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Authors: Jim Thompson

Tags: #Novela Negra

Texas (26 page)

BOOK: Texas
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Se la oía un poco distante y tensa. Pero pensó él, eso es bastante natural. Había dejado la ciudad sin darle oportunidad para objetar, y ella hubiera puesto muchas objeciones a ese peligroso viaje. Ahora que estaba fuera de peligro, ella parecía castigarle por el susto que le había dado.

Iban a tener que darse unas bonitas explicaciones, decidió. O quizá, ya que había sido una cosa tan tontamente peligrosa, sería mejor no tratar de explicarse nada. Sólo decir que había perdido los estribos cuando le devolvieron los cheques, así que, fuera de quicio, se había ido en plan salvaje, sabiendo que era una locura, pero haciéndolo de todas las maneras.

Red podía entender un ataque de rabia. ¿Quién podía entenderlo mejor que ella?

En realidad se sentía tan endiabladamente bien, que no podía preocuparse por nada.

Comió en el avión. La azafata era una chica de Dallas, a la que se le veía de lejos por su elegancia y su sofisticación. Bromeaba con el hombre sentado junto a Mitch, vecino de Fort Worth; nada paleto por lo que se veía, pero de maneras algo cansinas, relajadas y de buen corazón. Mitch les escuchaba… las voces, las actitudes, del este y del oeste… y tras él, oyó a un cosechador de algodón del Sur que discutía con un granjero de cereales del norte de Texas. Y se sintió sacudido, como siempre (cuando tenía tiempo de pensar en tales cosas), por la sorprendente amalgama, la paradoja populosa que era su estado natal.

Según las zonas, había diferencias no sólo en el acento, sino también en el mismo lenguaje. Un estanque se convertía en un
tanque
; por ejemplo, las galletas en
pan
, las pastas en pastelillos, la tarde se volvía
atardecer, transportar
significaba llevar (transportar a una chica al baile), y la carne se convertía automáticamente en carne de cerdo, a no ser que se la calificara como carne
roja
.

Existían diferencias en vestido, demasiadas como para señalarlas; aunque en estos días de rápidos medios de transportes se estuvieran entremezclando unas con otras. Había diferentes puntos de vista de unas zonas a las otras, y éstos, evidentemente, no se entremezclaban. En Houston no se le permitía la entrada a ningún negro a un restaurante de blancos —ni siquiera aunque fuera un potentado extranjero—. En Austin, había negros en su Universidad. En una ciudad, un grupo minoritario no tenía en absoluto voz en el gobierno municipal. En otra (El Paso, por ejemplo), la minoría hablaba fuerte, claro y con efectividad.

Eso era Texas y eso no era Texas. Porque era una generalización, y no se puede generalizar, ni siquiera sobre Texas. Y si se hace, uno está dispuesto a ser culpable de esa misma estrechez mental que deplora. Se encuentra uno en una barca no muy distante a la de los espectadores extranjeros de películas americanas, gente que nos considera como una nación de recipientes de sexo y tiradores de pistola, que sólo se paran lo suficiente como para emborracharse como una esponja mientras se dedican a dispararse y a joderse los unos a los otros.

Aún se podría encontrar en Texas a gente que hace alarde de ignorancia. No han leído nunca ningún otro libro aparte de la Biblia. No han estado nunca en su vida fuera del Estado (ni voy a estarlo). Probablemente, la culpa tenía sus raíces en el pasado, en la historia del Estado, en una actitud oficial promulgada por legisladores patanes, que no encontraban razones para que un chico permaneciera en la escuela si sus padres y su gente no las veían, y quienes creían que once cursos de escuela (en vez de doce) eran más que suficientes para un joven.

Texas ha aumentado sus niveles educativos en gran medida en los últimos años. Pero algunas de las antiguas ideas aún permanecen vigentes, y tampoco eran todas malas en todos los sentidos, aunque hay gente que discutiría esto. Muchos recién llegados objetaban a menudo la aparente intromisión de las escuelas en lo que era competencia del padre. Su énfasis sobre los modales y el decoro. Pero sus objeciones eran desatendidas y, después de un tiempo, las retiraban ellos mismos.

Incluso antes de que aprendiera el abecedario, el escolar de Texas aprendía el respeto por sus mayores. Aprendía que hay que dirigirse a los hombres (caballeros) y contestarles con la palabra señor, y que a las señoras (todas las mujeres eran damas) había que decirles siempre ese nombre. De la misma manera, se les enseñaba a decir «gracias», «por favor» y «perdone», aunque la regla indicaba que no se debía abusar de ello. Se les enseñaba cortesía y galantería, y respeto por los débiles y los ancianos. Y si resultaban ser lentos en el aprendizaje y la memoria de estas enseñanzas (sin tener en consideración lo brillantes que pudieran ser en lo académico) podían tener serios problemas con mucha rapidez.

