Read Scorpius Online

Authors: John Gardner

Tags: #Aventuras, #Policíaco

Scorpius (22 page)

BOOK: Scorpius
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

M enarcó una ceja como si se hubiera hecho la composición de lugar de que cualquier teoría procedente de Bond era una estupidez.

—¡Adelante! —le animó, aunque tras aquella exclamación se notaba que estaba perplejo.

Para empezar, Bond no podía comprender que se hubieran fijado precisamente en él.

—Durante largo tiempo me ha intrigado la idea de por qué un grupo con intenciones agresivas me siguió durante mi viaje a Londres. Es una pregunta que no ceso de hacerme.

Añadió que si habían permitido intencionadamente que Emma se fuera llevando en su agenda el teléfono de Bond, sólo podía ser por un motivo.

—Si Scorpius y quienes trabajan para su Sociedad de los Humildes estaban a punto de empezar su horrorosa campaña, necesitaban asegurarse de que ciertas informaciones les llegaran desde dentro. Querían saber por adelantado qué acción se iba a adoptar. En consecuencia, señor, la agenda de Emma con mi número de teléfono constituía un cebo personal. Eso ha estado bien claro todo el tiempo. Incluso es posible que no quisieran que la chica muriese. Pero murió. A Scorpius le era igual una cosa que otra. Pero una vez se identificara mi número yo quedaría involucrado en el asunto. Y si me dejaba involucrar, nuestro Servicio también lo estaría. Sume todos estos factores y el resultado es fácil. Tenían que disponer de un agente de penetración que pudiera informar directamente a Scorpius o a quien él designara. De alguien próximo al Servicio o capaz de acercarse a éste o a mí o a quien tome parte en la operación. ERMF. O como mi tutor solía decir: «En Realidad Muy Fácil».

—Debo admitir que tiene sentido —aprobó M frunciendo el entrecejo. Mientras Bond hablaba no había dejado de mirar su reloj de pulsera—. Scorpius tenía que atraernos a su trampa porque disponía de alguien próximo a nosotros. De alguien con el oído fino como el de usted o quizá como el mío.

—De alguien con fácil acceso a nuestro entorno.

—¡Hum! —gruñó M, que se estaba poniendo nervioso por momentos.

Se levantó y dirigióse a la ventana, advirtiendo a Bond que apagara las dos lamparitas de estudiante que arrojaban una tenue claridad verdosa por la habitación.

M volvió cuidadosamente el borde de la cortina para echar una mirada al exterior y durante unos momentos se quedó perfectamente inmóvil. De pronto exclamó:

—¡Ah, por fin!

Fuera se oía el sonido de un coche al aparcar. M advirtió a Bond que mantuviera las luces extintas hasta que su visitante hubiera entrado. Y enseguida se dirigió a la puerta. Se oyeron voces suaves y un rozar de pies.

—Está bien. Venga de nuevo la luz.

M estaba dando a todo aquello un tono francamente melodramático.

Bill Tanner acababa de entrar. Y cogida a su brazo iba la deliciosa Ann Reilly conocida en todo el Servicio como Quti. Sus ojos estaban tapados por un vendaje negro.

—Se lo puede quitar, querida —le indicó M con voz meliflua—. La señorita Reilly no figura en el círculo mágico de los que conocen nuestro refugio secreto. De ahí la necesidad de esta comedia de capa y espada.

Quti parpadeó tratando de acostumbrar sus pupilas a la tenue claridad.

—¡Hola, James! —saludó a Bond, muy animada—. Debí haber sabido que era a usted a quien tenía que informar. ¿Porque qué otra persona estaría escondida en un lugar donde ninguna joven apasionada pueda hallarlo?

—Siéntese y vayamos al grano —le indicó M.

Se sentaron muy próximos en dos sillones de cuero de alto respaldo y en un taburete. Quti sacó de su bolso una de las tarjetas de plástico Avante Carte.

—No hemos hecho todavía una verificación completa —empezó—. Pero hasta el momento esta tarjetita de aspecto ingenuo parece poseer la fuerza de una hechicera.

Enseguida se lanzó a una amplia explicación sobre las tarjetas inteligentes y su modo de actuar. Poseían unas bandas magnéticas ocultas en su interior que transmitían información a una computadora de modelo especial y la acumulaban desde la pantalla de unos procesadores de datos de mayor capacidad.

Buena parte de cuanto Quti estaba diciendo era sumamente técnico y se refería principalmente a ese tipo de tarjeta de crédito que permiten obtener determinadas cantidades de dinero de un cajero automático, capaz también de rechazarlas si no existen fondos suficientes.

—Usted sabe muy bien —continuó— que ciertas tarjetas hacen algo más que proporcionar unas libras cuando el banco está cerrado. Informan también sobre el estado de la cuenta y en determinados casos se las puede usar para ingresar dinero en ella.

Hizo una pausa sosteniendo la Avante Carte entre el pulgar y el índice.

