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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

Si a los tres años no he vuelto (5 page)

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Pero esa vez regresaron por el camino a Francia, hacia Irún, en el coche de línea. Y después, un coche de caballos —una diligencia, decía su prima Pilar, que era más fina— les había llevado hasta El Paular. La abuela ya iba cansada, muy cansada, y unas semanas después se marchó al otro mundo, sin molestar a los hijos que le quedaban en el valle, cuando ya los señores de letras que disfrutaron de sus veranos en la vieja cartuja, del sonido del arroyo de Santa María a la sombra del Peñalara, veían más cercano el alumbramiento de la República, con todas las esperanzas puestas en el futuro.

El día que la Justa dijo adiós, el sacristán voleó las campanas en demasía, hasta que un excursionista le preguntó a qué se debía tanto escándalo, además del toque a clamor. «¡Ha muerto la Justa, la más generosa! ¡Toda la vida hizo honor a su nombre!», contaban sus tíos que había respondido el Ratonero.

Cierto o no, en el siguiente número de la revista
Peñalara
, los
peñalaros
que tantas veces habían sido acogidos por la matriarca de El Paular le dedicaron un artículo de despedida —«¡Ha muerto la Justa!»—, reconociendo que en la vieja cartuja y en el monasterio ya nada sería lo mismo. Pero hacía años que ya nada era lo mismo, y en los dos últimos, desde el alzamiento militar contra la República, muchos de aquellos ilustrados que habían despedido a la mesonera ya habían cruzado las fronteras escapando de la guerra, de la persecución, del tiro en la nuca, de las tapias de los cementerios, mientras que otros de aquellos sabios se cobijaban a la sombra de los militares golpistas, más allá del frente de Somosierra. Se habían trasladado a Salamanca o a Burgos.

La muchacha aspiró fuerte el olor de la tea para guardarlo dentro de sus pulmones. Acompasó su oído al ruido del Artiñuelo, que pasaba al otro lado de la calle, oyó a Silverio abrir el pajar y arrear a las vacas hacia el prado cuando aún el sol sólo apuntaba media curva y el naranja de La Morcuera se teñía de tibio blanquiazul. Porque en marzo, durante alguna semana engañosa, despuntaba la primavera y el ganado salía a pastar con sus terneros. Los cencerros se adelantaban a veces al sonido del gallo y a la sirena de la fábrica belga, que llamaba a los obreros a la entrada al tajo. Había que aprovechar los primeros pastos y la falta de nieve para que la hierba seca aguantara un poco más en los pajares. Porque tras los días tramposos del marzo ventoso y un abril lluvioso, en Rascafría no siempre mayo era florido y hermoso. Alguna nevada traicionera podía arruinar el mes de la Virgen y cubrir de nuevo las cumbres de Peñalara, Cabeza de Hierro y la Mujer Muerta. Jimena aún recordaba un año, cuando subió a la laguna de Peñalara en agosto y los neveros del Reventón estaban repletos de hielo. Eran tiempos en los que la mancha blanca, en las faldas del pico, enlazaba con las primeras nieves de finales de octubre.

Atrapada por la memoria, se arrebujó en la vieja toquilla de su madre, que aún olía al humo y al hollín pringoso de la Peña Hueca. Una oleada le atenazó el alma al reparar en que ese año no recogería las violetas silvestres ni haría el ramillete para las mesillas. Se perdería la fragancia del lilo del patio y de los que cubrían la pared de Los Batanes, frente a El Paular, al otro lado del arroyo de Santa María. Tampoco tendría que sacudirse las avispas que chupaban el cáliz de las peonías de Santa Ana.

Con una intensidad nunca antes vivida, por las aletas de su nariz penetró el aroma del arroz con leche con naranja y canela que tantas veces había rebañado en la cocina de aquella casa o en los fogones del monasterio, los restos pegados que la abuela dejaba limpiar a sus tres nietos. Una enorme congoja se le extendió por el pecho, un sollozo le subió a la garganta. Nadie dentro de la casa, aún durmiente, debía escucharla. Se acercó a apoyarse en el zarzo justo cuando Silverio cruzaba hacia el puente con las vacas suizas, mansas, bobas, y sus terneros, camino del pilón y el toril.

La puerta de doble hoja se arrastró detrás de ella y un efluvio de achicoria llegó por su espalda, con los pasos de Luis, que, con la guerrera sobre los hombros, la estrechó por la espalda contra su pecho y hundió el rostro en su cuello.

—Nunca dejarás de oler así, a manzana, a humo, a lluvia, a campo…

La muchacha comenzó a sollozar despacio, con una fuerza que la sacudía como si fuera una hoja de fresno, pequeña, frágil, batida en una tormenta de agosto por el aguaviento y el granizo.

—Jimena, no tienes por qué venir. Nos casamos aquí, hoy mismo, en el ayuntamiento si tú quieres. Tengo miedo por ti. En Madrid todo está muy difícil. Podemos perder la guerra, vamos a perder la guerra…

El susurro de Luis entre su oído y su nuca mientras la abrazaba con fuerza y estiraba su guerrera hasta los hombros de ella no impidió a Jimena negar con la cabeza, con una testarudez y una resolución que nunca antes Luis había visto en ella. Sin duda, y pasara lo que pasara, sería la mujer de su vida.