Así que, después de todo, había una generalización que se podía hacer sobre Texas. Se podía decir con sinceridad y de manera positiva que el libertinaje y las burlas descaradas de todo principio de decencia, que se estaba convirtiendo en un lugar común en otros estados, eran totalmente ajenos a Texas. Nunca había existido nada semejante, y nunca existiría. ¿Hipocresía? Sí, puede ser que lo encuentre así, y quizás otros estén de acuerdo. Pero si un hombre es un holgazán, hará mejor en no demostrarlo en público.

En algunas ciudades de América, las calles estaban llenas de camorristas; brutos demasiado crecidos que se habían hecho sensibleros hacía muchísimo tiempo; la gazmoñería de profesionales bien intencionados, y que no necesitaban nada tanto como una buena paliza; gamberros sádicos que eran tan sensiblemente quejicas sobre sus privilegios, como ciegos sobre sus obligaciones, que no mostraban el más mínimo interés por los comunes deberes de jabón, agua y trabajo duro; desechos humanos que lo exigían todo de su nación, y que no contribuían en nada excepto en una abundante progenie a la que una ciudadanía responsable se vería forzada a mantener.

Y esta escoria, estos brutos ultrajantes, rondaban las calles de esas ciudades americanas, atropellando a ciudadanos completamente indefensos, cometiendo públicamente robos, mutilaciones criminales y asesinatos. Y los cometían porque sabían después que podían continuar impunes; que los mirarían cientos de hombres, pero que ninguno de ellos interferiría en sus tropelías.

Bueno, así era. Pero tales espectáculos bochornosos no se podían ver en Texas.

No había un solo texano que hubiera permanecido al margen mientras una docena de brutos golpeaban a un hombre decente hasta la muerte.

Ningún texano, independientemente de si tenía nueve, diecinueve o noventa años, ya fuera rico o pobre, ya fuera conservador o liberal, ya fuera uno contra cien, ningún texano, ya puede estar seguro, hubiera mirado, sin sentirse implicado, cómo era violada una mujer ante él.

En Dallas, Mitch tuvo que esperar media hora en un cambio de aviones. Entró en una cabina telefónica e hizo una llamada a Red, intentando avisarle de que llegaría con un poco de retraso. Pero en el apartamento no contestó nadie, y el empleado cortó después de un momento, para avisarle de que Red había salido hacía unos minutos hacia el aeropuerto.

Desde luego, era bastante razonable, contando con el tráfico que había. Mitch iba a dejar la cabina, pero se volvió e hizo una llamada a Downing.

Sintió que era un deber de cortesía para con el jugador. Le había soltado la historia difícil a Downing. Ahora tenía el derecho de oír el final feliz.

—Estoy de camino hacia Gante —declaró cuando la voz del jugador apareció al otro lado del cable—. Pensé que debía contarte las novedades de Aix que es estrictamente copasético.

Hubo un silencio pesado. Después se oyó una débil risita entre dientes de Downing.

—Aún con poesía, ¿eh? Me parece que lo dieron la década que yo falté a clase. ¿No consiguió ese tipo tragarse una botella entera de vino por contar buenas novedades?

—Me imaginé que no ibas a recordarlo nunca —dijo Mitch riendo—. Gracias, Frank, pero no podrá ser hoy. Estoy aquí sólo en un cambio de avión.

Downing suspiró. Dijo que él tenía un poemita para Mitch.

—Aquí va, amigo: «Aquí me quedo con el corazón totalmente roto.»

—¿Sí? —preguntó Mitch con expectación, sonriente—. ¿Qué quieres decir, Frank?

—Quiero decir que he invertido los hábitos de toda una vida, y he intentado hacer un favor. Y por la forma en que se desarrolló, bueno, será mejor que te agarres antes de que te lo cuente…

Mitch se agarró.

No sirvió de mucho.

25

Mitch retiró el auricular del oído. Lo miró y volvió a acercárselo; permaneció sin habla, aturdido durante un momento por la irrupción de sus fuertes emociones, moviendo la cabeza una y otra vez.

—Frank… —Recuperó de nuevo la voz, al fin—. Se supone que deberías hacer un ruido metálico antes de clavarle el colmillo a nadie.

—Lo siento tremendamente, chico. Sólo intentaba ayudar.

—¿
Ayudar
? —Mitch le hubiera pegado un porrazo—. ¿Ayudar cómo? ¿Pateando a una mujer? ¿Haciendo algo que el primer cavernícola de pelo en el culo hubiera hecho cien veces mejor? ¿Qué diablos eres, un hombre o una mula? ¡Y no hace falta que me lo digas!

—Eh —dijo Downing con humildad—. Ya es toda una promoción. Antes era una serpiente.

—¡Mierda, Frank…! —Mitch casi gritaba—. ¿Por qué has tenido que hacerme ésta? ¡Sabías que no quería una de fuerza! ¡Sabes que siempre me he mantenido apartado de ella! ¡Joder, tengo una cabeza y tengo fe en su utilización, y si me dejaste seguir solo, déjame manejar mis problemas a mi manera en vez de actuar como una niñera municipal…!

—Mitch —le imploró Downing—, ven y mátame, ¿vale? En cualquier momento. No necesitas una cita.

