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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (27 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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Cuando el avión se detuvo de forma brusca y funesta, Smith-Oldwick se volvió enseguida para ver las consecuencias del accidente en la muchacha. La encontró pálida pero sonriente, y durante varios segundos los dos permanecieron en silencio, con la vista clavada el uno en el otro.

—¿Esto es el fin? —preguntó la muchacha.

El inglés hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Es el fin de la primera etapa —respondió.

—Pero no esperarás hacer reparaciones aquí —dijo ella, dubitativa.

—No —dijo él—, no si son importantes, pero quizá pueda hacer un arreglo provisional. Antes tendré que echarle un vistazo. Esperemos que no sea nada grave. Hay un largo camino hasta el ferrocarril de Tanga.

—No llegaríamos lejos —dijo la muchacha, con una leve nota de desesperanza en su tono de voz—. Completamente desarmados como estamos, sería poco menos que un milagro que recorriéramos la más mínima distancia.

—Pero no estamos desarmados —replicó el hombre—. Aquí tengo una pistola que aquellos pobres diablos no descubrieron —y destapando un compartimiento, sacó una automática.

Bertha Kircher se recostó en el asiento y se rió en voz alta, una risa sin alegría, medio histérica.

—¡Ese juguete! —exclamó—. ¿De qué diablos serviría aparte de para enfurecer a cualquier bestia de rapiña con la que te tropezaras?

Smith-Oldwick se quedó cabizbajo.

—Pero es un arma —dijo—. Tienes que admitirlo, y no cabe duda de que con ella podría matar a un hombre.

—Podrías, si te tropezaras con uno —dijo la muchacha— o si esa cosa no se atascara. En realidad, no tengo mucha fe en las automáticas. Las he usado.

Ah, claro —dijo él irónicamente—, un rifle automático seria mejor, porque quién sabe, quizá nos encontraríamos algún elefante aquí en el desierto.

La muchacha vio que el joven estaba dolido y lo lamentaba, pues comprendía que no había nada que él no hiciera para ella, para servirla o protegerla, y no era culpa suya ir tan mal armado. También, sin duda alguna, comprendía igual que ella la inutilidad de su arma y sólo la había mencionado con la esperanza de tranquilizarla a ella y reducir su ansiedad.

—Perdona —se disculpó la muchacha—, no pretendía ser desagradable, pero este accidente es la última gota proverbial. Me parece que he soportado todo lo que puedo soportar. Aunque estaba dispuesta a dar mi vida al servicio de mi país, no imaginaba que mi agonía sería tan larga, pues ahora me doy cuenta de que hace muchas semanas que estoy muriendo.

—¿Qué dices? —exclamó él—. ¿Qué quieres decir con eso? No estás muriendo. No te pasa nada.

—Oh, no es eso —dijo—, no me refería a eso. Lo que quiero decir es que en el momento en que el sargento negro, Usanga, y sus tropas nativas alemanas renegadas me capturaron y me llevaron tierra adentro, se firmó mi sentencia de muerte. A veces he imaginado que se me concede un indulto. A veces he esperado poder estar a punto de obtener el perdón, pero en realidad, en el fondo de mi corazón, he sabido que nunca viviría para volver a la civilización. He hecho mi parte por mi país, y aunque no ha sido mucho, al menos puedo irme con la convicción de que ha sido lo mejor que he podido ofrecer. Lo único que ahora puedo esperar, lo único que pido, es una ejecución rápida de la sentencia de muerte. No deseo seguir enfrentándome constantemente al terror y a la aprensión. Incluso la tortura física sería preferible a lo que me ha tocado vivir. No me cabe duda de que me consideras una mujer valiente, pero en realidad mi terror ha sido infinito. Los gritos de los carnívoros por la noche me llenan de un terror tan tangible que sufro dolor físico. Siento las afiladas garras en mi carne y los crueles colmillos mordisqueando mis huesos… para mí es tan real como si estuviera sufriendo realmente los horrores de semejante muerte. Dudo que puedas entenderlo…, los hombres sois diferentes.

—Sí —dijo él—, creo que lo entiendo, y como lo entiendo sé apreciar más de lo que imaginas el heroísmo que has demostrado soportando todo lo que has tenido que soportar. No puede existir valentía cuando no hay miedo. Un niño podría entrar en la guarida de un león, pero hay que ser un hombre muy valiente para ir a rescatarlo.

—Gracias —dijo ella—, pero no soy nada valiente, y ahora me avergüenza mucho mi falta de consideración por tus sentimientos. Procuraré esforzarme y los dos esperaremos lo mejor. Te ayudaré en todo lo que pueda, si me dices qué puedo hacer.

—Lo primero —replicó el hombre— es averiguar la gravedad de los daños sufridos, y luego ver qué podemos hacer para repararlos.

Smith-Oldwick trabajó durante dos días en el avión estropeado; trabajó pese a que desde el principio comprendía que el caso no tenía esperanzas. Y al final se lo dijo a ella.