Cuando entraron en la casa, Carmen y Lorenzo se afanaban sobre el fogón ya encendido. Carmen retiraba el cazo con la leche, el agua de achicoria estaba en la mesa, y Lorenzo cortaba sobre la tabla rebanadas de la hogaza de pan. Les ordenó en voz baja que se sentaran en el escaño mientras él sacaba la banqueta de debajo de la gran mesa tocinera.

Desayunaron en silencio, mirando por la ventana que daba a la calle alta la luz que iba entrando tímidamente sobre la encimera y el azulejo blanco, la gran pila moteada y el fogón. Carmen abrió el cajón de la mesa y de una servilleta, de cuadros verdes, sacó los dos grandes bocadillos que luego metió en un talego blanco, con cuatro manzanas reineta.

—Madre, no hace falta…

No pudo seguir hablando, mientras su madre la levantaba del escaño, y por segunda vez en seis años, al tiempo que empujaba a su regazo el talego, la estrechaba contra sus brazos.

—Recuerda, hija, eres la nieta de la Justa, la hija de la Carmen y Lorenzo, tan clara como las aguas de los arroyos y los ríos de este valle.

Jimena pasó a la alcoba donde dormían sus tres hermanas con el estómago en la garganta y el calor del cuerpo de su madre en la piel. Miró a Irene dormir, su cabello rubio y el rostro dulce sobre la almohada, al lado de la huella que ella había dejado un rato antes. En la otra cama, el pelo negro y rizado de Tere, con su cara picara hasta dormida, se extendía y rozaba la dulce paz del semblante de Amalia, la más pequeña de las tres, a la que más iba a echar de menos. Se limitó a rozar sus cabezas con un beso y salió atropelladamente de aquel cuarto en el que tantas noches había reinado el romance de la loba parda y la aventura del conde Sol.

Y al conde Sol lo nombraron por capitán general. La condesa, como es niña, no hace sino llorar. Acaban de ser casados y se tienen que apartar.

Subió al coche de línea con una maleta de cartón atada con cuerda, aunque la cerradura no estaba rota. Carmen y Lorenzo le habían metido los restos de la ropa que había heredado de las señoritas del veraneo, o de lo que su madre le había repasado en cuatro días, como el trajecito de chaqueta azul cobalto. Casi todo el peso se debía al saco pequeño con patatas y a los chorizos envueltos en papel de estraza que le habían dado sus padres para sus tíos, porque en la capital, ya se sabía, no había que comer. De nada sirvió el esfuerzo de Luis por quitarle la maleta de la mano. Su brazo herido podía sujetar algo de peso, y su petate al hombro no era tampoco muy grande.

La muchacha no soltó el asa metálica negra, y sólo recordó que no le había dicho a su padre que se llevaba el romancero rojo de tapas de tela sobadas que había traído de la desvencijada biblioteca de El Paular. Tampoco le había dicho que allí estaba el romance de la loba parda y la historia del conde Sol, que Jimena recitaba mientras el coche de línea arrancaba en aquel día ya amanecido. Al girar en la plaza, ante el gran olmo centenario que escondió al bandido Tuerto Pirón, cerró los ojos para decir adiós al árbol y a Peñalara.

7

En la primavera de 1938 en Madrid se respiraba de todo menos primavera. Cuando Jimena llegó a casa del tío Leoncio con las patatas y las ristras de chorizo, fue acogida como una reina maga. El pisito donde vivían, en la calle Ponzano esquina a Ríos Rosas y haciendo patio interior con la editorial Espasa-Calpe, no estaba lejos de la Ciudad Universitaria y del Hospital Clínico. Entre el barrio de Chamberí y Cuatro Caminos era habitual la caída de obuses y algunas bombas, aunque no tanto como en el de Argüelles, frontera con la Ciudad Universitaria, donde se libraban los combates más duros contra los nacionales.

A la muchacha de pueblo, que sólo unos años antes había recorrido lo más florido de la capital con sus primas, no sabía si le impresionaba más la Gran Vía y la Puerta del Sol bombardeadas o aquel edificio de la Telefónica ahumado, pero que aún resistía. El más alto de la ciudad, que con tanto orgullo le mostrara su prima Pilar años atrás, era ahora una torre renegrida de donde entraban y salían periodistas de todo el mundo para informar de la guerra en España.

Luis pronto le explicó que a la Cibeles la llamaban «la linda tapada» por los sacos terreros que la protegían; Neptuno, un poco más abajo, era «el emboscado», y la Gran Vía, «la avenida del quince y medio» por el calibre de los proyectiles que tiraban los fascistas.

El otro impacto fue el hambre que padecían sus familiares. Las gentes, oscuras, tristes, flacas, estaban hartas de dos años de guerra, y el «no pasarán» que aún ondeaba en las pancartas cada vez era gritado con menos fervor por los ciudadanos de a pie.

