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Authors: Alberto López Aroca

Tags: #Fantástico, Policíaco, Terror

Sherlock Holmes y los zombis de Camford (18 page)

BOOK: Sherlock Holmes y los zombis de Camford
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Y en el centro, frente a la puerta que daba al sótano, había un cilindro de metal y cristal que medía no menos de doce pies de altura y unos seis de diámetro. Estaba formado por una estructura pintada de color negro y unas mamparas transparentes, como grandes ventanales, que cubrían la mayor parte del ingenio. Se sostenía sobre tres pies neumáticos articulados que medían otros cinco pies, y en uno de los laterales se abría una puerta, en parte estructura y en parte transparente, de donde descendía hasta el suelo una escalerilla plegable. Hasta aquí, se trataba tan solo de un aparato de formas caprichosas y poco brillantes, en todos los sentidos de la acepción. Lo que hizo que Barker y yo retrocediéramos unos pasos fue la visión de una gran hélice con tres aspas en la parte superior del cilindro, pues le confería a esa cosa el aspecto de un molino de viento diseñado por un loco.

—¿No es genial? —dijo Maple—. El jefe es un genio, ¿verdad que sí?

—El más grande —dijo Yorick.

—¿Y qué se supone que es esa cosa? —preguntó Barker mientras se encendía un cigarro.

Seth Pride le entregó un papel doblado a Dion Yorick y le dijo:

—Aquí tenéis la ruta para llegar a
Camp Briton
. Está a unas cuatro millas al sur de Camford, al pasar
Foggerby
y antes de llegar a
Acorn Village
. Utilizad el automóvil que he traído, está aparcado en el callejón a la espalda de la casa.

Yorick no parecía contento.

—¿Y no podemos ir con usted?

Pride le lanzó a su ayudante una mirada fría que incluso a mí me infundió miedo.

—Quiero que creéis una distracción a la entrada de la base. Utilizad los explosivos que hemos traído, o lo que os venga en gana. Pero procurad que el personal de la base se concentre en la entrada. ¿De acuerdo, Yorick?

El joven delincuente dio media vuelta, y Maple le pasó un brazo por los hombros y se dirigieron de vuelta al sótano. Escuché que el Profe le decía:

—¿Es que no ves que el jefe no puede enviar a esos desconocidos a una misión tan importante, Dion? Fíjate, ¡incluso podremos supervisarnos a nosotros mismos!

—Sí, ¡y yo conduciré el automóvil!

Y desaparecieron por la puerta.

Pride se dirigió a la escalerilla del cilindro y se volvió hacia nosotros.

—Síganme. ¡Vamos, a bordo!

—¿Qué se supone que vamos a hacer en ese trasto? —dijo Barker, que no podía tomar en serio la situación.

—Lo repetiré una vez más: Liberar al señor Holmes y a su amigo el doctor. Y destruir la base militar.

—Pero…

Seth Pride sacó una de sus pistolas —creo que era la que lanzaba telarañas— y le dijo a Barker:

—O sube, o se queda aquí. Y apague ese cigarro.

Vi mi futuro como si en lugar de ser un ex presidiario reconvertido en sabueso, me hubiera transformado en la gitana de una barraca de feria: Mis huesos convertidos en fosfatina en mitad de un campo cerca de Camford, mi cabeza ensartada en una hélice, mis tripas sobre la hierba verde, una pierna en un charco…

Barker subió por la escalerilla antes que yo, y ambos quedamos maravillados ante la cantidad de botones e indicadores que nos rodeaban en aquel diminuto gabinete circular, en el que los tres cabíamos a duras penas. Sin decir palabra, Pride me entregó un arma —una pistola no muy distinta en cuanto a diseño a las que él llevaba, aunque algo más pequeña— y me indicó que funcionaba igual que cualquier otra: apretando el gatillo. A continuación recogió la escalera, cerró la puerta, y pulsó un par de esos mandos de la cabina. Escuchamos el zumbido de un motor, y a mis espaldas, al otro lado de la mampara, vi cómo una nube de humo negro surgía de debajo de nosotros. Y las aspas comenzaron a girar.

—Señor Pride —comenzó a decir Barker, esta vez en un tono medianamente respetuoso… aunque creo que en realidad, estaba siendo condescendiente—, no tenemos tiempo para andar jugando con aparatitos e inventos de…

Y el bueno del detective sintió el tirón de la fuerza de la gravedad como yo, y a punto estuvimos de caer uno sobre el otro.

Al otro lado del cristal, el patio, la vieja casa, toda la zona oeste de Camford se fue haciendo más y más pequeña.

De repente, supimos lo que sienten los pájaros cuando nos miran desde allá arriba, sobrevolando nuestras cabezas y esperando el momento oportuno para defecar encima de nosotros. La sensación era terrorífica, pero si aquellas mamparas hubieran tenido una ventanilla, me habría encantado soltar un escupitajo al vacío. Así somos los gamberros londinenses, gracias a Dios.

Barker se asomó por el cristal, miró hacia abajo y vomitó lo poco que no había digerido ya. El señor Pride —porque a esas alturas (y nunca mejor dicho) ya era para mí «el señor Pride»— se limitó a echar un vistazo a los restos del desayuno de Barker y dijo:

—Cuando estemos en tierra, limpie eso.

