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Authors: Charlotte Link

Tags: #Intriga, #Policíaco

Tengo que matarte otra vez (67 page)

BOOK: Tengo que matarte otra vez
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—Al oír el nombre de Burton, mi cabeza hizo un clic. No pude comprobarlo enseguida, porque todavía estaba en Mánchester cuando sucedió todo, pero sabía que había oído ese nombre en relación con un sumario. No me costó mucho conseguir su expediente. Por lo demás, de inmediato me di cuenta de que tú estabas al corriente. No sabes mentir, Gillian. Cuando por fin me contaste la verdad, fingí que me horrorizaba. Pero lo sabía desde hacía tiempo.

Gillian tosió una vez más. Le habría gustado que la bola de fuego que tenía en la garganta se disolviera de una vez, deseó poder sustituirla por una bola de nieve.

—Tara, no sigas por este camino, por favor. Ya ha muerto demasiada gente inocente. Esas dos ancianas, la de Londres y la de Tunbridge… el hecho de que fracasaran no justifica que tuvieran que morir. Y Tom no le había hecho nada malo a nadie. Pero después de lo que me has contado acerca de tu infancia… comprendo que solo hayas visto esa salida. De verdad que lo comprendo.

—¿Ah, sí?

—Sí —dijo Gillian, desesperada. Se dio cuenta de que ella no la creía, pero en ese momento tampoco estaba mintiendo. Tara había pasado por el peor de los infiernos que puede llegar a sufrir una niña. Nadie la había ayudado, ni su madre, ni nadie de su entorno, a pesar de que podrían haber notado el cambio de carácter de la chiquilla, que sin duda tuvo lugar. No habían dicho nada ni los vecinos, ni los padres de sus amigas. Gillian no había notado el frío odio que había crecido en su amiga, aquellas ansias de sangre, aquella crueldad sin límites.

Lo que sí percibía entonces era la desesperación abismal de una niña desamparada.

—Yo declararía en tu favor, Tara. Cualquier juez que oiga tu historia…

—¿… me dejará en libertad? ¡Qué ingenua eres, Gillian! Es evidente que me encerrarán si consiguen atraparme. Dirán que desde luego había pasado por algo horrible, pero que a fin de cuentas dejarme libre sería como abandonar una bomba de relojería. ¿No te parece gracioso? Roslin no acabó en chirona. Mi madre tampoco. Burton anda suelto por ahí. El Caritativo al final tampoco recibirá su castigo porque Liza, esa pobre atontada, seguramente no se atreverá a denunciarlo. Pero a mí… a mí seguro que me atrapan. Pasaré el resto de mis días entre rejas. ¡Así es la justicia en este mundo! Y no estoy dispuesta a aceptarlo.

La presión del alambre en el cuello de Gillian aumentó.

Cerró un momento los ojos, desanimada y sin la más remota idea de lo que podía decirle a Tara. Cuando volvió a abrirlos, a lo lejos creyó ver una luz durante un segundo. Había desaparecido de nuevo enseguida, pero antes de que Gillian pudiera rechazar aquella imagen como una ilusión de su cerebro sobreexcitado, apareció de nuevo. En esa ocasión, el resplandor duró un poco más antes de desaparecer otra vez. Y volvió a aparecer de nuevo.

Gillian fijó los ojos en la noche, como si quisiera atravesar literalmente la oscuridad con la mirada. No podía ser, ¿verdad? Probablemente se trataba de algún fenómeno físico, la luz de las estrellas reflejada en la nieve o algo parecido. En condiciones normales habría creído que se trataba de los faros de un coche que se acercaba, cuyo brillo apenas era visible a causa de los altibajos del paisaje, lleno de colinas. Pero era absurdo. Sin duda debía de haber cazadores por la zona, o guardabosques, incluso era posible que algún que otro excursionista. Pero no a esas horas de la noche. Ni siquiera las parejitas jóvenes con ganas de entregarse al placer sin ser molestados acudirían en invierno a un lugar tan remoto como ese.

