salida que nos han dejado.

—¿Qué opina Sheetta?

—Confía plenamente en la fuerza de tus «truenos». —Hizo un gesto significativo hacia la muchacha—. Al igual que ella.

—Pues te agradecería que les hicieras comprender que aquí no hay truenos que valgan. Una cosa es quemar el techo de una choza o una plantación de maíz, y otra muy diferente enfrentarse a un grupo de guerreros armados. ¿Cuántos son exactamente?

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