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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán el indómito (10 page)

BOOK: Tarzán el indómito
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De pronto el caballo levantó la cabeza y soltó un bufido, y con un pequeño grito de terror la muchacha se levantó de un brinco. El animal se volvió y echó a trotar hacia ella hasta que la cuerda que le ataba le hizo detenerse, y entonces se giró y escudriñó la noche con las orejas tiesas; pero la muchacha no veía ni oía nada.

Transcurrió otra hora de terror durante la cual el caballo a menudo levantó la cabeza para mirar larga y penetrantemente hacia la oscuridad. De vez en cuando la muchacha echaba más leña al fuego. Sus párpados cansados insistían en cerrarse; pero ella no se atrevía a dormir. Temerosa de que la venciera la somnolencia que se estaba apoderando de ella, se levantó y paseó de un lado a otro a paso vivo; luego arrojó un poco más de leña al fuego, volvió a pasearse, acarició el hocico del caballo y volvió a su asiento.

Apoyada en la silla de montar trató de ocupar su mente con los planes para el día siguiente; pero debió de quedarse adormilada. Despertó con un sobresalto. Era pleno día. La horrible noche con sus indescriptibles terrores había desaparecido.

Apenas podía creer el testimonio de sus sentidos. Había dormido horas, el fuego se había extinguido y, sin embargo, ella y el caballo se hallaban sanos y salvos; tampoco había señales de que ninguna bestia salvaje anduviera cerca. Y, lo mejor de todo, brillaba el sol, señalando el camino recto hacia el este. Comió apresuradamente unos bocados de sus preciadas raciones, que con un trago de agua constituyeron su desayuno. Luego ensilló su caballo y montó. Ya se sentía a salvo en Wilhelmstal.

Sin embargo, posiblemente habría revisado sus conclusiones si hubiese visto los dos pares de ojos que observaban con atención cada uno de sus movimientos, desde diferentes puntos, entre los matorrales.

Alegre y sin sospechar nada, la muchacha cruzó el claro hacia los matorrales mientras directamente ante ella dos ojos amarillo-verdosos relucían, redondos y espantosos, una cola de color tostado se movía nerviosamente y unas grandes patas almohadilladas se juntaban bajo un lustroso tonel para dar un potente salto. El caballo se hallaba casi en la linde de los matorrales cuando Numa, el león, se lanzó en el aire. Golpeó el hombro derecho del animal en el instante en que reculaba, aterrado, para salir huyendo. La fuerza del impacto lanzó al caballo al suelo hacia atrás, y ocurrió tan deprisa que la muchacha no tuvo oportunidad de soltarse sino que cayó al suelo con su montura, inmovilizada su pierna izquierda bajo su cuerpo.

Presa del pánico, vio al rey de la selva abrir sus poderosas fauces y coger por el cogote a la criatura, que no dejaba de chillar. Las grandes fauces se cerraron y hubo entonces un instante de lucha mientras Numa sacudía su presa. La muchacha oyó romperse las vértebras cuando los potentes colmillos las aplastaron, y luego los músculos de su fiel amigo se relajaron, pues estaba muerto.

Numa se agazapó sobre su víctima. Sus aterradores ojos estaban clavados en el rostro de la chica; ella notaba su cálido aliento en la mejilla y el olor del fétido vapor le provocó náuseas. Durante lo que a la muchacha le pareció una eternidad, los dos permanecieron mirándose fijamente hasta que el león dejó escapar un gruñido amenazador.

Nunca antes había estado tan aterrorizada Bertha Kiercher; jamás había tenido semejante causa para sentir terror. Tenía su pistola en la cadera, un arma formidable para matar a un hombre, pero en realidad algo insignificante para amenazar a la gran fiera que tenía ante sí. Sabía que, como mucho, podría enfurecerle, y sin embargo estaba dispuesta a vender cara su vida, pues sentía que debía morir. Ningún socorro humano le habría servido de nada aunque hubiera estado allí para ofrecérsele. Por un momento desvió la mirada de la fascinación hipnótica de aquel espantoso rostro y exhaló una última plegaria a su Dios. No pidió ayuda, pues tenía la sensación de que se hallaba fuera del alcance incluso del socorro divino; sólo pidió que el fin fuera rápido y con el menor dolor posible.