—Creo que esperaré a tener una lanza —protestó Mitch con amargura—. Con un tipo como tú alrededor, deberíamos volver a utilizarlas dentro de una semana.

Colgó el teléfono.

Salió disparado de la cabina, y dio unos cuantos pasos furioso alejándose; después, por supuesto, volvió a ella, y contactó de nuevo con el jugador. Porque Downing había intentado ayudar, se había disculpado, y, después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer sino aceptarlo? Además, también había una posibilidad de que…

—Disculpa, se me fue la cabeza, Frank. En cuanto a Frankie y a Johnnie… ¿Supones que puede haber alguna posibilidad de que no obligaran a Teddy a llevar eso?

—No —dijo Downing, lamentándolo, pero con firmeza—. Esos chicos hacen el trabajo al pie de la letra. La han vuelto tarumba y ha hecho exactamente lo que le han ordenado.

—Mierda. ¿Por qué no se guardarían la pasta para ellos?

—Hombre, eso hubiera sido robar —señaló Downing de manera razonable—. De todas formas, sabían que lo descubriría.

—Sí, claro, claro.

—No está tan mal, chaval, ¿no es así? Conseguirás el divorcio y no volverás a ver a esa puta. Algo es algo.

Mitch admitió que así era, pero que no importaba nada porque había perdido a Red. Estaba tan seguro de ello como de que ayer no era hoy. Y con ese comentario desgraciado acabó la conversación.

El avión parecía no haber acabado de salir del aeropuerto de Dallas, cuando ya estaba en los inicios del aterrizaje en Houston. Mitch se abrochó el cinturón, mientras comprobaba la oscuridad desesperanzada de su problema.

Aparentemente, Red no había terminado con él, no todavía. De ser así, se lo hubiera dicho por teléfono. Querría acabar con él en persona, lo que significaba que…

Su voz le llegó del pasado, del principio y a través de los años.
No me mientas. ¡No lo hagas nunca, nunca me mientas!
Recordaba su actitud ante el dinero, cuando pensó que le había mentido sobre el dinero depositado en la caja de seguridad; su mortecina frialdad, su rechazo a dejarse influenciar o persuadir. Recordaba su furia sobre naderías nominales, porque le había hablado de forma dura o impensada; los puños en alto, en un enfado que le duraría un día o dos, y durante el cual era poco responsable de sus actos.

Le había dicho mil mentiras, había amontonado cada una sobre la otra en su intento de cubrirlas. Le había hecho miles de promesas, aunque sabía a ciencia cierta que apenas había una posibilidad en el mundo de poder mantenerlas. Él…

—Bueno, de acuerdo, entonces. Como no estás casado, entonces es lo mismo que si lo estuviéramos. No tengo de qué avergonzarme… Pero será mejor que sea verdad, ¿me oyes?¡Si me mintieras…!

Salió del avión y se encaminó hacia la rampa. Cuando llegó a la sala de espera, se encontró a sí mismo buscando en el directorio público. Se quedó asustado de muerte, pero aun así fue hacia el mostrador de información, con el corazón dándole botes.

Había un mensaje de Red. Uno completamente inocente. Miss Corley le esperaba en el aparcamiento.

Mitch recogió su equipaje y fue hacia allí.

Estaba de pie al lado del coche. Llevaba puesto un traje negro semiformal, corto. Sus guantes eran largos y blancos, y tenía sobre los hombros una estola blanca de visón. También llevaba un pequeño bolsito de fiesta.

Se paró un par de pasos antes de llegar a ella. No sabía muy bien qué decir, notaba la tensa expresión de ella. Después, hizo una tentativa de abrazarla.

—¡No lo hagas! —protestó ella, dando un rápido paso hacia atrás—. Yo, ¡quiero decir que me despeinarás!

—Red —dijo él—. Deja que te lo explique, ¿quieres? Yo…

—No. —Su cabeza se sacudió con un movimiento—. No hay nada que… Ahora mismo no tenemos tiempo de hablar.

—A causa de Zearsdale, ¿quieres decir? ¡Pero no podemos ir a una fiesta, tal como están las cosas!

—¡Pues, sí, vamos! Prometimos ir e iremos. Si una persona no mantiene sus promesas, entonces…, entonces… —Se hundió, alejándose de él—. Acabemos de una vez con esto, Mitch.

Abrió la puerta de coche y saltó dentro, con el vestido subido sobre sus piernas. Mitch puso el equipaje en la parte trasera y se deslizó tras el volante. No sabía cuál era la forma correcta de manejar todo aquello, si había una forma correcta, pero sabía que lo que estaba haciendo era totalmente erróneo. Debía de estar llevando el asunto, en vez de dejarse llevar por ella. No debía, por todos los diablos, llevarla a una fiesta cuando estaba a punto de dejarlo caer todo sobre él.

Vio el bolsito de fiesta sobre sus rodillas, y comenzó a alargar la mano hacia él. Ella se lo quitó.

—¡No! ¡No toques eso!

—Pero… pero si lo que iba a hacer era guardártelo en mi bolsillo.

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