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Authors: Javier Pelegrín Ana Alonso

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Tatuaje II. Profecía (8 page)

BOOK: Tatuaje II. Profecía
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—Quiero hablar con Argo —dijo Jana, rompiendo el silencio—. Supongo que me daréis permiso para verlo, ¿no? A fin de cuentas, os he ayudado en esto…

Corvino se volvió a mirarla con la cuchara de madera en la mano.

Yo, en principio, no tengo ningún inconveniente en que lo veas. Pero tampoco le obligaré a recibirte si no quiere hacerlo… Además, tengo entendido que ya te entrevistaste con él ayer.

—Entonces, ¿no es vuestro prisionero? —Jana arqueó las cejas, ignorando el último comentario de Corvino y quedándose con la parte que le interesaba—. ¿Vais a dejarle que haga lo que le parezca?

Corvino frunció el ceño.

—Sabes perfectamente que no. Está encerrado, y bajo ningún concepto le permitiremos salir del palacio. Se ha convertido en un peligro para sí mismo y para los demás. Pero eso no significa que vayamos a tratarlo como a un enemigo.

—¿No lo es? —Jana sonrió con desdén—. Vamos, Corvino, no me tomes el pelo…

Corvino suspiró y volvió a sus tagliatelle, dándole la espalda a la muchacha.

—Tú no puedes entenderlo —dijo. Su voz sonó extraña, desacostumbradamente grave—. No puedes imaginarte siquiera lo que es convivir con alguien durante siglos. Hubo un tiempo en el que Argo fue mi amigo… ¿Cómo quieres que lo olvide? Mientras esté bajo mi protección y la de Nieve, haremos lo posible porque su vida le sea llevadera.

—¿Y qué pasa con Heru? —preguntó Jana con malicia—. Te has olvidado de nombrarlo.

Corvino apartó del fuego la olla de la pasta y comenzó a verter el agua cuidadosamente a través del colador.

—Creía que Nieve te lo había contado —murmuró—. Heru se ha ido a nuestro antiguo refugio. Las cosas no están siendo fáciles para él… Necesitaba estar solo.

—Quizá no le haya parecido bien vuestro acuerdo con Glauco —aventuró Jana.

—Quizá. —Corvino regresó lentamente a su salsa, y comenzó a removerla de nuevo con la cuchara de madera—. Pero no es solo eso, es todo lo demás… Nosotros éramos inmortales, Jana. Es comprensible que el cambio le haya afectado. Nunca pensamos que… que volveríamos a ser como el resto de la gente.

—Bueno tú pareces haberte adaptado bastante bien.

Corvino se volvió a mirarla un momento. Luego estiró el brazo hacia el salero y añadió una pizca de sal a la salsa.

—Mi caso es diferente —dijo.

Jana se preguntó qué habría querido decir con eso. Aunque, en cierto modo, creía saberlo.

—Claro —murmuró—. Tú tienes a Nieve.

Notó que Corvino se envaraba. La mano que sostenía la cuchara de madera quedó inmóvil en el aire.

—Nadie puede tener a Nieve —fue su enigmática respuesta.

Luego se volvió y sus ojos se encontraron con los de Jana, serenos e inescrutables.

—Pero es cierto que todo me resultaría mucho más difícil sin ella —añadió—. Incluso estando a su lado no resulta fácil.

Jana asintió, reprimiendo una sonrisa. Nunca dejaba de sorprenderle la ingenuidad de los guardianes. Tanto nieve como Corvino se comportaban, a veces, como críos, sobre todo cuando alguien intentaba sondear sus sentimientos. Parecía increíble que, a lo largo de sus numerosos siglos de existencia, no hubiesen aprendido a enfrentarse con algo tan sencillo como el deseo… o el amor. Quizá habían vivido tan alejados de su propia humanidad que al final habían terminado por olvidar lo que sentían los seres humanos normales y corrientes. Solo ahora, después de perder la magia que los hacía inmortales, volvían a experimentar las mismas sensaciones que los demás. Y todo resultaba tan nuevo que les asustaba.

