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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tarzán en el centro de la Tierra (9 page)

BOOK: Tarzán en el centro de la Tierra
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Cumplidas estas formalidades preliminares, M´wa-lot avanzó seguido de sus gorilas, las hembras y los pequeñuelos de la tribu.

—¿Qué es esto? —preguntó de pronto M´wa-lot al descubrir a Tarzán.

—Es un gilak que hemos encontrado en uno de nuestros cepos —repuso Tar-gash.

—¿Y este es el festín para el que nos habéis convocado? —preguntó el rey colérico—. Podíais haberlo llevado a la tribu.

—No, no es este el festín que os hemos anunciado con el tambor —opuso Tar-gash—. Cerca del cepo donde estaba este gilak hay un thag muerto por un tarag.

—¡Ugh! —gruñó el rey—. Ya nos comeremos al gilak más tarde.

—Podemos danzar —sugirió uno de los gorilas que habían capturado a Tarzán—. Ya hace tiempo que no danzamos.

Cuando los sagoths, guiados por Tar-gash, emprendieron el camino hacia donde estaba el cuerpo del thag, las hembras gruñeron ferozmente al ver que uno de sus pequeños se acercaba a Tarzán. Los gorilas miraron con recelo al prisionero, y todos parecían inquietos por su presencia. Por estos y otros detalles, a Tarzán le recordaban a los gorilas de sus selvas, hasta el punto de que llegó un momento en que se creía en su verdadero mundo.

A escasa distancia delante de Tarzán marchaba M´wa-lot, el rey, y junto a él, To-yad. Los dos hablaban en voz baja, y a juzgar por las miradas furtivas que ambos lanzaban de vez en cuando hacia Tar-gash, que marchaba por delante de ellos, era evidente que hablaban de él. El rey parecía intrigado e irritado.

Tarzán se dio cuenta de su cólera y comprendió que la causa eran las palabras que le iba musitando en voz baja To-yad. La irritación del rey parecía ir contagiando a los otros gorilas, excepción hecha de Tar-gash. Pero la tormenta no estalló hasta que estuvieron a la vista del cadáver del thag. Entonces M´wa-lot se adelantó, esgrimiendo en alto su enorme garrote, con la evidente intención de partir el cráneo de Tar-gash atacándole por la espalda.

Tarzán, acostumbrado por la vida a defenderse con prontitud de los peligros, había aprendido también a pensar con rapidez. Sabía muy bien que no contaba con un solo amigo entre aquellos salvajes sagoths, pero también sabía que Tar-gash era el único entre todos ellos que podía llegar a serlo. Además, Tar-gash estaba necesitado en esos momentos de un amigo, ya que nadie, ni una voz, ni una mano amiga, se elevaban ahora para advertirle del peligro que corría.

Y Tarzán de los Monos, empujado por consideraciones de egoísmo y de legítima defensa, a la vez que de diversión y valor, tomó una decisión enérgica y tan rápida que nadie, entre la multitud de brutos que le rodeaba, pudo detenerle ni se dio cuenta de lo que ocurría.

—¡Kreeg-ah, Tar-gash! —gritó Tarzán con voz fuerte y potente, y, en el mismo instante, se lanzó hacia delante con inmenso ímpetu y rapidez, arrojando a To-yad de cabeza, con un simple pero fortísimo movimiento de su brazo de hierro, hacia la maleza que bordeaba el camino.

Al oír aquel grito de ¡Kreeg-ah!, que en el lenguaje de los gorilas significaba ¡cuidado!, Tar-gash se volvió con rapidez viendo entonces a M´wa-lot a pocos pasos de él con el garrote levantado; y vio además otra cosa que le hizo abrir muchísimo los ojos, con infinita sorpresa: el extraño gilak, al que él había hecho prisionero, había corrido hacia delante y estaba al lado y por detrás del rey M´wa-lot, y en aquel mismo instante su moreno brazo pasaba bajo el cuello del rey de los sagoths y apretaba, apretaba...

Enseguida, Tarzán, inclinándose, elevó sobre una de sus caderas a su enemigo y luego, levantándolo en vilo, lanzó al enorme M´wa-lot al suelo en medio de sus asombrados guerreros. Un segundo después, Tarzán se plantó de un salto junto a Tar-gash y, volviéndose, se quedó mirando con desafío a toda la tribu de gorilas.

Instantáneamente, una infinidad de garrotes se elevaron amenazadores en el aire.

—¿Luchamos, Tar-gash? —preguntó el hombre mono.

—Nos matarán —contestó Tar-gash—. Si no fueras un gilak podríamos escapar subiéndonos a los árboles y huyendo entre el follaje; pero tú no puedes trepar; tendremos que enfrentarnos a ellos aunque ello signifique nuestra muerte segura.