—Pero esta pequeña maravilla es diferente. La que aquí tengo perteneció a Trilby Shrivenham y mañana la vamos a investigar a fondo. Ya hemos despiezado la de Emma Dupré y nos ha revelado una gran cantidad de secretos. La llamada Avante Carte es probablemente la tarjeta más sofisticada de cuantas conozco.

»Verán: no sólo contiene franjas magnéticas, sino también minúsculas memorias, lo que los técnicos en computadoras llaman ROM (Read Only Memory), es decir, memoria única real, y también RAM (Random Access Memory) memoria de acceso al azar. Ello significa que la tarjeta es capaz de actuar como un pequeño ordenador, y puede ser programada con algún fin especifico. Pero su aspecto más siniestro consiste en incorporar una microplaqueta de información de datos de entrada y de salida.

Pudo notar cómo las pupilas de M empezaban a ponerse vidriosas, y, como éste ya había oído cuanto necesitaba, fue directamente al grano.

—Me limitaré a señalar las cosas que esta tarjeta puede hacer. Aunque todavía no hemos averiguado si es que realmente lo hicieron, en primer lugar, su simple inserción en un cajero automático electrónico y la pulsación de una secuencia de números puede ponerla en contacto con las unidades centrales de las computadoras de los bancos ingleses más importantes. Piense en lo que eso significa. Equivale a contactar con los datos de todos esos bancos.

»Y a su vez significa también que se pueden desviar dichos datos y manipularlos como se quiera. El aspecto delictivo más evidente de ello es el de que, en teoría, si la tarjeta está correctamente programada por una computadora principal y si se conocen los números de las cuentas de alguna rica institución, es posible pasar electrónicamente, a través de un cajero automático, dinero de esa espléndida cuenta a la de uno mismo o a cualquier otra que se desee. La consecuencia está clara.

—Es decir, que se puede arruinar a cualquiera o convertirle a uno en millonario por un día.

—O al menos durante el tiempo suficiente como para hacerse con el dinero —pasó un dedo manicurado por la tarjeta—. Es éste un producto electrónico planeado con muy mala idea, James. Su potencial delictivo y su inteligencia son enormes.

—¿Para qué lo han utilizado hasta la fecha? —preguntó Bond. Quti dirigió a M una mirada como si le preguntara: «¿Lo puedo decir?». M hizo una señal de asentimiento.

—Lo más interesante es que la tarjeta de Trilby Shrivenham no ha sido utilizada jamás. Pero creemos que a ella sí la utilizaron… para obtener los números de las cuentas principales de su padre.

—¿Han estado consiguiendo dinero perteneciente a lord Shrivenham?

—No ha sido así, James —intervino Bill Tanner hablando por vez primera—, sino todo lo contrario. Por una de esas raras coincidencias que pocas veces pasan en la ficción, pero con frecuencia sí en la vida real, el viejo Basil Shrivenham quiso verificar un depósito bancario que había permanecido inactivo durante un par de años, limitándose a acumular intereses. No es muy importante, pero tampoco despreciable. En realidad se trata de una cuenta reservada en su testamento para Trilby. Esta mañana pidió el saldo que debería haber sido de unas doscientas mil libras, y cuando comprobó la cifra rogó que practicaran una comprobación. Se repasó la cuenta y era correcta. Pero el saldo que debería haber sido de un par de cientos de los grandes tenía en su haber cerca de tres millones de libras esterlinas.

—Y todo se llevó a cabo durante la semana pasada por medios electrónicos —añadió M—. ¿Se da usted cuenta, Bond?

El aludido hizo una señal de asentimiento.

—Sí, me doy cuenta. Alguien, si así lo considera necesario, puede trasladar ese dinero a una cuenta más significativa que se convertirá en una especie de fondo a utilizar de modo fraudulento por el partido político de Shrivenham.

—En efecto, 007. Ha dado usted en el clavo. Y a su debido tiempo la prensa…, o al menos la prensa sensacionalista, recibirá copias auténticas de la cuenta bancaria, así como de varias transacciones efectuadas por medios electrónicos. Y el actual gobierno, empeñado en obtener otro mandato, se verá involucrado en una versión inglesa del Watergate.

—Pero con todo lo demás en su favor… —expresó Bond con cierta brusquedad. Pero al ver la mirada de M optó por cerrar la boca.

Estuvieron hablando durante cosa de una hora, tras lo cual M dijo que la entrevista podía darse por terminada. A Quti le vendaron otra vez los ojos y fue conducida hasta el automóvil por Bill Tanner, mientras M se quedaba un poco más en la casa.

—Es mejor que esta noche duerma aquí —le aconsejó—. Por lo menos estará seguro —bajó de nuevo la voz como si temiera que alguien pudiera oírle—. Mañana será otro día. He puesto a la mayor parte de nuestros servicios en Europa…, o al menos aquellos en los que puedo confiar plenamente, en situación de alerta de cara al amigo Scorpius. Espero tener más información hacia la tarde. Llámeme dos minutos después de cada hora después de mediodía. Para entonces creo que estaré en condiciones de informarle sobre Scorpius —dirigió a Bond una mirada de soslayo—. Pero desde luego, si obtiene alguna noticia interesante, no vacile en seguirle la pista y trate de ponerse en contacto con nosotros. Pero recuerde, James, que quiero que este asunto se resuelva no importa lo que cueste. Y eso corre de su cuenta. Téngalo presente. El imperio de la ley y el sistema de vida inglés dependen de nuestro éxito. Y lo mismo digo respecto a un gran número de vidas inocentes.