—Lo sabía —respondió la muchacha—, pero creo que me sentía de una forma muy parecida a como debías de sentirte tú: que por inútiles que fueran nuestros esfuerzos aquí, resultaría fatal intentar deshacer el camino por la jungla que acabábamos de dejar o seguir hacia la costa. Sabes, y yo también, que no podríamos llegar al ferrocarril de Tanga a pie. Moriríamos de sed y de hambre antes de recorrer la mitad de la distancia, y si volvemos a la jungla, aunque fuéramos capaces de llegar a ella, no sería más que para cortejar un destino igualmente cierto, aunque distinto.

—¿O sea que da lo mismo que nos sentemos aquí a esperar la muerte en lugar de emplear nuestras energías en lo que sabemos sería un intento vano de escapar? —preguntó él.

—No —respondió ella—. Jamás me rendiré de ese modo. Lo que quiero decir es que es inútil intentar llegar a uno u otro lugar donde sabemos que hay comida y agua en abundancia, de modo que debemos partir en una nueva dirección. En alguna parte debe de haber agua en esta tierra salvaje, y si la hay, la mejor oportunidad de encontrarla sería seguir esta garganta hacia abajo. Nos queda suficiente comida y agua, si la tomamos con precaución, para dos días, y en ese tiempo quizá hayamos encontrado un manantial o incluso hayamos llegado a la región fértil que sé que existe al sur. Cuando Usanga me llevó desde la costa a la región de los wamabos, tomó una ruta hacia el sur a lo largo de la cual había agua y caza en abundancia. Hasta que nos aproximamos a nuestro destino, esa zona no estaba llena de carnívoros. O sea que hay esperanzas, si podemos llegar a la fértil región del sur, de que logremos alcanzar la costa.

El hombre meneó la cabeza con aire dubitativo.

—Podemos intentarlo —dijo—. Personalmente, no me gusta la idea de quedarme aquí sentado esperando la muerte.

Smith-Oldwick estaba apoyado en el avión, su abatida mirada dirigida al suelo, a sus pies. La muchacha miraba hacia el sur en la dirección de la única posibilidad que tenían de vivir. De pronto le cogió el brazo.

—Mira —susurró.

El hombre alzó la vista en la dirección en que ella miraba, y vio la enorme cabeza de un gran león que les estaba contemplando desde detrás de una rocosa proyección situada en el primer recodo de la garganta.

—¡Caramba! —exclamó—, están por todas partes.

—No se alejan mucho del agua, ¿verdad? —preguntó la muchacha llena de esperanza.

—Imagino que no —respondió él—, el león no es particularmente resistente.

—Entonces hay una pizca de esperanza —exclamó ella.

El hombre se rió.

—¡Y tan pizca! —dijo él—. Me recuerda al petirrojo anunciando la primavera.

La muchacha le lanzó una rápida mirada.

—No seas tonto, y no me importa que te rías. A mí me llena de esperanzas.

—Probablemente es un sentimiento mutuo —replicó Smith-Oldwick—, ya que sin duda nosotros lo llenamos de esperanzas a él.

El león, evidentemente satisfecho por la naturaleza de las criaturas que tenía ante sí, avanzó despacio en su dirección.

—Vamos, subamos a bordo —dijo el hombre y ayudó a la muchacha a subir por el costado del aparato.

—¿No podrá subir aquí? —preguntó ella.

—Creo que sí —respondió el hombre.

—Me tranquilizas mucho —espetó ella.

—No lo creo —y sacó su pistola.

—Por el amor de Dios —exclamó ella—, no le dispares con esa cosa. Podrías darle.

—No tengo intención de dispararle, pero a lo mejor logramos asustarle si intenta llegar hasta nosotros. ¿No has visto nunca a un domador de leones? Lleva una pistola de juguete cargada con balas de fogueo. Con eso y una silla de cocina somete a la más feroz de las bestias.

—Pero tú no tienes una silla de cocina —le recordó ella.

—No —dijo él—. El gobierno siempre estropea las cosas. Siempre he sostenido que los aviones deberían ir provistos de sillas de cocina.

Bertha Kircher se rió con tanta naturalidad y tan poca histeria como si se la hubiera provocado una conversación intrascendente durante el té de la tarde.

Numa, el león, se acercó a ellos sin vacilar; su actitud parecía más de curiosidad que de beligerancia. Cerca del costado del aparato se detuvo y se quedó mirándoles fijamente.

—Es magnífico, ¿no te parece? —exclamó el hombre.

—Jamás he visto una criatura más hermosa —dijo ella—, ni ninguna con un pelaje tan oscuro. ¡Si casi es negro!

El ruido de sus voces pareció no gustarle al señor de la jungla, pues de pronto profundas arrugas surcaron su gran rostro y exhibió sus colmillos bajo unos labios que gruñían y de los que enseguida brotó un airado rugido. Casi simultáneamente, se agazapó para dar un salto y de inmediato Smith-Oldwick descargó su pistola, apuntando al suelo delante del león. El efecto del ruido en Numa no pareció sino enfurecerle más, y con un horrible rugido saltó hacia el autor del nuevo e inquietante ruido que había ofendido a sus oídos.