—¡Ve delante y muéstrame el camino! —contestó Tarzán—. ¡No hay sitio al que pueda trepar un sagoth que Tarzán no sepa escalarlo también!

—¡Ven conmigo entonces! —repuso Tar-gash.

Y diciendo esto, lanzó su garrote contra los gorilas que estaban más cercanos; a continuación, volviéndose, echó a correr sendero adelante. De un par de saltos trepó a un árbol corpulento, seguido de cerca por Tarzán de los Monos.

Los peludos guerreros de M´wa-lot les persiguieron de cerca durante algún trecho, pero acabaron renunciando a cazarles, tal y como Tarzán había supuesto, al saber que los gorilas cuando uno de ellos deserta de la tribu le dejan marchar, sin volverse a preocupar más de él.

Cuando se dieron cuenta de que sus enemigos no les perseguían, Tar-gash se detuvo entre las ramas de un árbol gigantesco. 

—Me llamo Tar-gash —dijo al ver como Tarzán se detenía a su lado.

—Y yo Tarzán —contestó el hombre mono.

—¿Por qué me avisaste del peligro? —preguntó Tar-gash.

—Ya te dije antes que no había venido a vuestro país como enemigo, sino como amigo —contestó Tarzán a su vez—. Por eso, cuando me percaté de que To-yad había conseguido irritar a M´wa-lot y lanzarlo contra ti para que te matara, te avisé. Tú habías sido el que impidió que los otros sagoths me dieran muerte cuando me hicisteis prisionero.

—¿Qué hacías aquí, en el país de los sagoths? —preguntó Tar-gash.

—Estaba cazando —repuso Tarzán.

—¿Y a dónde quieres ir ahora? —siguió preguntando el gorila.

Tarzán de los Monos vaciló. Miró al cielo, hacia el inmóvil sol de mediodía, cuyos rayos seguían penetrando entre el follaje de los árboles. Luego miró a su alrededor. Todo era arboleda, hojas, flores... Nada entre aquellos árboles y ramas podía indicarle, ni siquiera remotamente, la dirección por la que había venido.

¡Tarzán de los Monos se había perdido en aquella selva virgen!

Capítulo V
Después de la carnicería

J
ason Gridley, mirando hacia abajo desde las ramas del árbol en el que había encontrado refugio, observaba fascinado el horrible festín de los enormes felinos.

La escena que acababa de presenciar, aquel espectáculo horrible y salvaje, le hacía pensar en lo que debía de haber sido la vida en nuestro mundo al principio de la humanidad.

Aquello también le explicaba, tal vez, el fenómeno de la extinción de muchas especies.

El hecho de que los tigres hubieran acorralado a tantas bestias en aquella inmensa explanada selvática, para después asesinarlas y devorarlas, revelaba una inteligencia muy superior a la que tenían los carnívoros de nuestro mundo.

Gridley se fijó entonces en el inmenso número de animales que habían sido sacrificados, la mayor parte de ellos inútilmente desde el momento en que había mucha más carne de la que los tigres pudieran consumir antes de que llegara a una completa putrefacción. Este hecho le hizo pensar que, en el futuro, los mismos tigres llegarían a extinguirse. Además, en su ferocidad, al luchar luego entre ellos por las presas muertas, los felinos habían matado a muchos de los de su especie, machos y hembras, jóvenes y viejos. De modo que si aquella carnicería continuaba años y años, al final, extinguidas muchas especies, los tigres, empujados por el hambre, se devorarían entre ellos.

Los antepasados de los grandes felinos en nuestro mundo debían de haber desaparecido de ese modo, como ocurriría en Pellucidar.

Aquel fenómeno explicaba, quizá, la extinción en edades remotísimas de monstruos prehistóricos como los dinosaurios del período jurásico, que después de haber causado la extinción de numerosas especies contemporáneas suyas, se habían extinguido a sí mismos, al devorarse entre ellos los individuos de la misma especie.

Gridley, siguiendo un pensamiento y un razonamiento lógico, llegaba a su vez a imaginarse la extinción del hombre en nuestro mundo en época no muy lejana; en realidad, Gridley recordaba haber leído que numerosos sabios y científicos afirmaban que, dentro de unos doscientos años, o tal vez menos, la humanidad habría crecido de tal manera, y los recursos de nuestro globo, por el contrario, se habrían llegado a agotar de tal modo también, que las últimas generaciones de hombres acabarían por perecer o por recaer en el canibalismo más primitivo para continuar existiendo, aunque fuera por un corto período de tiempo.

Gridley veía en ello una imagen de la evolución de las especies, y se decía que quizá cada una de las que habían tenido una época de dominio y superioridad representaba una etapa hacia la perfección. Los invertebrados dieron nacimiento a los peces y a los reptiles; los reptiles a los pájaros y a los mamíferos, y estos, a su vez, se habían tenido que inclinar ante la mayor inteligencia del hombre.