Nadie puede profetizar qué hará un león en una situación de emergencia. Éste miraba a la chica con ojos relucientes, le gruñó un momento y luego se puso a comer el caballo muerto. Fräulein Kircher se maravilló por un instante y después, con cautela, intentó sacar su pierna de debajo del cuerpo de su montura, pero no pudo moverla. Aumentó la intensidad de sus esfuerzos y Numa levantó la mirada de su comida para volver a gruñir. La muchacha desistió. Esperaba que el animal pudiera satisfacer su hambre y luego se marchara para ir a tumbarse; pero le resultaba difícil creer que la dejaría allí con vida. Sin duda arrastraría los restos de su víctima hasta los matorrales para esconderlos y, como no le cabía duda de que a ella la consideraba parte de su presa, regresaba a buscarla o posiblemente la arrastraría primero y después la mataría.

Numa volvió a concentrarse en su alimentación. La muchacha tenía los nervios a punto de estallar. Le extrañaba que no se hubiera desmayado a causa de la tensión producida por el terror y el susto. Recordaba que a menudo había deseado ver un león de cerca, matarlo y alimentarse con él. ¡Por Dios, con qué realismo le había sido concedido su deseo!

Volvió a acordarse de la pistola. Al caer, la pistolera resbaló hacia un lado y ahora el arma estaba debajo de su cuerpo. Intentó cogerla muy despacio; pero al hacerlo se vio obligada a levantar el cuerpo del suelo. Al instante el león se movió. Con la rapidez de un felino alargó la pata sobre el cadáver del caballo y colocó una pesada zarpa sobre el pecho de la muchacha, aplastándola contra el suelo, gruñendo todo el rato de un modo horrible. Su cara era la viva imagen de una furia espeluznante. Por un momento ninguno de los dos se movió, y luego la muchacha oyó detrás de ella una voz humana que emitía unos sonidos bestiales.

De pronto Numa levantó la mirada de la cara de la chica y miró a lo que había detrás de ésta. Sus gruñidos se convirtieron en rugidos mientras se echaba hacia atrás; al retirarse casi arrancó la parte delantera de la chica con sus largas garras, dejando al descubierto su pecho, aunque por algún milagro del azar las largas uñas no lo tocaron.

Tarzán de los Monos había presenciado el encuentro desde el momento en que Numa saltó sobre su presa. Durante un rato estuvo observando a la muchacha, y cuando el león la atacó, al principio pensó dejar que Numa se ocupara de ella. ¿Qué era sino un odiado alemán, y espía, por añadidura? La vio en el cuartel general de los alemanes conferenciando con el estado mayor, y la vio de nuevo dentro de las líneas británicas, disfrazada de oficial británico. Este último pensamiento fue lo que le urgió a intervenir. Sin duda, el general Jan Smuts se alegraría de conocerla e interrogarla. Tal vez la obligaran a divulgar información valiosa para el mando británico antes de fusilarla.

Tarzán reconoció no sólo a la chica sino también al león. Todos los leones pueden parecerle iguales a usted o a mí; pero no a sus vecinos de la jungla. Cada uno posee sus características individuales de rostro, forma y modo de andar, tan bien definidos como los que diferencian a los miembros de la familia humana, y además estas criaturas de la jungla disponen de una prueba aún más positiva: la del olor. Todos nosotros, hombres o bestias, poseemos nuestro propio olor, y gracias a éste las bestias de la jungla, dotadas de milagrosos poderes olfativos, reconocen a los individuos.

Es la prueba final. Ha visto usted la demostración un millar de veces: un perro reconoce su voz y le mira. Conoce su rostro y su figura. Bien, en su mente no le cabe ninguna duda de que se trata de usted, pero ¿está satisfecho? No, señor; tiene que acercarse y olerle. Todos sus demás sentidos pueden ser falibles, pero no el del olfato, y por eso se asegura esa la prueba final.

