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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (8 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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En realidad, Watson estaba reuniendo sogas, algunas herramientas, una lona del coche de Macphail, y otros aparejos de la cuadra en un rincón. Iba de acá para allá mientras charlaba conmigo. Solo se interrumpía para soltar algún gruñidito de vez en cuando, como si además estuviera debatiendo algo importante consigo mismo.

—¿Moran no era un viejo que se cargó a un chico por un asunto de cartas? —dije, pues algo recordaba de esa vieja historia londinense.

—Sí, Mercer, y también era un peligroso delincuente que a punto estuvo de acabar con la vida de Holmes. Era el lugarteniente de un individuo llamado Moriarty, un profesor de matemáticas.

Ese nombre sí que me resultaba ajeno. El único Moriarty que yo había conocido en mi vida era jefe de estación en Porlock, y aunque se le daba bien contar las libras que sacaba con el contrabando, yo nunca hubiera dicho que fuera matemático.

—Pues en su juventud —continuó Watson mientras realizaba una serie de nudos y lazadas en las sogas—, Moran había sido un militar de cierto éxito en la India, además de un gran cazador… Uno de los mejores junto con Roxton y el difunto Quatermain, según dicen los expertos. El coronel incluso escribió un par de libros sobre la materia, y la verdad es que resultan muy instructivos. Por ejemplo, describe el procedimiento habitual para dar caza a un tigre. ¿Qué le parece, Mercer? —Y mientras decía esto, hizo una nueva lazada y me la lanzó para que yo pudiera admirarla.

—Eeeh… Pues es muy interesante, doctor —le dije, pero la verdad es que ya me estaba cansando de que tanto Sherlock Holmes como el doctor Watson se dedicaran a recomendarme una y otra vez sus lecturas favoritas.

—Al parecer, Moran ostenta todo un récord en cuanto a piezas. Es una pena que se desviara del camino recto.

—Bueno, es lo que sucede con los asesinos, doctor: Acaban en el extremo malo de la soga —dije, y el comentario no me pareció muy apropiado, sobre todo al pensar en lo que yo estaba sosteniendo entre las manos en ese momento.

—Ah, pero Moran se libró de la horca. Tuvo suerte, ese animal… Aún está cumpliendo condena en
Newgate
, e incluso ha aparecido su fotografía en el calendario de la prisión como uno de sus presos más destacados. No tiene buen aspecto, el viejo
shikari;
en la cárcel no se puede permitir seis mil libras de lujos al año… Ayúdeme a recoger todo esto y volvamos a la casa, Mercer.

Al salir al jardín, miré a cielo y pude ver los negros nubarrones que estaban tapando las estrellas. Noté en mis huesos que tendríamos tormenta en unas horas, y por la cojera de Watson, supe que él también se había dado cuenta.

—El sistema de Moran para cazar tigres consistía en utilizar un reclamo —me dijo el doctor—. Ataba una cabra a una estaca en mitad de un claro de la jungla, y se apostaba en un lugar seguro hasta que el tigre aparecía. Y entonces, ¡bang! Otra pieza para engrosar su marca. Un buen método, ¿eh, Mercer?

—Sí, claro —dije yo, pero no terminaba de gustarme el modo en que sonaba eso del tigre y la cabra.

—Entonces estamos de acuerdo. Usted será el reclamo, si le parece bien. Lo haría yo mismo, pero creo que en este caso soy el que mejor puede interpretar el papel de cazador. Tengo cierta experiencia al respecto… ¿Sabe que estuve en Afganistán en el 79 y el 80? ¡Incluso participé en la batalla de Maiwand, contra las hordas de Ayub Khan!

—Oiga, doctor, ¿pero esa batalla no la perdimos?

