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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (21 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Cuando los árabes reunieron por fin el valor suficiente para entrar en el chamizo, previo disparo de unas cuantas ráfagas de proyectiles a través de las paredes, encontraron vacío el interior. Por entonces, Tarzán, en el fondo de la aldea, buscaba a Chulk pero no logró encontrar al simio por ninguna parte.

Despojado de su hembra, abandonado por sus compañeros y sin tener idea del paradero de su bolsa y de sus piedras de colorines, la rabia se apoderó de Tarzán mientras subía por la empalizada y desaparecía engullido por la oscuridad de la jungla.

No le quedó más remedio que renunciar a la búsqueda de la bolsa, de momento, puesto que entrar de nuevo en el campamento árabe equivaldría a arrojarse al precipicio del suicidio, ya que todos los habitantes del poblado se encontrarían sobre aviso, alertados y en pie de guerra.

Al huir de la aldea, el hombre-mono perdió el rastro del fugitivo Taglat, por lo que decidió trazar un amplio círculo a través de la selva, con ánimo de recuperarlo.

Chulk se había mantenido en su puesto hasta que los gritos y los disparos de los árabes sembraron el terror en su alma sencilla, porque si algo empavorece a los simios por encima de todas las cosas, ese algo son los palos tonantes de los tarmanganis. El estrepitoso alboroto impulsó a Chulk a trepar ágilmente por la empalizada. Franqueó su cima, se hizo jirones el albornoz durante la empresa y huyó hacia las profundidades de la jungla, sin dejar de emitir gruñidos y regañinas a alguna criatura inexistente.

Tarzán recorría velozmente la jungla en busca de la pista de Taglat y la hembra. Mientras, en un pequeño calvero iluminado por la luna, por delante, el gigantesco Taglat se agachó junto a la yacente figura de la mujer que el hombre-mono buscaba. Mordiéndolas y tirando de ellas con todas sus fuerzas, el simio trataba de romper a lo bestia las ligaduras que sujetaban los tobillos y las muñecas de lady Greystoke.

La dirección que llevaba Tarzán le conduciría a escasa distancia, por la derecha, del punto donde se encontraban y, aunque no los viera, el viento, que soplaba con cierta fuerza hacia él, llevaría hasta su olfato las emanaciones de la mujer y del simio.

Unos instantes más y Jane Clayton podría darse por salvada, incluso aunque Numa, el león, encogiera el cuerpo y tensara ya los músculos para desencadenar su ataque… Pero el destino decidió entonces dar una prueba más de su crueldad implacable: el viento cambió repentina y brevemente de rumbo y los efluvios de la mujer, que unos segundos antes habrían llegado hasta el olfato de Tarzán, se vieron impulsados en dirección contraria. El hombre-mono pasó a menos de cincuenta metros del drama que se estaba desarrollando en el claro, y, para Jane Clayton, la oportunidad de salvación se perdió en el aire.

CAPÍTULO XVIII

LA LUCHA POR EL TESORO

A
MANECIÓ antes de que Tarzán empezara a comprender que existía la posibilidad de que fracasara en su búsqueda. Pero incluso entonces sólo se mostró dispuesto a pensar que lo único que ocurría era que el éxito se retrasaba un poco más de la cuenta. Comería, dormiría y luego reanudaría la tarea. La selva era extensísima, pero la experiencia y la astucia de Tarzán eran también inmensas. Taglat podía alejarse cuanto quisiera pero, al final, Tarzán lo encontraría, aunque tuviera que examinar todos y cada uno de los árboles que crecían en la vastedad del bosque.

El hombre-mono iba haciéndose tales reflexiones mientras seguía el rastro de Bara, el ciervo, infortunada presa con cuya carne había decidido saciar su apetito aquel día. Durante media hora, las huellas le condujeron hacia el este, a lo largo de una bien trillada senda de caza; de pronto, con gran sorpresa por parte de Tarzán, la presa apareció de pronto ante su vista, galopando enloquecida directamente hacia él.

Tarzán, que avanzaba por la senda, se apresuró a saltar para ocultarse entre la vegetación de un lado del camino, de forma que el animal no pudo enterarse de que en aquella dirección se encontraba un enemigo. El ciervo aún se hallaba a bastante distancia cuando el hombre-mono saltó a la enramada de un árbol suspendida sobre el sendero. Y allí permaneció agazapado el animal de presa, a la espera de que llegase su víctima.

El hombre-mono ignoraba qué podía haber aterrorizado al ciervo hasta el punto de lanzarlo a tan frenética retirada… tal vez Numa, el león, o Sheeta, la pantera; pero fuera lo que fuese, a Tarzán de los Monos le importaba muy poco. Él estaba dispuesto a defender su presa contra cualquier otro habitante de la selva. Si no lo lograba mediante el vigor físico, aún disponía de otro poder más importante, el de su aguda inteligencia.

Y así, el desalado ciervo fue a meterse en las fauces de la muerte. El hombre-mono se puso de espaldas al animal, se afirmó encima de la rama extendida sobre el camino, dobladas las rodillas y atento el oído al repicar de los cascos para calcular el momento en que el ciervo llegaría bajo el árbol.