No te hagas ilusiones. No es posible que sea un coche. Estás completamente sola con esta demente, con un alambre en el cuello y una navaja en la mejilla. Estás metida en una situación difícil y esto es el fin.

Volvió a cerrar los ojos y los abrió de nuevo como si quisiera enfrentarse a ese pensamiento destructivo mediante la repetición de lo que acababa de ver. Y, efectivamente, funcionó. Ahí estaba la luz. En ese momento incluso llegó a divisar que se trataba de dos luces y no una. Sin duda era un coche que pasaba por allí a pesar de que era de noche.

Y se acercaba.

Era evidente que Tara no se había dado cuenta. Le contaba algo que Gillian no fue capaz de comprender y de repente dijo:

—Bueno. Ha llegado la hora. —Acompañó las palabras con un tirón del lazo.

Gillian soltó un lamento de dolor.

—No quería hacerlo yo misma —dijo Tara—. Fuiste mi amiga durante años, Gillian, pero ahora te has convertido en un peligro para mí. Habría preferido que hubieras muerto en la cabaña, pero después de haber escapado de allí… No tengo elección, tengo que deshacerme de ti. No quiero ir a la cárcel. ¿Comprendes?

—Sí.

—Bien. Salgamos del coche. Poco a poco.

Gillian pensó desesperadamente la manera de ganar tiempo. Alguien se acercaba por la carretera y, con un poco de suerte, si no le daba por desviarse en otra dirección, quienquiera que fuera ese conductor llegaría hasta donde estaban ellas en cuestión de diez minutos. Seguro que le extrañaría ver un coche allí detenido. Supondría que alguien había tenido una avería y pararía para preguntarlo.

¡Qué estúpido sería que me encontrara ya muerta!

Tenía que haber algún tema con el que pudiera enredar a Tara en otra conversación.

Tengo que hacerle preguntas, pensó, preguntas acerca de cómo era antes. Una persona con una historia como la suya debe de tener ganas de explicarse y de justificar sus actos.

Se le ocurrió una idea y se agarró a ella como a un clavo ardiendo. Tara le había contado cómo había matado a su madre: le había metido un paño de cocina por la boca después de haberle tapado la nariz con precinto adhesivo. Había dejado que muriera asfixiada. Y luego la había arrastrado hasta la que fue su habitación cuando era niña. Hasta el lugar donde su padrastro había cometido aquellos crímenes con ella.

La imagen del paño de cocina había sido el desencadenante del asesinato.

—Me gustaría saber una cosa, Tara —dijo Gillian. Y rápidamente, antes de que esta pudiera interrumpirla, prosiguió—: Ese paño de cocina con el que… bueno, el que tu madre…

—¿El que utilicé para asfixiarla? ¿Y a las otras dos mujeres?

Gillian respiró hondo.

—Sí, ese. ¿Cómo… cómo se te ocurrió? ¿Fue por casualidad?

Como si eso fuera importante. Pero cada segundo que pudiera ganar podía ser decisivo. Vio la luz una vez más. Estaba claramente más cerca. Hasta el momento, el coche no había cambiado de dirección.

—¿Casualidad? No hay nada en toda esa historia que fuera casualidad —dijo Tara en tono despectivo—. Aunque en el caso de Thomas… sí fue una coincidencia que estuviera en el lugar erróneo y en el momento erróneo. En realidad no tenía nada contra él.

—El paño de cocina —le recordó Gillian.