—Sí, fue un auténtico desastre… —dijo en un tono que me sonó remotamente a disculpa, como si aquella masacre hubiera sido responsabilidad suya—. Pero confíe en mí, Mercer: En la guerra cazábamos hombres, y en ocasiones, preparábamos trampas para conejos. Aprendí a hacerlo de niño en Australia, y muchos años después, en las montañas cerca de Kandahar, me convertí en todo un maestro. Mis superiores admiraban mi destreza con los lazos, e incluso llegaron a hartarse de cenar una y otra vez asado de conejo. «¡Ya está otra vez el pesado de Johnny con sus trofeos!», me decían cuando me veían aparecer con media docena de orejudos afganos.

«¿Conejos?», pensé para mis adentros.

—¿Y no sería conveniente que considerásemos alguna estrategia más? Algo que no implique que uno de nosotros arriesgue su cuello, quizá…

—Quite, quite —dijo Watson—. Moran era uno de los mejores cazadores, ¿no? Seguiremos su método, aunque con alguna ligera variante. Estoy seguro de que Holmes estaría de acuerdo conmigo. Y créame cuando le digo que si tengo alguna de las cualidades que existen en el mundo, es el sentido común. Todos lo piensan.

Subimos las escaleras hasta el segundo piso, y nos situamos frente a la puerta.

—Usted quédese aquí, muy bien, amigo, quietecito.

Clavó una alcayata sobre el marco de la entrada, y pasó por encima una soga con nudo corredizo abierto, de modo que el lazo, de tamaño considerable, pendía como a tres pies del suelo. A continuación dejó otra lazada grande al pie de la puerta, delante de mí, y extendió una lona sobre la barandilla del descansillo superior, desplegada para que él pudiera cogerla en cualquier momento.

—¿Está seguro de que este es el procedimiento del coronel Moran? —pregunté.

—Algo parecido —dijo el doctor.

Continuó con los preparativos durante un rato, y al finalizar, sacó un viejo Webley del bolsillo de la chaqueta y me lo entregó. No soy un gran admirador de las armas de fuego, pues tienen el desagradable hábito de dispararse, y las más de las veces, en la dirección de los que huyen; pero yo diría que aquel revólver había visto tiempos mejores. Comprobé que estaba cargado, pero observé que en el gatillo y el tambor estaba creciendo óxido.

—Usted sabe que no se les puede matar a tiros —comenté como quien no quiere la cosa.

—Sí, sí, claro. Pero así se sentirá usted más seguro. Quizá la criatura se asuste de los estampidos.

«Y quizá las vacas vuelen», me dije.

—Abra usted mismo la puerta y échese atrás, apoyado en la barandilla, si lo desea. Yo tendré cogido el lazo superior. Cuando esa cosa salga, ¡zas!, la ahorcaré, y le echaré otro lazo a las piernas. Después podremos atarle las manos a la espalda. No es la forma más apropiada de tratar a una jovencita, ¿verdad? Pero esta situación nos obliga a tomar medidas desesperadas.

A mí me lo iba a decir.

Acerqué la mano al pomo, y antes de hacer nada, se me ocurrió algo más:

—Oiga, doctor, tengo una duda. Quizá no sea importante, pero me gustaría saber si en los libros de Moran se explica qué sucede al final con la cabra.

Watson pareció pensarlo durante unos segundos. Vaciló, pues iba a responder, pero finalmente me dijo:

—No, no creo que se mencione ese particular. A fin de cuentas, la cabra es sólo el reclamo. —Y se echó a reír—. Valor, Mercer, y adelante.

La verdad es que ese tipo estaba empezando a resultarme un tanto antipático.

Metí la llave en la cerradura y después giré el pomo. Empujé la puerta hacia adentro y di un salto atrás, tan rápido como pude. Y al tiempo, apunté con la Webley al frente. Y si hubiera podido salir corriendo escaleras abajo, también lo habría hecho. Pero el doctor Watson miraba atentamente, desde mi derecha, su improvisada horca. Y de cuando en cuando también me miraba a mí, esperando leer en mi rostro alguna señal del inminente ataque.