—Ella también te necesita, ¿sabes? —dijo Jana. Acercándose a Corvino, le arrebató la cuchara de madera para probar la salsa de la pasta—. Hmmmm, está riquísima. Tienes una buena mano para la cocina.

Le pareció que las morenas mejillas de Corvino se teñían de un leve rubor… Una reacción que no tenía que ver con el cumplido que acababan de recibir sus dotes culinarias.

—Si quieres ver a Argo, no tienes más que subir a su cuarto —dijo el joven, rehuyendo su escrutadora mirada para clavar los ojos en la sartén humeante—. Es la puerta del fondo, pide permiso antes de entrar. Y, si no quiere verte… no insistas. Le queda muy poco tiempo, y lo menos que podemos hacer es permitirle que lo emplee como él quiera… Siempre, claro está, que no ponga en peligro a los demás.

—Argo, soy Jana. ¿Puedo hablar contigo?

Ante la puerta cerrada, Jana esperó lo que le pareció una eternidad a que el guardián dejase oír la respuesta.

—Entra —dijo por fin una voz desgastada al otro lado de la puerta—. Bienvenida a mi humilde…

Una cascada de toses interrumpió el irónico saludo del guardián.

Para entonces, Jana ya se encontraba dentro de la habitación, y contemplaba boquiabierta el suntuoso mobiliario y las paredes cubiertas de cuadros y estanterías. Aquello era lo menos parecido a una celda que ella hubiera podido imaginar… Más que un dormitorio, se trataba de un amplio salón-biblioteca con amplios balcones sobre el Gran Canal y una impresionante variedad de antigüedades y objetos curiosos distribuidos en mesas y vitrinas. Un verdadero museo, pero sin la impersonal frialdad de esa clase de lugares. Se notaba que alguien había preparado la estancia pensando en la comodidad de su ocupante, sin descuidar ningún detalle. Nieve y Corvino nunca dejaban de sorprenderla.

—No te dejes engañar por las apariencias —gruñó Argo, levantándose con esfuerzo de un sillón de cuero—. Es una prisión, por mucho que intenten disfrazarlo. Se me permite moverme libremente por el palacio, pero no abandonarlo. Y no puedo recibir visitas sin su consentimiento. Supongo que les habrás pedido permiso…

—Corvino me lo dio. —Jana dio un par de pasos hacia el guardián y se detuvo, indecisa. Bajo la intensa luz del mediodía, su rostro parecía más viejo y demacrado que en la oscura celda de los varuf. Había algo repulsivo en aquella alteración de sus rasgos, antaño delicados y aristocráticos: sus arrugas, la flaccidez de la piel y las hinchadas bolsas que rodeaban sus ojos tenían cierto aire caricaturesco, como un exagerado maquillaje para simular los efectos de la vejez sobre unas facciones todavía jóvenes.

Sin embargo, era evidente que no se traba de maquillaje, sino de una transformación real. El hecho de que Argo pareciese exhibir con orgullo su decrepitud no hacía sino acentuar la sensación de repugnancia que provocaba.

La claridad de la estancia también daba un aspecto diferente a las dañadas alas del guardián. Jana observó que, entre las plumas negras y polvorientas, destacaban decenas de esferas poco más grande que una canica, negras. Todas tenían un brillo extraño, grasiento… como si estuvieran recubiertas de hollín.

—He venido a preguntarte por el vídeo —dijo Jana, decidida a ir directamente al grano—. Tú me hiciste ir allí para ver esa ridícula grabación…

Argo regresó a su sillón y se dejó caer en él, haciendo un gesto de dolor al apoyarse en el respaldo.

—No debió parecerte tan ridícula cuando has juzgado necesario venir a preguntarme por ella —repuso en tono sarcástico.

—Sabes perfectamente que allí había algo más. Supongo que eras consciente de que lo descubriría. Las sombras en el reflejo. Me provocaron una visión, una visión muy poderosa.

