Read Seven Online

Authors: Anthony Bruno

Tags: #Intriga

Seven (26 page)

BOOK: Seven
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Doe cerró los ojos y suspiró.

—Detective, no consigue ver el cuadro completo, la obra completa. Pero cuando esté terminada, será tan… tan…

—Suéltelo, Johnny.

—Será inmaculada. La gente apenas la entenderá, pero no podrá negar su magnitud.

Mills meneó la cabeza con una sonrisa burlona.

—Me muero de impaciencia.

Doe se pasó la lengua por los labios. De repente se dibujó en su rostro una expresión desesperada.

—Será algo que la gente no olvidará jamás. Créame, detective.

—Bueno, estaré a su lado en todo momento, Johnny.

No olvide avisarme cuando empiece el baile. No me quiero perder nada.

—No se preocupe, detective. No se perderá nada.

Las voces se oían con toda nitidez por el auricular que California llevaba debajo del casco. Ambos micrófonos funcionaban a la perfección. Abajo, la autopista se extendía hasta el horizonte como un rollo de papel higiénico al que hubieran dado una patada en pleno desierto. Con ayuda de los prismáticos observó el sedán azul metalizado que se hallaba a casi un kilómetro de distancia y a continuación se volvió hacia los dos francotiradores que se sentaban detrás de la cabina. Sostenían los rifles entre las piernas con el cañón apuntando hacia arriba.

California dio una palmada en el brazo al piloto.

—No te acerques demasiado —le advirtió por el micrófono del casco—. Si Doe oye el helicóptero puede ponerse nervioso.

El piloto asintió con un gesto y aminoró un poco la velocidad.

Doe observaba atentamente a los ocupantes de los demás coches. Empezaba a inquietarse y se mordía el labio inferior como un niño a la espera de algún acontecimiento.

—Bueno, ¿por qué está tan emocionado? —inquirió Somerset intentando captar la mirada de Doe a través del retrovisor.

—Nos estamos acercando —repuso éste—. Ya no queda mucho.

—He estado pensando en una cosa —intervino Mills—.

A lo mejor puede usted arrojar alguna luz sobre el asunto.

¿La gente sabe cuándo está loca? O sea, cuando se va a la cama y está a punto de dormirse, ¿se dice alguna vez a sí mismo: Joder, tío, estás como un cencerro. Estás como una cabra, tío. ¿Se lo ha dicho alguna vez, Johnny?

Doe no se inmutó.

—Si le apetece calificarme de loco no tengo nada que objetar, detective.

—Me parece un calificativo bastante exacto, Johnny.

—No espero que acepte lo que realmente soy. Pero, por supuesto, yo no lo elegí. Fui elegido.

—Ya, claro.

—No me cabe ninguna duda de que fue usted elegido, John —intervino Somerset—. Pero se le escapa una contradicción flagrante.

Doe se inclinó hacia adelante con el ceño fruncido y clavó la mirada en el retrovisor.

—¿Qué contradicción?

—Bueno, si realmente hubiera sido usted elegido…, digamos por una fuerza superior, entonces está usted obligado a hacer lo que hace, ¿no está de acuerdo?

—Sí…, tal vez… —repuso Doe con cautela.

—Pero ¿no le parece extraño que le proporcione tanto placer hacer lo que hace si no es más que un instrumento del Señor? —Somerset le sostuvo la mirada a Doe durante todo el tiempo que pudo antes de tener que volver a concentrarse en la carretera—. Usted ha disfrutado torturando a esas personas, John. Y eso no encaja precisamente con el concepto de una misión divina, ¿no le parece?

Doe desvió la mirada cuando su rostro enrojeció. Por primera vez desde que se entregara parecía avergonzado.

—No… no creo que haya disfrutado más de lo que el detective Mills disfrutaría enfrentándose conmigo a solas en una habitación sin ventanas. —Se volvió hacia Mills—.

¿No es verdad, detective? ¿Hasta qué punto le gustaría hacerme daño impunemente?

Mills frunció los labios en un gesto burlón.

—Oh, Johnny, ¿qué le hace pensar que yo haría algo así? Me cae usted bien. Me cae muy bien.

—No lo haría porque sabe las consecuencias que le acarrearía. Pero lo lleva escrito en la mirada, detective. ¿Qué hay de malo en que un hombre disfrute con su trabajo?

Nada, ¿verdad, detective? —Doe meneó la cabeza con lentitud sin dejar de observar a Mills—. No niego mi deseo personal de volver el pecado contra el pecador. Pero lo único que he hecho es conducir los pecados de esas personas a su conclusión lógica.

—Ha matado a gente inocente para ponerse cachondo —sentenció Mills—. Eso es lo que ha hecho.

—¿Gente inocente? ¿Está de guasa, detective? Piense en la gente a la que he matado. Un obeso, un hombre repugnante que apenas se sostenía en pie de lo gordo que estaba. Si lo viera por la calle se lo señalaría a sus amigos para que todos juntos pudieran burlarse de él. Si lo viera durante la comida sería incapaz de acabarse el plato. Luego está el abogado. Y ustedes dos deben de haberme dado las gracias en su fuero interno por eso, detectives. Se trataba de un hombre que dedicaba su vida a ganar dinero mintiendo a diestro y siniestro para lograr que los violadores, los mafiosos y los asesinos siguieran en la calle.