Pero el señor Pride no miraba al detective de
Surrey
, sino al frente, a las negras nubes que nos ocultaban de las curiosas miradas de todo el mundo.

No hay que ser Sherlock Holmes para llegar a la conclusión de que la lucecita, la sombra, lo que fuera que había visto la madrugada anterior saliendo del jardín de los Presbury entre las llamas de la casa y en dirección al cielo, era el helicoche de Seth Pride. Ese armatoste inconcebible podía volar, ¡vaya si no! Actualmente he visto aviones de verdad, aeroplanos, monoplanos, biplanos y todo tipo de cacharros que se levantan del suelo sin necesidad de recurrir a un enorme globo de gas. Sé que durante la Gran Guerra fueron muchos los chicos que murieron mientras se mataban entre sí con esas atroces máquinas. ¿A quién se le ocurrió la idea de poner una ametralladora que disparaba en sincronía con el movimiento de la hélice del maldito avión? A algún bastardo, eso es lo que yo pienso, y se lo pueden decir a quien les dé la gana.

Y sin embargo, al señor Pride ya se le había ocurrido eso años antes de que los hunos le tocaran las narices a Inglaterra, antes de que alguien disparase contra no sé qué príncipe de un absurdo país en el centro de Europa, antes de las trincheras y el maldito gas mostaza. ¡Demonios, el señor Pride había inventado antes que nadie una de esas cosas que llaman «autogiros»! Pero ¿había pensado él en vender la patente al mejor postor (digamos, por ejemplo, a nosotros, o a Francia, o a los rusos, o a los yanquis, o a algún rey africano loco)? ¡No! ¿Había pensado que sus pistolas de gas y telarañas —duras como el hierro, créanme— tenían un gran potencial en el mercado militar? ¡No! Y todos podemos preguntarnos, ¿por qué?

La respuesta es, como diría él mismo, muy sencilla: Porque el señor Pride tenía sus propios planes…

El «helicoche» de Seth Pride se posó en el claro de una solitaria arboleda, en mitad del campo. Al norte quedaba una aldehuela que, según las indicaciones del caballero de las orejas puntiagudas, debía de ser
Foggerby
, el lugar donde se había enfrentado al tal Von Hoffman. Podíamos ver los tejados de un puñado de viejas casitas, y que me ahorquen si no quise intuir en la distancia una columna de humo cuando pensaba en cómo este individuo había quemado al alemán y a sus monstruitos… Ante nosotros, demasiado cerca, se alzaba la alambrada de
Camp Briton
, y detrás estaba la base militar propiamente dicha. Desde nuestra posición distinguíamos seis o siete barracones de madera y un edificio de varios pisos —el cuartel—, y poco más. La alambrada rodeaba una amplia parcela de terreno, y me pareció ver que junto al campamento había una especie de campo vacío, cubierto de arena y con algo que podían ser charcos —o acaso planchas de metal—, que quizá se utilizara para realizar maniobras.

Al fondo, más al sur, estaba el pueblecito de
Acorn Village
, que al contrario que
Foggerby
, tenía aspecto de lugar burgués, repleto de tejados modernos de dos aguas y los más diversos colores, además de alguna mansión respetable. Era como el hogar de uno de esos detectives aristocráticos que aparecen ahora en las novelas modernas.

—Esperaremos a que Yorick y Maple lleguen… aunque no demasiado tiempo —dijo el señor Pride—. Cuando pisemos suelo firme, disparen a todo lo que se mueva.

—Disculpe mi atrevimiento, señor —dije yo, intentado imitar el servilismo de los dos payasos—… y le agradecería que no volviera a gasearme de momento. Pero resulta que el señor Barker y yo necesitamos cierta información para actuar del modo en que usted… sugiere. Por ejemplo… ¿Sabe adonde vamos exactamente?

—Al último piso del edificio del cuartel, donde se encuentran los calabozos —dijo—. Allí tienen a Holmes y a Watson.

—Perdone una vez más mi impertinencia, ¿pero está usted seguro de eso?

Pride se volvió hacia mí con los brazos en jarras.

—Vi dónde se escondió usted como una rata cobarde cuando se escabulló de los soldados. Vi a su amigo Barker corriendo como loco y pidiendo a gritos que le pegaran un tiro, y lo dejé fuera de juego, y avisé a mis hombres para que lo recogieran. Y después, perseguí a los coches donde se llevaron a los prisioneros, y llegué hasta aquí. Me deslicé dentro del cuartel, y habría liberado yo mismo a su jefe si no hubiera sido porque tenía que encargarme de ustedes… pues
quizá
tuvieran alguna información interesante. Esta presunción ha sido mi único error. ¿Queda claro?

No, no quedaba claro. No entendía cómo había hecho todo eso que decía sin que lo pillaran. Pero tampoco me atrevía a preguntárselo. Estaba seguro de que era cierto.

—¿Entonces cuál es el plan de asalto? —dijo Barker.