Tarzán reconoció a Numa como el león al que amordazó con el pellejo de Horta, el verraco, el león al que llevó atado con una cuerda durante dos días y por fin lo soltó en una trinchera de la línea alemana, y sabía que Numa le reconocería, que recordarla la afilada lanza que le estuvo pinchando para someterle y hacerle obedecer, y Tarzán esperaba que la lección aprendida aún perdurara en el león.

Ahora se acercó llamando a Numa en la lengua de los grandes simios, advirtiéndole que se alejara de la muchacha. Es discutible si Numa, el león, le entendió; pero sí entendió la amenaza de la gruesa lanza que el tarmangani blandía en su morena mano derecha, por eso reculó, gruñendo, tratando de decidir en su pequeño cerebro si atacar o huir.

El hombre-mono se acercaba sin detenerse, directo hacia el león.

—Vete, Numa —gritó— o Tarzán volverá a atarte y te llevará a través de la jungla sin comida. ¡Mira a Arad, mi lanza! ¿Recuerdas que su punta te pinchaba y su mango te golpeaba la cabeza? ¡Vete, Numa! ¡Soy Tarzán de los Monos!

Numa frunció la piel de su rostro, formando grandes pliegues hasta que sus ojos casi desaparecieron, y gruñó, y rugió y volvió a gruñir y a rugir, y cuando la punta de la lanza por fin se le acercó lo bastante la golpeó perversamente con su garra armada; pero se retiró. Tarzán pasó por encima del caballo muerto y la chica que yacía detrás de él miró con ojos desorbitados la apuesta figura que apartaba lentamente a un león furioso de su víctima.

Cuando Numa retrocedió unos metros, el hombre-mono gritó a la muchacha en perfecto alemán:

—¿Está usted herida?

—Creo que no —respondió ella—, pero no puedo sacar el pie de debajo del caballo.

—Vuelva a probarlo —ordenó Tarzán—. No sé cuánto rato podré mantener a Numa alejado de aquí.

La muchacha hizo frenéticos esfuerzos; pero al fin se recostó apoyándose en un codo.

—Es imposible —dijo a Tarzán.

Él retrocedió lentamente hasta que volvió a estar junto al caballo, bajó la mano y agarró la cincha, que aún estaba intacta. Luego, con una mano levantó el cuerpo de animal. La muchacha se liberó y se puso en pie.

—¿Puede andar? —le preguntó Tarzán.

—Sí —respondió ella—. Se me ha dormido la pierna, pero no parece lastimada.

—Bien —comentó el hombre-mono—. Retroceda despacio detrás de mí; no haga ningún movimiento brusco. Me parece que no atacará.

Con la máxima parsimonia los dos avanzaron hacia los matorrales. Numa se quedó quieto un momento, gruñendo; luego les siguió, lentamente. Tarzán se preguntaba si pasaría de largo de su presa o si se detendría allí. Si les seguía, era de esperar que les atacara, y si Numa atacaba era muy probable que alcanzara a uno de los dos. Cuando el león llegó al cuerpo inerte del caballo, Tarzán se paró y también lo hizo el animal, tal como Tarzán pensaba que haría, y el hombre-mono esperó para ver qué hacía el león a continuación. Éste les miró un momento, gruñó enojado y luego bajó la mirada a la tentadora carne. Entonces se agachó sobre su víctima y se puso a comer de nuevo.

La muchacha exhaló un profundo suspiro de alivio cuando ella y el hombre-mono reanudaron su lenta retirada echando sólo una ocasional mirada al león, y cuando por fin llegaron a los matorrales y se volvieron y penetraron en ellos, sintió un repentino vahído de modo que se tambaleó y se habría caído de no ser porque Tarzán la cogió. Tardó sólo un instante en recuperar el control de sí misma.