—¿Asesinos? —exclamó Mills—. Mira quién habla.

—Una mujer que… —prosiguió Doe sin hacerle caso.

—Quiere decir asesinos como usted, ¿no? —insistió Mills.

—Una mujer tan fea por dentro que se sentía incapaz de seguir viviendo si no podía seguir siendo hermosa por fuera —lo atajó Doe levantando la voz—. Un camello perezoso; un camello perezoso y pederasta, para ser exactos. —Lanzó una risita desdeñosa—. Y no olvidemos a la puta que se dedicaba a extender enfermedades. Sólo en un mundo tan podrido como éste se atrevería a afirmar que eran personas inocentes. He aquí el quid de la cuestión —añadió a gritos—.

Un pecado capital acecha en cada esquina, en cada hogar. Y aun así lo toleramos. Todo el día, de la mañana a la noche.

Bueno, pues se acabó. Lo que hago es sentar un precedente que a partir de ahora será objeto de estudio y se seguirá.

Mills se rió en su cara.

—Delirios de grandeza, amigo mío.

—Debería darme las gracias.

—¿Y eso, Johnny?

—Porque, gracias a mí, ustedes serán recordados. Dense cuenta de que la única razón por la que estoy aquí es porque yo lo he querido así. No me han cogido, sino que he sido yo quien se ha entregado.

Mills torció el gesto.

—Tarde o temprano le habríamos echado el guante.

—¿Ah, sí? Se estaban tomando su tiempo, ¿no? ¿Jugando conmigo? ¿Es eso? ¿Han dejado morir a cinco personas inocentes mientras esperaban el momento apropiado para tenderme la trampa definitiva? —Doe se inclinó hacia Mills—. Cuénteme entonces qué es lo que me delató.

¿Cuál fue la prueba concluyente que tenían, la pistola humeante que planeaban utilizar contra mí antes de que lo estropeara todo entrando en la comisaría con las manos en alto? Dígamelo, detective. Quiero saberlo.

—Me parece recordar que fuimos nosotros quienes llamamos a su puerta, Johnny.

—Y a mí me parece recordar que le arreé un tortazo en la cara con una tabla, detective. Está usted vivo porque yo no lo maté.

—¡Siéntese bien! —ordenó Mills.

—Yo le permití seguir viviendo —prosiguió Doe en un susurro inmutable—. Recuérdelo, detective Mills. Recuérdelo cada vez que se mire al espejo durante el resto de su vida, o quizá debería decir durante el resto de la vida que yo le he permitido vivir.

Mills aferró la pechera del mono y empujó a Doe contra el respaldo del asiento.

—He dicho que se siente bien, chiflado. ¡Siéntese bien!

Se miraron con rabia durante un instante antes de que Doe cerrara los ojos y empezara a respirar profundamente para tranquilizarse. Cuando por fin volvió a abrirlos, Somerset lo miraba fijamente por el retrovisor. En sus labios se dibujó una sonrisa.

—No me pidan que compadezca a esas personas, detectives. No lloro por ellas más de lo que lloro por los millares de personas que murieron en Sodoma y Gomorra.

—¡Hijo de puta! —gritó Mills—. ¿Realmente cree que lo que ha hecho es obra de Dios?

Doe bajó la cabeza y se oprimió el pulgar contra la frente hasta que la sangre empezó a filtrarse por la yema vendada.

—Los caminos del Señor son insondables, detective.

Cuando Doe levantó la cabeza había una mancha roja en su frente. Sonreía como un santo.

Capítulo 25

El cielo se tiñó de púrpura mientras el helicóptero proseguía su camino hacia el norte, siguiendo una carretera de dos carriles que conducía a una serie de anodinos polígonos industriales que se hallaban distribuidos por el margen del desierto. A lo lejos, hacia el oeste, un tren avanzaba como un gusano por el horizonte. A unos cien metros al este de la carretera se alineaban varias torres de alta tensión en dirección a las montañas, como robots gigantescos que montaran guardia en espera de recibir órdenes. El sedán azul metalizado se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, y avanzaba hacia el norte por la carretera industrial.

California meneó la cabeza.

—Aquí no nos van a tender una emboscada —aseguró al piloto por el micrófono del casco—. Aquí no hay nada de nada, joder.

El piloto señaló los postes de alta tensión.

—No puedo aterrizar cerca de esos cables. Lo sabes, ¿no?

—Sí —repuso California.

Volvió a llevarse los prismáticos a los ojos. Al final de la carretera se veían unas fábricas. Doe podía tener cómplices apostados allí. Si descubrían que un helicóptero seguía al coche, se pondrían nerviosos.

—Elévate —le indicó al piloto—. Y mucho, por si hay alguien esperándolos.

El piloto asintió al tiempo que manipulaba los mandos y hacía que el helicóptero ascendiese.