—Ah, sí. El paño de cocina. ¿No lo he mencionado ya? —Su voz sonó impasible. Ese tono de voz artificialmente sereno que había utilizado durante todo el día—. Mi madre siempre fue muy buena ama de casa. Siempre estaba limpiando y fregando una cosa u otra. «Podríamos comer en el suelo», le gustaba decir. Era importante para ella tener la casa arreglada, reluciente. Con tapetes de ganchillo y cortinas que cosía ella misma. Con violetas africanas en maceteros blancos de porcelana floreada. Sí, tenía ese tipo de cosas por todas partes. Igual que esos paños de cuadros. Para poder limpiar hasta la última mota de polvo o mancha de suciedad que pudiera encontrar. —Se detuvo y reflexionó un momento. Gillian tuvo la impresión de que elegía las palabras con cuidado para que le hicieran justicia a su madre. Era jurista. Estaba acostumbrada a no lanzar acusaciones a la ligera que luego pudieran utilizarse en su contra—. No me atrevería a asegurar que no se mostrara tan pulcra por obligación y, aunque era un rasgo de su carácter, durante los años que pasó con Ted se volvió más meticulosa aún. Más adelante, eso me hizo pensar…

—¿Sí? —insistió Gillian al ver que Tara se detenía. ¡Habla!

—Eso me hizo pensar que esa fue su manera de procesar todo lo que había ocurrido. Eliminar la suciedad que Ted había traído a nuestra familia y sobre la que estaba al corriente. Su respuesta fue mantener la casa condenadamente limpia, por eso cuando esa noche vi el paño de cocina, pensé…

Gillian no se atrevía a hablar de nuevo. Vio que Tara estaba temblando, lo notó por las dolorosas sacudidas que daba el alambre en su garganta.

—Pensé: ojalá te ahogues con su propia falacia —prosiguió— y a continuación… bueno, pues lo hice. La asfixié con el trapo.

De repente enderezó la espalda, Gillian lo supo porque notó otro fuerte tirón en el cuello.

—Un coche —dijo con perplejidad—. ¡Mierda!

15

—Son ellas —afirmó John mientras frenaba bruscamente. Lo primero que sintió en cuanto descubrió a las dos mujeres fue un alivio sobrecogedor, aunque se mezcló enseguida con el horror de la situación crítica en la que se encontraban: habían salido del coche y estaban en medio de la carretera. Tara iba justo detrás de Gillian y la amenazaba con una navaja en el cuello. Gillian parecía paralizada por el miedo.

—¡Dios mío! —exclamó Samson.

John apagó el motor, pero dejó los faros del coche encendidos.

—Quédese aquí en el coche —le ordenó a Samson—. ¿Comprendido?

—Sí. ¿A… adónde va?

John había abierto la puerta del coche.

—Quiero hablar con Tara Caine. Y se lo repito: ¡no se mueva de aquí!

El hombre asintió. Con los ojos muy abiertos, contempló la imagen que le ofrecía el parabrisas. Parecía completamente trastornado. John tenía la esperanza de que le haría caso y se quedaría en el vehículo. No cabía duda de que Samson tenía una especie de don para cometer errores en el peor momento y de que en una situación como aquella podía provocar un desastre de serias consecuencias.

John salió y dio unos cuantos pasos prudentes en dirección a las dos mujeres. A la luz de la luna y siempre inmerso en el cono de luz de los faros del coche, pudo verlo todo con una claridad brutal. Lo que Tara Caine tenía en la mano era una navaja y, al acercarse más, vio también por qué Gillian alargaba tanto el cuello y mantenía la cabeza tan rígida: Tara la agarraba con un lazo de alambre. Pudo imaginar lo doloroso que debía de resultar el corte del alambre en la piel, puesto que Gillian se mantenía absolutamente inmóvil para no agudizar todavía más el dolor. Estaba totalmente indefensa. No tenía ninguna posibilidad de liberarse por sus propios medios.

Sin embargo, no parecía que Tara tuviera en la mano la pistola con la que había disparado a Thomas Ward. No podría matarlo de un tiro tan fácilmente.

—Ni un paso más, Burton —ordenó Tara. Su voz sonó clara y llena de autoridad. Lo tenía todo bajo control, al menos parecía convencida de ello. John de repente la imaginó en la sala de audiencias. Probablemente mantenía aquella misma actitud, la que tiene alguien que está seguro de su éxito. John consideró si Tara realmente tenía motivos para sentirse de ese modo y llegó a la conclusión de que, por desgracia, sí los tenía. Por lo menos de momento, tenía las mejores cartas en la mano.