—No he podido evitarlo —dijo como disculpándose—. He estado tan cerca de la muerte, de una muerte tan horrible, que por un instante me he dejado vencer por el miedo; pero ya estoy bien. ¿Cómo podré agradecerte jamás lo que has hecho? Ha sido maravilloso; no parecías tener miedo a esa espantosa criatura, sin embargo ella sí parecía tenértelo a ti. ¿Quién eres?

—Ese animal me conoce —respondió Tarzán, serio—, por eso me teme.

Estaba de pie de cara a la chica, y por primera vez tuvo ocasión de mirarla de cerca. Era muy guapa, eso era innegable; pero Tarzán captó su belleza sólo de un modo subconsciente. Era superficial; no daba color a su alma, que debía de ser negra a causa del pecado. Era alemana, una espía alemana. La odiaba y deseaba sólo conseguir su destrucción; pero elegiría la manera de hacerlo que resultara más perjudicial a la causa enemiga.

Vio sus pechos desnudos cuando Numa le había desgarrado la ropa y, colgando entre la suave y pálida carne vio lo que le produjo un repentino gesto ceñudo de sorpresa y de rabia: el medallón de oro con diamantes de su juventud, la prenda de amor que había sido robada del pecho de su compañera por Schneider, el tudesco. La muchacha vio el gesto pero no lo interpretó correctamente. Tarzán la cogió bruscamente del brazo.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó, arrebatándole el medallón.

La muchacha se irguió.

—Quítame la mano de encima —pidió, pero el hombre-mono no prestó atención a sus palabras y la agarró con más fuerza.

—¡Respóndeme! —espetó—. ¿De dónde lo has sacado?

—¿Qué es para ti? —preguntó ella a su vez con aspereza.

—Es mío —respondió él—. Dime quién te lo dio o te arrojaré de nuevo a Numa.

—¿Serías capaz? —preguntó ella.

—¿Por qué no? —dijo él—. Eres una espía y los espías deben morir si son atrapados.

—Entonces, ¿ibas a matarme?

—Iba a llevarte al cuartel general. Allí se encargarán de ti; pero Numa puede hacerlo con gran eficacia. ¿Qué prefieres?

—El capitán Fritz Schneider me lo regaló —dijo ella.

—Entonces, al cuartel general —dijo Tarzán—. ¡Vamos!

La muchacha avanzaba por los matorrales a su lado mientras su mente trabajaba con rapidez. Se dirigían hacia el este, lo cual le convenía, y mientras siguieran hacia el este agradecería disponer de la protección del gran salvaje blanco. Especuló sobre el hecho de que su pistola aún colgara de su cadera. Aquel hombre debía de estar loco si no se la quitaba.

—¿Qué te hace pensar que soy una espía? —preguntó tras un largo silencio.

—Te vi en el cuartel general alemán —respondió él y después dentro de las líneas británicas.

La muchacha no podía permitir que la devolviera a ellos. Debía llegar a Wilhelmstal enseguida y estaba decidida a hacerlo aunque tuviera que recurrir a su pistola. Lanzó una mirada de soslayo a la alta figura. ¡Qué criatura tan magnífica! Pero aun así, era un bruto que la mataría o haría que la mataran si ella no le mataba a él. ¡Y el medallón! Tenía que recuperarlo; el medallón tenía que llegar sin falta a Wilhelmstal. Tarzán iba ahora unos pasos por delante de ella, pues el camino era muy estrecho. Ella sacó su pistola con gran cautela. Un solo disparo bastaría, y estaba tan cerca que no podía fallar. Mientras se imaginaba la escena, sus ojos se posaron en la morena piel con los abultados músculos bajo ella, los miembros y la cabeza perfectos, y el porte que un orgulloso rey de la antigüedad habría envidiado. Una oleada de repulsión por el acto que había pensado llevar a la práctica la inundó. No, no podía hacerlo; sin embargo, debía liberarse y recuperar la posesión del medallón. Y entonces, casi a ciegas, levantó la pistola y golpeó pesadamente a Tarzán en la parte posterior de la cabeza con la culata. Tarzán se desplomó al suelo como un buey acogotado.

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