La noche que durmió en casa del tío Leoncio, al que conocía poco, lo mismo que a su mujer, la tía Pepa, y a sus dos hijos adolescentes, Jimena se dio cuenta del esfuerzo que tenían que hacer para no devorar los chorizos y las patatas. Era la tía Pepa quien ponía orden entre sus dos chavales, que no reparaban en la prima venida del pueblo. Cuando entraron de la calle la primera tarde, su pituitaria ya detectó que había chorizo en la casa. Fueron derechos hacia la fresquera de la cocina.

—Perdónalos, hija. No saben lo que es merendar chorizo desde hace un par de años —explicaba el tío Leoncio, bajito, flaco y con la misma frente despejada y grandes orejas que su padre, pese a los veinte centímetros que separaban en estatura a ambos hermanos. Era el empleado de una carbonería, a esas alturas de 1938 también sin carbón. Ya sólo quedaban el dueño y él, que de vez en cuando conseguían una remesa de sacos, traídos de Asturias, gracias al mercado negro.

Luis fue a buscarla a la mañana siguiente de llegar. En una jornada y del brazo de su novio, Jimena aprendió lo que era el racionamiento. La capital, asediada, cada vez tenía más problemas para el abastecimiento, explicaba Luis. Paraban en las tiendas de ultramarinos y en los mercados a mirar. Un kilo de judías, 2,20 pesetas, el aceite, 2,80 el litro y un kilo de café, 18 pesetas. Una docena de huevos, 8 pesetas y un kilo de tocino, 5.

La chica comprendió el afán de sus padres por que llevara la maleta llena de comida a sus tíos, en vez del traje de chaqueta y el vestido, más la chaquetita de punto y el abrigo. Se sintió culpable. Además, poco previsora, había sacado los paquetes en la casa del tío Leoncio y no había dejado nada para la tía Rosa y sus primas. Se consoló al recordar que al hogar de su tía, en Fernández de los Ríos —no sabía si aún vivirían allí, en pleno barrio de Argüelles, tan cerca del frente—, llegaban paquetes que enviaban a su tío político desde Oteruelo.

De la mano de Luis, o con su brazo protector sobre los hombros, recorrió las calles de la capital bombardeada, esqueletos de edificios patéticos donde aún se podían ver, en ocasiones, los pisos de arriba derrumbados sobre los más bajos, entre cuyos escombros asomaba una cama de hierro renegrida y un crucifijo encima.

—Ya ves, amenaza ruina y nadie se ha atrevido a trepar ahí para quitar el Cristo —le explicó Luis, que, aunque comunista, no compartía el radicalismo y la tragedia de los primeros días de la guerra en Madrid.

A la chica recién llegada de la sierra también le asombraba el cambio de vestuario. Ya no había sombreros ni corbatas por las aceras, por donde la gente caminaba pegada a las paredes, en una costumbre adquirida desde los primeros bombardeos de dos años antes. Preguntaba por los sombreros elegantes de los hombres y los vestidos lujosos de las mujeres.

—Los han escondido todos en casa. Los amigos de mi madre, todos de derechas, se visten con mono y gorra. Hasta con alpargatas. Las mujeres ya no sacan sus joyas, temerosas de que los obreros, como ellas dicen, se las arranquen. Y porque has llegado ahora, pero en los primeros meses, hasta el año pasado, hubo señoritas del barrio de Salamanca, cerca de donde vive mi madre, que llegaron a ponerse el mono y el correaje de las milicianas para salir de una casa a otra o ir a comprar.

Horrorizada mientras escuchaba a Luis, Jimena miraba los restos de las iglesias quemadas. Él le estaba contando más detalles sobre la brutalidad de los primeros meses de la contienda, entre julio de 1936 y la primavera de 1937, cuando los hombres de las sacas se presentaban en las casas de los sospechosos de apoyar la sublevación militar y se los llevaban a las tapias del cementerio para fusilarlos. Aquellos primeros meses, terribles, donde se quemaban las imágenes y las iglesias.

Jimena recordaba que, en Rascafría, al cura del pueblo un grupo de milicianos —no sabía de qué ideología— se lo habían llevado y su padre les había dicho después, disgustado, con pesar, que le habían fusilado junto a otros curas de otros pueblos de la sierra. Aquel día Lorenzo sí que estaba triste, porque no entendía las sacas, la falta de orden entre los republicanos, donde los comunistas se imponían a los anarquistas, o viceversa.

Pero lo habían vivido a más distancia. Rascafría cayó del lado republicano y, más allá del paso de algunos jóvenes, hijos de los pudientes del pueblo, a las filas fascistas, las cosas no habían ido tan lejos. Madrid era un espectáculo brutal a ojos de una muchacha de poco más de veinte años a la que le llenaba de asombro que en los periódicos fuera noticia el anuncio de «¡Reparto de jamón! 50 gramos por persona a 1 peseta la ración». Ellos, mal que bien y gracias al buen hacer de su padre y de otros vecinos, habían podido tener cerdos escondidos a la requisa de los milicianos y habían disfrutado de jamón bien curado para las ocasiones extraordinarias hasta hacía poco tiempo. Y patatas y cebollas, incluso judías, pese a los bombardeos del primer año.

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