¿Qué vendría después? Gridley tenía la certeza de que después del hombre vendría algo más, porque el hombre representaba el mayor error del Creador, que había puesto en nuestra especie todos los vicios y los malos instintos de los tipos precedentes de invertebrados y mamíferos, y apenas ninguna de sus virtudes. 

Mientras tales ideas le asaltaban al contemplar la carnicería que había a sus pies, otros pensamientos más importantes vinieron a llenarle de nueva inquietud: los referentes a la suerte que hubiera podido caer a sus pobres compañeros de expedición.

Sus ojos no distinguían a ningún ser humano ni vivo ni muerto. Empezó a dar gritos, llamándoles con todas sus fuerzas, pero los rugidos de las fieras que devoraban su festín ahogaban su voz. Tenía una vaga esperanza de que todos sus compañeros hubieran logrado salvarse, pero la suerte de von Horst sobre todo le llenaba de inquietud.

Otra idea que le asaltó, atormentándole, fue la de cómo podría regresar al dirigible. Pensaba que al caer la noche las bestias acabarían regresando a sus guaridas, pero, de pronto, al mirar al sol, recordó que en aquel extraño mundo nunca se hacía de noche. Entonces empezó a preguntarse cuánto tiempo haría que habían salido del dirigible; pero cuando consultó su reloj, no consiguió poner nada en claro: las manecillas podían haber dado una vuelta completa a la esfera desde que él consultara el reloj por última vez. ¿Cómo podía nadie calcular el tiempo después de las últimas emociones y sucesos ocurridos desde que abandonaron el O-220?

De cualquier forma, tan pronto como los tigres se hartaran, acabarían por marcharse. Sin embargo, luego vinieron hienas, chacales y perros salvajes, y, viendo a estos últimos, que formaban una espesa barrera manteniéndose a considerable distancia de los tigres, Gridley se dijo que en todo caso le impedirían huir.

Las hienas, sobre todo, tenían un aspecto horripilante. Eran tan grandes como los mastines de nuestro mundo, mostraban unas enormes mandíbulas y su piel estaba cubierta de un pelaje hirsuto y oscuro, excepto por el vientre y el pecho, en que era blanco.

Un hambre feroz asaltó a Gridley, al tiempo que un irresistible deseo de dormir. Aquello le confirmó su temor de que hacía mucho tiempo que habían salido del dirigible. Sin embargo, pasaba el tiempo y los tigres continuaban comiendo en la explanada.

Un toro gigantesco yacía muerto al pie del árbol en el que se encontraba Gridley. El tigre más cercano se encontraba a unas cincuenta yardas, y Gridley se encontraba hambriento, tan hambriento que miraba ansiosamente al toro muerto. Paseó la vista a su alrededor, calculando la distancia que separaba al tronco del árbol del tigre más próximo y el tiempo que tardaría en trepar de nuevo allí en el caso de que la bestia le atacara al bajarse al suelo. Había visto la batalla sostenida por los tigres, y sabía con qué rapidez se movían y cómo cualquiera de ellos, saltando, podía llegar muy cerca de la rama en la que se encontraba.

De todos modos su plan tenía pocas posibilidades de éxito, ya que el tigre más cercano podía darse cuenta de que bajaba. Pero a pesar de los innumerables riesgos, el hambre pudo más que la prudencia. Gridley sacó de la funda su cuchillo de caza y se deslizó suavemente a tierra, sin quitar ojo al tigre más próximo. Rápidamente cortó varios trozos de carne de una de las patas del toro.

De pronto, el tigre levantó la cabeza. Jason cortó una última rebanada de carne, se enfundó el cuchillo y subió prudentemente hacia lo alto. El felino cerró entonces los ojos y siguió comiendo sobre su presa.

El americano buscó entre el ramaje del árbol algunos tallos y hojas secas, y, en una cruz del mismo árbol encendió una hoguera, asando un gran trozo de la carne del toro. Esta le salió chamuscada por fuera y cruda por dentro; pero Gridley no recordaba haber comido en su vida un manjar tan exquisito.

No supo cuánto tiempo empleó en sus preparativos culinarios; pero cuando volvió a mirar hacia abajo, vio que la mayoría de los tigres habían abandonado sus presas y se alejaban lentamente de la explanada, en dirección a la inmediata selva. Sus vientres hinchados delataban a lo lejos el completo hartazgo de las fieras. Y, al retirarse los tigres, hienas, chacales y perros salvajes comenzaron a acercarse.

Las hienas mantuvieron alejados a los otros, y Gridley vio en perspectiva otra espera interminable. No se equivocó. Finalmente, cuando las hienas se retiraron, hartas, se acercaron los perros salvajes mientras los chacales se mantenían alejados del festín.

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