En el preciso instante en que la pieza pasaba como una centella por allí, Tarzán se dejó caer encima de su lomo. El impacto y el peso del hombre derribaron a Bara contra el suelo. Bregó para incorporarse y seguir su carrera, pero unos músculos poderosos le echaron la cabeza hacia atrás, le retorcieron el cuello con brusco movimiento y el ciervo dejó de existir.

Fue una muerte rápida, como rápidos fueron los movimientos inmediatos del hombre-mono, porque, ¿quién podía saber qué enemigo perseguía a Bara y a qué distancia estaba de su presa? Apenas habían chasqueado las vértebras del ciervo cuando el cuerpo del animal se encontraba sobre los anchos hombros de Tarzán quién, un segundo después, volvía a estar en la enramada baja de un árbol mientras sus agudas pupilas grises escudriñaban el camino en la dirección por la que había llegado el ciervo.

No tuvo que esperar mucho para que se le hiciera evidente la causa que motivó la aterrada huida de Bara a los oídos de Tarzán llegó en seguida el sonido inconfundible de jinetes que se acercaban.

Arrastrando su pieza tras de sí, el hombre-mono ascendió hasta las ramas del nivel medio, donde se acomodó confortablemente en la horqueta de un árbol, desde la que se dominaba el camino. Cortó una jugosa tajada del lomo del ciervo, hincó el diente a la carne fresca y saboreó a placer el fruto de su astucia y de su habilidad cinegética.

Mientras saciaba su hambre no descuidó la vigilancia del camino que discurría a sus pies. De modo que sus agudos ojos avistaron el belfo del primer caballo en cuanto empezó a asomar por la curva del serpenteante camino. Luego escrutaron uno tras otro a los jinetes que, en fila india, fueron pasando por debajo de su atalaya.

Entre ellos marchaba uno al que Tarzán reconoció automáticamente, aunque el dominio que el hombre-mono había aprendido a ejercer sobre sus propias emociones le permitió mantener inalterable la expresión, sin que el más leve gesto o ademán histérico pudiera revelar su presencia y, mucho menos, traicionar sus emociones internas.

Albert Werper cabalgaba entre los abisinios tan ajeno a la existencia allí de Tarzán como los que le precedían o los que iban detrás de él. El hombre-mono le examinó atentamente, mientras el belga pasaba por debajo del árbol, tratando de descubrir algún indicio de la bolsa que le había robado.

Cuando los abisinios se alejaron rumbo al sur, una figura enorme se irguió sobre el camino, la figura de un gigante blanco casi desnudo, que llevaba sobre los hombros el cuerpo sangrante de un ciervo. Tarzán sabía que, si seguía al belga, iba a transcurrir algún tiempo antes de que volviera a presentársele la ocasión de cazar otra pieza.

Apoderarse de aquel hombre que marchaba entre jinetes armados era algo que Tarzán sólo intentaría como último recurso, porque requeriría gran astucia y cautela, a menos que se les pusiera nerviosos y, a través del dolor o de la rabia, se les impulsara a una acción precipitada o irreflexiva.

Así que el belga y los abisinios continuaron su marcha hacia el sur y Tarzán de los Monos los siguió desplazándose silenciosamente por las oscilantes ramas del nivel medio de las frondas.

Tras dos jornadas de marcha se encontraron ante una gran llanura que se extendía al otro lado de las montañas, una planicie que Tarzán creyó reconocer y que despertó en su memoria ambiguos recuerdos y extraños anhelos. Los jinetes lanzaron sus corceles a través de aquel llano, seguidos por el hombre-mono, que avanzaba a prudente distancia, aprovechando todos los escondites que le brindaba el terreno.

Los abisinios hicieron un alto junto a un montón de maderas chamuscadas y Tarzán, tras acercarse sigilosamente y ocultarse detrás de unos matorrales, los observó asombrado. Los vio excavar la tierra y se preguntó si antes habrían enterrado carne en aquel punto y ahora volvían a recogerla. Se acordó de que también él había enterrado sus piedrecitas y la idea que le impulsó a hacerlo. ¡Excavaban para coger las cosas que los negros habían enterrado allí!

Observó entonces que extraían un objeto de color amarillo, cubierto de tierra, y le extrañó la alegría que Werper y Abdul Murak manifestaron al ver aquella cosa mugrienta. Los abisinios extrajeron muchas piezas similares, todas del mismo color amarillo sucio, hasta que formaron una buena pila en el suelo, un montón que Abdul Murak acarició con codicioso éxtasis.

Al contemplar aquellos lingotes de oro, algo se agitó en el cerebro del hombre-mono. ¿Dónde los había visto antes? ¿Qué eran? ¿Por qué los deseaban de aquel modo los tarmanganis? ¿A quién pertenecían?

Recordó a los negros que los habían enterrado allí. Aquellos objetos debían de ser de los indígenas. Werper se los estaba robando, como había robado la bolsa de piedras a Tarzán. Las pupilas del hombre-mono centellearon furiosas. Le gustaría encontrar a los negros y conducirlos hasta aquellos ladrones. Se preguntó dónde estaría la aldea de los dueños de aquellas piezas amarillas.