—Cuando pisemos suelo firme, disparen a todo lo que se mueva.

Estaba claro que no íbamos a sonsacarle nada más.

Pasamos el rato esperando a que el automóvil de Yorick y Maple apareciera por la carretera que llevaba a
Acorn Village
. Seth Pride estaba a bordo de su nave, observando la base a través de un catalejo plateado. Barker se había sentado sobre la raíz de un árbol, a la sombra, y se abanicaba con su pañuelo para ver si se le pasaba el mareo. No había vuelto a vomitar, pero tampoco había dicho palabra. La experiencia de volar lo había dejado hecho unos zorros. Yo intenté darle conversación y le hablé un poco de mis impresiones acerca de los zombis, los corazones dentados, el monstruoso gorila de metal del profesor Voight, la increíble —y no obstante, invisible— presencia de Lewis Crandle, las ganas que tenía de volver a Londres para dormir a pierna suelta en la cama de Myrtelle… pero el detective solo soltaba gases por la boca. Cuando lo dejé tranquilo, me pareció que había empezado a susurrar una extraña retahíla, en voz apenas audible y para sí mismo. Quizá estuviera rogando al Gran Arquitecto Universal que toda aquella locura no fuese más que una pesadilla, fruto de una mala digestión…

Pero por el camino no llegó el Benz que habíamos robado, sino un coche de caballos que venía desde Camford. En principio, podría haberse tratado de cualquier viajero de paso, pero el coche tomó el desvío que llevaba directamente a
Camp Briton
. Se detuvo a la puerta de la alambrada, donde había una garita y un par de soldados que estaban montando guardia. Uno de los centinelas se acercó al cochero que, sin bajar del pescante, le entregó algún tipo de documento —una identificación, claro— y les dejó paso franco hacia el cuartel.

Y en ese punto, perdí de vista el vehículo.

—¿Ve usted algo? —le pregunté al señor Pride.

—Espere… —dijo Pride—. Se han detenido otra vez, junto a un barracón. No, no es nada, quizá algún caballo se ha… Sí, continúan… Ya bajan… Una mujer joven… Es guapa… Hay un grupo de soldados a la entrada del cuartel y no le quitan los ojos de encima… Y ahora sale un viejo del coche… Uno de los profesores…

—Morphy y su hija —apunté—. ¿Qué hará ella aquí?

—Otro hombre más… Moreno… Es ese individuo que dice usted, Crandle.

—¿Cómo lo sabe, si no lo ha visto nunca?

—Lleva un solo guante en la mano derecha.

—Entonces es Crandle. Y ya no es invisible. Sherlock Holmes le preguntó cuánto duraba el efecto, pero no respondió.

—No creo que su jefe esperase una respuesta —dijo Pride—. Es posible que Crandle no quiera que la chica conozca sus habilidades… Han entrado en el edificio.

—Quizá vengan del funeral de los Presbury…

—No sea usted ridículo; no ha habido tiempo para prepararlo.

Poco después escuchamos el petardeo del motor de un automóvil.

—¿Serán ellos? —pregunté.

—Si no es así, iré yo mismo a buscarlos y los despellejaré vivos —dijo Pride sin soltar su catalejo—. Sí, son ellos.

Barker se incorporó y se reunió conmigo al pie de la escala del aparato volador. Parecía que el aire libre de la campiña le había sentado bien.

—¿Se encuentra usted mejor, Barker?

—No creo que vuelva a estar en condiciones de comer durante el resto de mi vida. Si este tipo —se refería al señor Pride, claro— vuelve a pedirnos que subamos a su trasto, le pegaré un tiro. —Y me mostró su revólver—. Ahora no estoy ni loco ni asustado.

El vehículo de Yorick y Maple venía a bastante velocidad, y cuando vi que al acercarse a la entrada de la base no frenaba, supe que esos dos tenían un concepto realmente suicida de lo que era crear una distracción.

Los soldados dieron el alto, y cuando vieron que el automóvil no se detenía, dispararon. Ninguno de esos muchachos tuvo la idea de apuntar a las ruedas, de modo que el Benz hizo saltar en pedazos la barrera levadiza y siguió adelante.

A continuación, vi cómo la capota del coche se bajaba, y apareció la media melena plateada del Profe. Arrojó algo contra un barracón y se produjo una explosión y una llamarada. El automóvil siguió dando vueltas por allí, bajo una repentina lluvia de balas, y a aquello siguió otro lanzamiento de explosivos, más explosiones, más fuego por todas partes.

Entonces, escuché a mi lado, de nuevo, el zumbido de un motor. Era el helicoche de Seth Pride, que se había puesto en marcha.

—Arriba —ordenó desde la cabina.

—No —dijo Barker, y sacó su arma.

—No tengo tiempo para cobardías —dijo Pride—. ¿Viene usted, Mercer?

—Eeeh… Sí, claro —dije yo. Subí por la escalerilla y cerré la puerta tras de mí.

El cacharro despegó, y vi a Barker agitando el puño y apuntándonos con la pistola. Estaba gritando algo así como «¡Locos, están todos como una cabra!».

¿Quién era yo para quitarle la razón a mi antiguo patrón?

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