El aparato se ladeó con brusquedad, y a California se le revolvió el estómago cuando se elevaron por encima de los postes de alta tensión. Los dos francotiradores se aferraron a los asideros que se hallaban instalados detrás de la cabina, pero se mantuvieron sentados con los rifles entre las piernas sin apenas variar su postura.

—Pare aquí —ordenó John Doe—. Aquí mismo va bien.

Somerset pisó el freno con suavidad mientras escudriñaba el paisaje. No había nada, absolutamente nada aparte del desierto. La estructura más cercana era un edificio alargado de una sola planta que se hallaba a cien metros de distancia o más.

—¿Aquí mismo? —preguntó Somerset.

—Sí, perfecto.

Somerset detuvo el coche, pero titubeó un instante antes de apagar el motor. Cuando lo hizo, el silencio reinó de repente en el interior del vehículo. El viento constante del desierto mecía el coche ligeramente mientras ráfagas de arena azotaban el parabrisas.

Doe observó a Mills.

—¿Podemos salir, detective?

Mills y Somerset se estaban mirando por el retrovisor.

Somerset contempló de nuevo el paisaje antes de asentir con un gesto.

—Pero no le quite los grilletes.

Entregó a Mills las llaves de las esposas a través de la rejilla.

Mills abrió las esposas que encadenaban a Doe a la rejilla y las que aseguraban las esposas de las manos a los grilletes. Devolvió las llaves a Somerset y esperó a que éste se apeara y abriera la portezuela trasera. Doe salió en primer lugar, seguido de Mills, quien tuvo que cubrirse el rostro de inmediato para que no le entrara arena en los ojos. Doe estaba de espaldas al coche, y se reía por lo bajo.

—¿Cuál es el chiste? —inquirió Mills.

Doe señaló un lugar con las manos esposadas. A unos tres metros de la carretera se veía el cadáver reseco de un perro. Lo que quedaba del pelaje sarnoso se agitaba al viento.

—A ése no me lo he cargado yo —aseguró Doe sin dejar de reír.

—¿Y ahora qué, Johnny? —preguntó Mills con aire impaciente.

Doe señaló con un ademán el polígono industrial que se divisaba más adelante.

—Por ahí.

—¿Por qué no podemos ir en coche? —inquirió Somerset.

Doe adoptó una expresión seria.

—No vamos tan lejos. Podemos ir a pie.

Mills y Somerset intercambiaron una mirada. Resultaba difícil determinar si se trataba de la exigencia demencial de un chiflado o si formaba parte de un plan calculado.

Somerset señaló la carretera con la barbilla, y Mills asintió con un movimiento de cabeza.

—Venga, Johnny. Vamos a dar un paseo.

Mills empezó a guiar a Doe por la carretera en dirección al polígono industrial.

Somerset se quedó algo rezagado, escudriñando el cielo en busca del helicóptero. No lo vio, aunque tampoco lo esperaba. Tenían órdenes de mantener las distancias para que Doe no supiera que estaban allí. Somerset sabía que podían acudir en su ayuda muy deprisa en caso de necesidad, pero no imaginaba qué as se guardaba Doe en la manga. Se encontraban en el culo del mundo. Si alguien intentaba siquiera acercarse a ellos, el helicóptero se abalanzaría sobre quien fuese como un halcón sobre un ratón de campo.

—¿Qué busca? —oyó que Mills le preguntaba a Doe.

Doe no cesaba de volverse hacia el coche.

—¿Qué hora es?

—¿Para qué quiere saberlo? —inquirió Somerset.

Miró el reloj. Eran poco más de las siete.

—Quiero saberlo —insistió Doe—. ¿Qué hora es?

—No se preocupe por la hora —replicó Mills obligándolo a mirar al frente—. Limítese a seguir adelante.

Somerset frunció el ceño mientras contemplaba la carretera por la que habían llegado hasta allí. ¿Qué narices se propondría Doe?, se preguntó.

—Está cerca —dijo Doe mirando por encima del hombro—. ¡Ya viene!

Somerset entornó los ojos para ver mejor. Algo se acercaba a ellos desde el horizonte. Era una furgoneta. Una furgoneta blanca que se dirigía hacia ellos levantando una nube de polvo a su paso.

—¡Mills! —gritó al mismo tiempo que sacaba el arma.

Mills vio la furgoneta y de inmediato sacó el arma y agarró a Doe con más fuerza.

—¡Quédese con él! —ordenó Somerset mientras echaba a correr hacia la furgoneta para cerrarle el paso.

—¡Espere! —gritó Mills.

—No hay tiempo para discutir —replicó Somerset sin detenerse.

Doe empezó a seguir a Somerset.

—Allá va —dijo.

Mills le apuntó al rostro con el arma.

—¡Quieto!

Las interferencias invadieron el auricular de California cuando éste intentaba descifrar lo que decían Mills y Somerset. El piloto había desviado el helicóptero hacia el desierto para evitar que los vieran.

—…Furgoneta de reparto… —decía Somerset—… al sur…

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