La única luz la teníamos nosotros, pues Watson había encendido las lámparas del descansillo. Pero en el cuarto, la oscuridad era casi total. Pude adivinar el contorno de la cama, y un escritorio a la derecha, al fondo, junto a una amplia ventana por la que debían asomar las hojas púrpura de la flor de la pluma que trepaba por las paredes de toda la casa.

Edith Presbury estaba tumbada sobre el colchón, como una madeja deshecha. Sentí ese particular hedor, con el que ya estaba demasiado familiarizado, que entremezclaba carne podrida con excrementos y restos de orina y solo Dios sabe qué más. Y por enésima vez, me pregunté si no estaríamos ante un cadáver de los auténticos, de los que no intentan devorarlo a uno.

Pero yo no tenía ni la más mínima intención de picar. Ya había visto demasiadas veces cómo funcionaban esas monstruosidades con forma humana.

—Señorita Presbury —llamé—. Señorita Presbury, salga un momento. Soy un amigo.

Watson, desde su rincón, asintió con la cabeza. Estaba de acuerdo con mi estrategia. Aunque la única estrategia que yo tenía en mente era sobrevivir a esa locura para poder darle un revolcón a mi amiga Myrtelle
la Gorda
.

—Señorita Presbury —repetí—. Hemos venido a ayudarla. Somos amigos de Sherlock Holmes. ¿Se acuerda del señor Holmes?

Silencio y la inmovilidad más absoluta.

Los segundos pasaron. Me metí la mano en un bolsillo, encontré un par de monedas pequeñas y las arrojé a la habitación. El tintineo resonó en toda la casa, o al menos eso me pareció a mí. Repetí la operación con una moneda más grande, y esta vez la tiré contra el cuerpo de la chica. Nada.

Miré al doctor Watson, que empezaba a impacientarse.

—Dispare —me ordenó.

—¿Qué?

—Que dispare, Mercer.

Apreté el gatillo dos veces, y sonaron como dos truenos.

—¿Le ha acertado? —preguntó.

—He disparado contra la pared.

—¡Dispárele a ella!

—Doctor, no tengo mucha puntería, y la verdad, no acostumbro a…

—¡Hace un rato ha apuñalado al profesor Presbury, por el amor de Dios! ¿No me diga que ahora se ha vuelto mojigato?

Tenía razón, por supuesto. Pero como ya he dicho, nunca me han gustado las armas de fuego.

—Pero ¿y si la señorita…?

—¡Traiga aquí! —gritó Watson, y entonces dejó su puesto, me arrebató el arma, y realizó tres disparos seguidos. Si eso es lo que la gente entiende por sentido común, yo prefiero ser un insensato.

El cuerpo de la joven se levantó como movido por un resorte, y emitió una versión aún más aguda de esos estridentes gemidos que ya habíamos tenido la oportunidad de escuchar. Lo que sin duda había sido una hermosa joven, repleta de vitalidad y exuberantes formas, se había convertido en un aterrador espantajo flaco, de pechos caídos, pelo enmarañado y rostro de vieja bruja.

Watson gastó la última bala cuando la señorita Edith Presbury intentó echársenos encima de un salto desde la cama. Me aparté a un lado, y vi cómo esa cosa echaba sus zarpas sobre el doctor, que cayó al suelo y se golpeó la cabeza con la barandilla de la escalera.

No sé cómo se le ocurrió, pero Watson le metió el corto cañón de la Webley en la boca. El monstruo lo mordió, se partió los dientes y, bocado a bocado, se introdujo el revólver casi hasta la culata. Debía haberle llegado a la garganta cuando se dio cuenta de que aquello no era carne humana.

—¡La soga, Mercer! ¡Tire de la bendita soga!