Decidió quedarse quieto.

—¿Qué quiere? —preguntó él.

—¿Qué le hace pensar que quiero algo? —replicó Tara.

—Podemos pasarnos horas enteras así, uno frente al otro. Pero probablemente no sacaría nada de eso.

—Puedo matar a su amiga en cualquier momento. Créame, no podría evitarlo.

—Seguro que no, pero ¿qué conseguiría con ello? Medio segundo después yo la habría reducido y habría acabado todo para usted. No es que sea una perspectiva muy prometedora, en mi opinión.

Gillian soltó un leve gemido de dolor. John había percibido el movimiento, Tara le había dado un tirón al lazo de alambre. Estaba claro que Gillian tendría que sufrir incluso si la victoria era dialéctica. John se dio cuenta de que involuntariamente había formado un puño con la mano. Caine era brutal, no tenía escrúpulos. Era altamente peligrosa.

La miró fijamente mientras esperaba.

—La llave del coche —dijo Tara—. Me gustaría que me la lanzara a los pies, para que yo pueda recogerla.

—¿La llave del coche?

—La llave del coche y el teléfono móvil. No tengo ni idea de si hay cobertura por aquí, pero no quiero que llame a la bofia tan pronto como le dé la espalda.

John comprendió lo que se proponía.

—Quiere huir con mi coche, llevarse a Gillian y dejarme aquí solo.

—Muy listo. De todos modos tendrá mi coche para resguardarse un poco del viento. Sin llave, claro. Ya la he conseguido. Hay un buen trecho a pie hasta Mánchester y lo más probable es que se perdiera por el camino. Pero es posible que alguien pase por aquí y lo lleve en coche. Aunque en esta época del año estos parajes están condenadamente desiertos.

—¿Y cree en serio que se saldrá con la suya? —preguntó él en voz baja. La está buscando la policía de todo el país, fiscal Caine. Han encontrado a su madre y usted es la principal sospechosa. Usted es del ramo, ya sabe que su situación solo mejorará si lo deja ahora mismo. Si suelta a Gillian.

—No me venga con esas —dijo Tara con frialdad—. Con todo lo que he hecho… Yo no tengo tanta suerte como usted, Burton. En mi caso sí podrán demostrar las acusaciones y no se encargará de ello el tipo más inútil de toda la fiscalía londinense. Fue así como usted salió indemne. En mi caso será distinto.

—Yo no había cometido ningún delito.

—Afirmarlo repetidamente no lo convertirá en verdad.

John reflexionó un momento.

—Le propongo algo, señora Caine. Ya debe de haberse dado cuenta de que necesita un rehén para tener una mínima posibilidad de salir de esta situación tan precaria. Gillian tiene una hija que ya ha perdido a su padre. Por favor, no le arrebate también a la madre. Suéltela y tómeme a mí como rehén en su lugar.

Quiso intentarlo, a pesar de las pocas esperanzas que albergaba al respecto. Pero Tara era astuta. El mero hecho de realizar el intercambio de noche y en esa carretera solitaria era demasiado arriesgado. Además, Gillian era mucho más fácil de controlar. John le sacaba una cabeza en altura y había sido policía, por no hablar de que era deportista y estaba en forma. No estaba ni la mitad de agotado y amedrentado que Gillian. Era un enemigo mucho más peligroso y ella lo sabía.

—¡El móvil! —gritó Tara en lugar de responder a la pregunta de John—. ¡Y la llave!

John se sacó el móvil del bolsillo de los pantalones, se agachó, lo dejó en el suelo y lo empujó hacia las dos mujeres. El aparato se deslizó por la capa de hielo que recubría el suelo hasta detenerse frente al pie derecho de Tara.

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