Mientras por la activa mente de Tarzán pasaban todos esos pensamientos, por la linde del bosque que bordeaba la llanura apareció una partida de hombres que avanzaron hacia las ruinas de la calcinada casa de campo.

Abdul Murak, siempre ojo avizor, fue el primero en divisarlos. Pero los recién llegados habían recorrido ya la mitad de la distancia de terreno descubierto. Abdul Murak ordenó a sus soldados que montaran a caballo y se prepararan para cualquier contingencia, porque en el corazón de África nadie sabe si el extraño que se le acerca es amigo o enemigo.

Werper saltó a la silla, clavó sus ojos en los individuos que se aproximaban y al instante, demudado, pálido y tembloroso, se dirigió a Abdul Murak:

—¡Es Ahmet Zek con sus forajidos! ¡Vienen en busca del oro!

Debió de ser en aquel preciso momento cuando Ahmet Zek descubrió el montón de lingotes amarillos y, al ver aquel grupo junto a las ruinas de la casa de campo del inglés, comprendió que era realidad lo que había sospechado y temido. Alguien le había ganado por la mano, alguien había llegado al tesoro antes que él.

El árabe se puso furioso. Últimamente, todo le salia mal. Había perdido las joyas, el belga se le había escapado y la dama inglesa se le escurrió de entre las manos por dos veces. Y ahora alguien se aprestaba a robarle un tesoro que él consideraba a salvo en aquel sitio, tan seguro como si nunca hubiera salido de la mina.

No le importaba quiénes pudieran ser los ladrones. No iba a renunciar al oro sin presentar batalla, eso seguro. Así que Ahmet Zek soltó un salvaje grito de guerra, ordenó a sus huestes que le siguieran, picó espuelas y se lanzó a la carga sobre los abisinios. Tras él, entre alaridos y maldiciones, la abigarrada horda de malhechores emprendió el galope, mientras agitaban las espingardas por encima de la cabeza.

Los soldados de Abdul Murak les dieron la bienvenida con una descarga cerrada que vació unas cuantas sillas. Pero, un segundo después, los bandidos cayeron sobre ellos y las espadas, pistolas y mosquetes de cada contendiente realizaron su espeluznante y sangrienta labor.

Los ojos de Ahmet Zek se fijaron en Werper nada más iniciar la primera carga. El árabe se precipitó hacia el belga y éste, aterrado ante el fatal destino que le esperaba, volvió grupas y emprendió una frenética carrera, en un esfuerzo por escapar. Ahmet Zek delegó a voces el mando de la operación en uno de sus lugartenientes, al que ordenó que, bajo pena de muerte, liquidara a todos los abisinios y trasladara el oro al campamento. Acto seguido, el cabecilla árabe partió al galope a través de la pradera en persecución del belga. La depravada naturaleza de Ahmet Zek le exigía regodearse saboreando el placer de la venganza, aunque ello representara arriesgarse a perder el tesoro.

Mientras perseguido y perseguidor se alejaban velozmente en dirección al distante bosque, la batalla adquirió un enconado y sangriento salvajismo. Ni los feroces abisinios ni los carniceros asesinos de Ahmet Zek daban ni pedían cuartel.

Desde su escondite de la maleza Tarzán presenciaba aquel sañudo combate, en medio del cual se había visto sorprendido, rodeado de tal forma que no encontraba resquicio por el que poder escabullirse para marchar en pos de Werper y el jefe de los malhechores.

Los abisinios formaban un círculo cuyo centro lo ocupaba la posición de Tarzán. Alrededor de los soldados galopaba la turba de ululantes bandidos, cuya táctica consistía en retirarse y atacar alternativamente, con cargas que los adentraban entre los abisinios para repartir tajos y mandobles con sus alfanjes.

Los hombres de Ahmet Zek eran superiores en número, y lenta pero implacablemente iban exterminando a los soldados de Menelek. Para Tarzán, el desenlace de la lucha era un asunto carente de importancia. La contemplaba con un solo objetivo: encontrar una vía de escape a través de aquel anillo de sanguinarios combatientes y marchar en persecución del belga y de la bolsa de guijarros.

Cuando vio a Werper en el sendero donde él, Tarzán, había sacrificado a Bara, pensó que sin duda los ojos le engañaban, ya que tenía la certeza de que Numa había matado y devorado al ladrón; pero después de seguir al destacamento abisinio durante dos jornadas, sin apartar los agudos ojos de la persona del belga, al hombre-mono no le cabía duda alguna acerca de la identidad de Werper, aunque entonces lo que le llenaba de desconcierto era la identidad del mutilado cadáver que en principio dio por supuesto que correspondía al hombre que buscaba.

Mientras permanecía oculto entre los matorrales y arbustos que poco tiempo antes constituyeron el orgullo y el placer de la esposa a la que ya no recordaba, un árabe y un abisinio, en el ardor de su contienda particular a cintarazo limpio, fueron acercando sus monturas hacia aquel punto.

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