No me había dado cuenta de que el plan del doctor tampoco había ido tan mal, pues la muerta viviente tenía el lazo al cuello. Agarré el extremo de la maroma y tiré con todas mis fuerzas. La criatura sintió el estirón e intentó oponer resistencia, pero al instante estaba colgando de la puerta de su cuarto y pataleando. Y ni siquiera había soltado el arma, que aún seguía encajada en sus fauces. Desde donde yo estaba, pude escuchar el crujido de sus vértebras, que con todo y con eso, no habían llegado a quebrarse.

—¡Manténgala así! —dijo el doctor Watson—. ¡No la suelte!

Era más fácil decirlo que hacerlo, pues por aquel entonces yo ya no era ningún jovencito, y la verdad es que no tenía, ni mucho menos, la envergadura o la fuerza del viejo cirujano militar. Aún así, aguanté aquel peso muerto —que nadie se ría, pues no es ningún chiste— mientras Watson luchaba contra la pataleta de Edith Presbury y le lazaba ambas piernas. A continuación, el doctor echó otro lazo a la muñeca derecha, y así consiguió atarle las dos manos. Después me ayudó con la soga que aseguramos a la baranda.

Y el monstruo no dejaba de patalear y forcejear, machacándose el cuello. Por un momento, pensé que la cabeza se le iba a separar del cuerpo.

—Déme mi maletín —me dijo Watson, que sacó unos algodones y un frasco de alcohol, y procedió a aplicárselos sobre las heridas que llevaba en la cara.

—¿Le ha mordido?

—No, son sólo arañazos —respondió el doctor—. No ha habido intercambio de fluidos. Esperemos que las uñas de esa maldita muchacha no me contagien nada malo…

En ese momento, escuchamos el sonido de un pedazo de metal que golpeó contra el suelo: la chica zombi había logrado escupir la Webley de Watson, junto con un puñado de dientes rotos y un picadillo escarlata que quizá había sido su lengua. Sus ojos se estaban saliendo de las órbitas —en realidad, el izquierdo le colgaba de la mejilla—, y de la boca manaba el líquido negruzco que ya conocíamos.

El doctor procedió a extraer sangre de la gimiente señorita Presbury, le cortó otro pedacito de piel, y los guardó y etiquetó debidamente.

—¿Y ahora qué? —pregunté.

—Habrá que ponerle bozal a los perros —dijo el doctor Watson.

VII

E
L CORAZÓN

Como Watson bien había observado, y yo mismo he admitido, me convierto en un auténtico blandengue en cuanto me ponen un arma de fuego entre las manos (y también cuando me apuntan con una, por supuesto).

No obstante, eso no quiere decir que no pueda ser tan bruto y salvaje como el que más. Vivir en Londres o, como es mi caso, en sus peores barrios, hace que uno acabe viendo antes o después todos los horrores imaginables, y unos cuantos más que mis paisanos se han encargado de inventar. Hasta hace algunos años no era raro encontrar establecimientos donde servían guisados realizados con cadáveres, y la compra y venta de niños y mujeres estaba a la orden del día en lugares como Whitechapel. He conocido a prostitutas que disfrutaban transmitiendo la sífilis a sus clientes, hombres que vivían para abusar de sus hijos e hijas, mendigos que se dejaban torturar a cambio de dinero, individuos que se automutilaban, y mil y un actos perversos más. La pobreza consigue que las peores pesadillas se hagan realidad; la riqueza consigue lo mismo, pero por encargo.

Ese es el motivo por el que a mí, que siempre he estado acostumbrado a contemplar las mayores vilezas y crueldades, pues he convivido siempre con la peor cara del género humano, me sorprendió tanto que los planes del doctor Watson me dejaran completamente horrorizado.

—Estos tacos de madera, sujetos con correas en la boca, evitarán que esas cosas nos muerdan durante las autopsias —me explicó—. Probablemente acabarán rompiéndose las mandíbulas, pues esas cosas no hacen más que morder, como ya ha visto usted… Pero mejor eso que arriesgarnos a que nos contagien, ¿verdad, Mercer?

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