Al mismo tiempo, el teniente Harold Percy Smith-Oldwick saltó con torpeza de la cabina al otro lado de su avión, gritando a la muchacha que siguiera su ejemplo. La chica, comprendiendo la inutilidad de saltar al suelo, prefirió la alternativa que le quedaba y se encaramó a la parte superior del avión.

Numa, que no estaba acostumbrado a las peculiaridades de la construcción de un aeroplano y había llegado a la cabina delantera, observó a la muchacha escapar de su alcance sin que al principio hiciera nada para evitarlo. Tras tomar posesión del avión, su ira pareció abandonarle de pronto y el animal no hizo ningún movimiento para seguir a Smith-Oldwick. La muchacha se dio cuenta de la seguridad que comparativamente le ofrecía su posición, se había arrastrado hasta el borde exterior del ala y gritaba al hombre que intentara llegar al extremo opuesto de la parte superior del avión.

Esta escena fue la que Tarzán de los Monos contempló cuando dio la vuelta al recodo de la garganta sobre el avión, después de que el disparo de pistola le llamara su atención. La muchacha estaba tan atenta observando los esfuerzos del inglés para llegar a un lugar seguro, y éste estaba tan ocupado intentando hacerlo, que ninguno de los dos se percató del silencioso avance del hombre-mono hacia ellos.

Fue Numa el primero que reparó en el intruso. El león puso de manifiesto su disgusto inmediatamente dirigiéndole un gruñido y una serie de rugidos de advertencia. Su acción llamó la atención de los que estaban sobre el avión hacia el recién llegado; la muchacha exhaló un «¡Gracias a Dios!» ahogado, aunque apenas podía dar crédito a lo que le mostraban sus ojos: el hombre salvaje, cuya presencia siempre significaba seguridad, llegaba providencialmente en el momento más oportuno.

Casi de inmediato, ambos se horrorizaron al ver a Numa saltar desde la cabina y avanzar hacia Tarzán. El hombre-mono, que llevaba preparada su lanza, se adelantó muy despacio para reunirse con el carnívoro, al que había reconocido como el león de la trampa de los wamabos. Sabía, por la forma en que Numa se aproximaba, lo que ni Bertha Kircher ni Smith-Oldwick sabían: que en ello había más curiosidad que beligerancia, y se preguntó si en aquella gran cabeza no podría haber algo parecido a la gratitud por la bondad que Tarzán le demostró.

A Tarzán no le cabía ninguna duda de que Numa le reconocía, pues conocía a sus compañeros de la jungla lo suficiente para saber que si bien olvidan algunas sensaciones más deprisa que el hombre, hay otras que permanecen en su memoria durante años. Un rastro de olor bien definido podría no olvidarse jamás si la bestia lo percibía por primera vez en circunstancias inusuales, y por eso Tarzán confiaba en que el olfato de Numa ya recordara todas las circunstancias de su breve relación.

El amor a los riesgos con cierta probabilidad de éxito es inherente a los anglosajones y ahora Tarzán de los Monos no era sino John Clayton, lord Greystoke, quien recibió sonriente y con agrado el riesgo calculado que debía correr para descubrir hasta dónde llegaba la gratitud de Numa.

Smith-Oldwick y la muchacha vieron a los dos acercarse uno a otro. El primero juró suavemente entre dientes mientras toqueteaba con nerviosismo la pequeña arma que llevaba a la cadera. La muchacha se llevó las manos abiertas a las mejillas mientras se inclinaba hacia adelante en un silencio pétreo y horrorizado. Aunque confiaba plenamente en la destreza de aquella criatura divina, que con tanta osadía se atrevía a enfrentarse al rey de las bestias, estaba segura de lo que sin duda sucedería cuando ambos se encontraran. Había visto a Tarzán pelear con Sheeta, la pantera, y se había dado cuenta de que por fuerte que fuera aquel hombre, eran la agilidad, la astucia y la casualidad lo que le situaban por encima de su salvaje adversario; y que de los tres factores a su favor, la casualidad era el principal.

La muchacha vio al hombre y al león pararse al mismo tiempo, a no más de un metro de distancia. Vio la cola de la bestia moverse rápidamente de un lado al otro y oyó sus profundos gruñidos que surgían de su cavernoso pecho, pero no supo interpretar correctamente ni el movimiento de la cola ni las notas del gruñido.

Para ella no indicaban otra cosa que una furia bestial, mientras que para Tarzán de los Monos eran conciliadores y tranquilizantes en extremo. Y entonces vio que Numa se acercaba más, hasta que su hocico tocó la pierna desnuda del hombre, y la muchacha cerró los ojos y se los cubrió con las manos. Durante lo que le pareció una eternidad, aguardó el horrible ruido de la confrontación que sabía se produciría, pero lo único que oyó fue un explosivo suspiro de alivio procedente de Smith-Oldwick y un medio histérico:

—¡Caramba! ¡Mira eso!

Ella alzó la mirada y vio al gran león frotando su peluda cabeza en la cadera del hombre, y la mano libre de Tarzán enredada en la cabellera negra de Numa, el león, mientras le rascaba detrás de una oreja.

BOOK: Tarzán el indómito
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