—¿En serio? —Argo parecía realmente interesado—. ¿Qué fue lo que viste?

—Eso no te importa —replicó Jana, arrugando la frente—. Lo único que necesitas saber es que era algo que nunca habría podido ver por mí misma… ¿Entiendes lo que quiero decir?

Argo la miró con curiosidad.

—Los agmar tienen un gran dominio de las visiones —murmuró, como si hablase consigo mismo—. Y ella es una de las más hábiles dentro de su clan. Tiene que haber sido algo realmente impactante. Quizá un lugar fuera del tiempo y del espacio…

—No lo habría podido ver sin ese reflejo captado en la grabación —insistía Jana sin dejarse impresionar por la afectada reflexión de Argo—. Dime de dónde provenía ese reflejo… Si me has guiado hasta él, tiene que ser por algo.

Argo ladeó la cabeza y esbozó una torcida sonrisa.

—¿Tú qué crees que era? —preguntó—. Vamos, no puedes convencerme de que sea franco contigo si tú te niegas a serlo conmigo… En serio ¿cuál es tu teoría?

Jana vacilo un momento antes de contestar.

—Estoy casi segura de que lo que vi era una anticipación del futuro —dijo finalmente—. Y eso me ha hecho pensar en los antiguos libros de los Kuriles… Son los únicos objetos mágicos capaces de revelar distintos futuros posibles.

—Chica lista —aprobó Argo—. Pero te olvidas de un pequeño detalle: los libros Kuriles ya no existen. Drakul ordenó que no quedase ni uno sobre la faz de la Tierra.

Jana hizo un gesto de impaciencia.

—Vamos, Argo; no juegues conmigo. Tú sabías que llegaría a esa conclusión. Querías que llegase a ella. Ahora necesito saber por qué… ¿Quién tiene ese libro? ¿Tú?

Argo lanzó una carcajada que más bien sonó como un graznido.

—Si lo tuviera, ¿crees que me habría dejado atrapar como un idiota por esos repugnantes varulf? No, Jana no lo tengo. Pero creo que sé quien lo tiene, y puedo ayudarte a encontrarlo… A cambio, claro está, de que me saques de aquí.

Jana sonrió escéptica.

—¿De verdad has pensado en algún momento que voy a caer en una trampa tan burda? —preguntó irritada—. Siempre nos has subestimado, a mí y a los míos… Si ese libro existe, cosa que dudo, y si supieses cómo llegar hasta él lo último que harías sería compartir esa información conmigo.

Argo arqueó las cejas, fingiéndose ofendido.

—Evidentemente, eres tú quien me subestima. ¿Crees que el odio me ciega tanto como para no aprovechar una buena oportunidad cuando la tengo delante? Tú no me inspiras ninguna simpatía, no voy a negarlo. Y, si las circunstancias fueran otras, quizá no dudaría en hacerte todo el daño que pudiera. Pero las circunstancias son las que son. Me queda muy poco tiempo de vida, y estoy encerrado. Solo hay un objeto en el mundo que puede salvarme. Y la única persona que puede ayudarme a conseguirlo es una de mis enemigas. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Qué harías tú?

—Yo soy una persona bastante práctica —repuso Jana en tono mordaz—. No creo que sea tu caso…

Aquella réplica hizo sonreír de nuevo a Argo.

—La verdad es que debo admirar tu sinceridad. No es algo muy corriente por aquí. Tienes razón, no he sido muy pragmático en el pasado. Pero ahora no me queda otra alternativa. Es eso, o morir. Tú sabes lo que llegué a arriesgar para obtener la inmortalidad. No debe sorprenderte tanto que esté dispuesto a cualquier cosa con tal de recuperarla.

—Eso es lo que me sorprende. Lo que me sorprende es que hayas decido recurrir a mí. Sabes perfectamente que ya no tengo los poderes que tenía antes. Nadie los tiene. Bueno, excepto los humanos, claro. Ellos son los únicos que han mejorado… y parece que tú conoces a uno especialmente dotado para la magia. Ese tal Armand… ¿Por qué no le pides ayuda a él?