Una vez de nuevo solo, Bond se dirigió a la larga y estrecha cocina y se preparó una
omelette aux fines herbes
, que acompañó con una botella de Chablis, aunque no sin pensar, divertido, que la buena señora Findlay probablemente adquiría el vino al por mayor en un supermercado. Se dijo que no había nada que objetar, aunque hubiera resultado preferible que alguien se lo advirtiera antes, porque el constante contacto con semejante clase de bebida podría dañar el paladar.

Finalmente comprobó todas las cerraduras y las alarmas, se dio una ducha y trepó a la enorme cama de matrimonio que era la pieza más importante del dormitorio principal. Aunque estaba cansado hasta no poder tenerse en pie, Bond permaneció tumbado de espaldas un buen rato, dando un repaso a los acontecimientos del día antes de sumirse en un profundo y tranquilo sueño.

No supo lo que le despertó, pero de pronto sus ojos se abrieron y como en sueños, introdujo la mano bajo la almohada en busca de la pistola que había guardado allí antes de meterse en la cama. Podía ver el resplandor rojizo del reloj despertador mostrando que la hora era las cinco y once de la madrugada.

De pronto se quedó petrificado. La pistola no estaba en su sitio, lo que significaba que, aun cuando pareciese imposible, alguien había entrado en la habitación.

Movió lentamente las piernas de forma que pudiera saltar como un resorte en cuanto sus ojos se hubieran acostumbrado a la oscuridad. Pero era demasiado tarde. Sin previo aviso, una mano de hierro le tapó la boca con los dedos separados para empujarle la cabeza al tiempo que un cuerpo humano se apretaba contra sus piernas, inmovilizándole por completo. Su atacante era de una fortaleza inaudita.

Notó una respiración cálida junto al oído y luego oyó cómo le murmuraban:

—Lo siento, jefe, pero es la única manera. Puedo ahorrarle un montón de disgustos.

No había necesidad de más explicaciones. La impresión de Bond no había fallado. Notaba el frío cañón de su propia pistola en la sien. Durante un segundo se dijo que Pearlman acabaría con él a los pocos minutos.

Pearly
Pearlman alargó la mano y encendió la luz, aunque sin dejar de retener a Bond contra la cama.

—Buenos días, jefe —le saludó—. Vamos a hacer un pequeño viaje. Pero no necesitará acicalarse demasiado. Le voy a contar una historia que va a ser un bálsamo para su alma.

15. Joven e insensato

Vigilado por el ojo implacable de su automática ASP, Bond se vistió, muy disgustado por no poder darse una ducha ni afeitarse. Pearlman, que iba vestido como para una operación nocturna, es decir, con pantalón negro, jersey de cuello alto, capucha y zapatillas de entrenador, dijo que disponían de poco tiempo.

—Tengo que sacarle de aquí antes de que alguno de sus amiguetes haga acto de presencia. Es usted escurridizo como una anguila, señor Bond…, si es que me perdona la comparación, y no tengo la intención de darle facilidades. Sólo Dios sabe lo que pasaría si le dejara tomar una ducha. Conozco lo suficiente este lugar, pero quizá me olvide de algo. Podría verme metido en una trampa. Seguro que comprende mi deseo de no correr ningún riesgo. Esto es algo más que un sencillo trabajo, por decirlo así.

Conforme Bond se iba poniendo las ropas que había dejado pulcramente dobladas o colgadas en el armario antes de acostarse, su mente empezó a buscar una manera de salir de aquel atolladero. Por toda la casa había timbres de alarma que, de ser oprimidos, pondrían en alerta al oficial de servicio en Regent's Park. Pero aun cuando consiguiera pulsarlos, iba a pasar bastante tiempo antes de que alguien pudiera presentarse en la casa. En el cuartel general, la señal aparecería en una pantalla de ordenador haciendo destellar la palabra «Scatter». Y el oficial de servicio tendría que contactar con una de las pocas personas conocedoras de la localización de aquel refugio secreto clasificado como de primer orden.

Pearlman se enfrentaba a aquella situación con las precauciones naturales de un hombre bien adiestrado. Luego de haber dado a Bond la orden de vestirse, se hizo atrás rápidamente, poniendo cierta distancia entre los dos. «Nunca permanezcan cercanos a una persona a la que encañonan con una arma», les habían enseñado. Y era verdad, porque existen docenas de modos para desarmar a quien esgrime una pistola si es tan tonto como para permanecer junto a la persona amenazada.

BOOK: Scorpius
11.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Mending by J. B. McGee
Ask the Bones by Various
Sweetland by Michael Crummey
Chance Meeting by Laura Moore
Darkened by S. L. Gavyn
Buddy by M.H. Herlong
Wild by Alex Mallory
Long Live the Dead by Hugh B. Cave