Argo medito un instante su respuesta.

—Armand te ha parecido un buen mago, ¿verdad? Sin embargo lo que has visto en ese vídeo no lo hizo él, en realidad.

—Nadie puede regresar de la muerte, ni siquiera el mejor de los magos. Era un truco.

—No es cierto, y tú lo sabes. Lo que viste era real. Pero no fue el poder de Armand el que lo provocó… Fue el poder del libro.

Jana miró con fijeza al guardián.

—¿Puedo sentarme? —preguntó, señalando una butaca veneciana situada muy cerca del sillón que ocupaba Argo.

El anciano asintió con un gesto, y Jana se dejo caer sobre la lujosa tapicería de flores bordadas. Cruzó las piernas, se apoyó con un suspiro en el respaldo de la butaca y sus ojos se volvieron a encontrarse con los del guardián, que reflejaban cierta impaciencia.

—Ni siquiera un libro kuril podría hacer resucitar a un hombre —dijo en tono cansado— ¿De verdad pensaste que iba a morder el anzuelo? Se mucho más sobre esos libros que tú…

—No te estoy hablando de un libro kuril como los demás. —Argo se había echado hacía delante en el sillón, como si necesitase sentirse más cerca de ella—. Te estoy hablando del primero de todos; del Libro de la Creación. Los Kuriles no lo escribieron; el libro ya existía desde mucho antes de que ellos apareciesen sobre la faz de la Tierra. Hay quien dice que los símbolos escritos en él dieron forma a este mundo… Los Kuriles utilizaron sus visiones para realizar una copia.

Jana miró al guardián con los ojos muy abiertos.

—¿Pretendes hacerme creer que lo que yo he visto en ese vídeo era un reflejo del Libro de la Creación? Estás loco…

—No exactamente del libro, sino de su copia. La que hicieron los Kuriles… Imagínate: solo es una réplica, pero tiene el poder suficiente para volver a organizar el cuerpo de un hombre a partir de las cenizas. ¿Te imaginas que podría hacer el original?

Jana tardó unos segundos en responder.

—Nunca he oído hablar de la existencia de ese libro. Mis padres me habrían contado algo sobre él, si realmente hubiese una pizca de verdad en la historia.

—Por lo que ha llegado a mis oídos, tu madre te ocultó muchas cosas —replicó Argo con una maligna sonrisa—. No debería sorprenderte una más. El Libro de la Creación es casi un tabú para los clanes medu. Ni si quieran se atreven a nombrarlo. ¿Y sabes una cosa? Creo que hacen bien.

—Entonces, ¿por qué me lo cuentas? Quizá no me convenga saberlo…

—Quizá no —admitió Argo—. Pero eres lo bastante insensata como para emprender su búsqueda, aunque no te convenga. ¿Crees que no te conozco, que no he seguido tus pasos, aunque fuera de lejos? Estabas dispuesta a cualquier cosa con tal de arrebatarles el poder a los drakul. A cualquier cosa…

—Eso fue hace tiempo —murmuró Jana con voz apagada—. Y no tiene sentido recordarlo. Erik está muerto… Ya no hay ninguna guerra que ganar.

Sin dejar de mirarla, Argo se echó hacia atrás pesadamente en su sillón. Un gemido brotó de su garganta cuando sus alas quedaron aprisionadas contra el respaldo.

—Puede que las circunstancias hayan cambiado, pero la gente no cambia de la noche a la mañana. Sigues siendo una chiquilla ambiciosa, que contempla frustrada como su clan navega a la deriva en medio de este absurdo mundo que Álex ha creado al liberar la magia de la Caverna. Si pudieras elegir, estoy seguro de que no dejarías las cosas como están. Harías algo por los tuyos; les devolverías parte de lo que han perdido. No solo a los agmar, quizá también al resto de los medu.

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