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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (22 page)

BOOK: Rey de las ratas
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El poblado era pequeño y poco visible. Parecía rico. Las casas, situadas alrededor de una plaza, estaban construidas sobre soportes y hechas de bambú. Debajo de éstas se veían muchos cerdos y pollos. Cerca de una casa mayor había un corral y en él cinco búfalos domésticos de la India. Aquello signiñcaba que el poblado se desenvolvía bien.

Al fin fue conducido a la casa del jefe. Los silenciosos nativos le siguieron hasta la puerta y se sentaron en el pórtico a escuchar mientras esperaban.

El jefe era viejo, muy bronceado y marchito. También era hostil. Su casa, como las demás, constaba de una sola habitación grande dividida en pequeñas secciones por biombos.

En el centro de lo que era el comedor y sala de estar, había una taza de retrete, con asiento y tapa. No se veían conductos de agua, y la taza se hallaba colocada en lugar de honor sobre una alfombra tejida. Delante de la taza, sobre otra alfombra, el jefe aparecía sentado. Sus ojos eran penetrantes.

—¿Qué quieres?
¡Tuan!
—y el «tuan» fue una acusación.

—Sólo comida y agua señor. Y, si puede ser, quedarme algún tiempo hasta que me reponga.

—Me llamas señor, cuando hace tres días tú y el resto de los blancos nos llamabais
wogs
, y escupíais sobre nosotros.

—Yo nunca os llamé
wogs.
Fui mandado aquí para proteger tu país de los japoneses.

—Ellos nos han liberado de los pestilentes holandeses. Lo mismo que liberarán todo el Lejano Este de los imperialistas blancos.

—Quizá. Pero temo que lamentarás el día en que llegaron.

—¡Vete de mi poblado! ¡Vete con el resto de los imperialistas! ¡Vete antes de que llame a los japoneses!

—Está escrito: «Si un extranjero viene a ti y te pide hospitalidad, dásela, y tú hallarás favor a los ojos de Alá.»

El jefe le miró sorprendido.

—¿Qué sabes tú del Corán y de las palabras del profeta?

—Su nombre sea alabado. El Corán se traduce al inglés desde hace muchos años y por muchos hombres.

Luchaba por su vida. De quedarse en el poblado, conseguiría una barca para ir a Australia. No es que supiera manejar una barca, pero valía la pena el riesgo. Cautividad era sinónimo de muerte.

—¿Eres tú uno de sus fieles? —preguntó sorprendido el jefe.

Marlowe vaciló. Le hubiera sido fácil hacerse pasar por mahometano. Su entrenamiento incluyó el estudio del Corán. Los oficiales de las fuerzas de Su Majestad tenían que servir en muchos lugares, y los que eran profesionales se adiestraban en muchas cosas aparte de la enseñanza propia de su especialidad.

Si decía sí, entonces estaba salvado, pues Java era en su mayor parte mahometana.

—No. No soy uno de sus fieles —sentíase cansado y le importaba poco que aquello fuera el fin—. Por lo menos no lo sé. Me enseñaron a creer en Dios. Mi padre solía decirnos, a mis hermanos y a mí, que Dios tiene muchos nombres. Los cristianos dicen que, incluso, hay una Santísima Trinidad, que son partes de Dios.

—No tiene importancia como llames tú a Dios. A Él no le preocupa si es reconocido como Jesús o Alá, Buda o Jehová, o, incluso. ¡Tú! Porque si es Dios, sabe que nuestra inteligencia es limitada.

»Yo creo que Mahoma fue un hombre de Dios, un profeta de Dios, como Jesús es Dios. Pero que Mahoma se llame a sí mismo en el Corán, el «más puro de todos los profetas» y que sea el último de los profetas, no lo creo. Nosotros, los humanos, no podemos estar ciertos de nada relacionado con Dios.

»Ahora bien, tampoco creo que Dios sea un anciano con luenga barba sentado en un trono de oro allá en el cielo. Ni, como prometió Mahoma, que los fieles van al paraíso, donde yacen en divanes de seda, beben vino y tienen muchas doncellas que les sirven, o que el paraíso sea un jardín con gran abundancia de arroyos y árboles frutales. Como tampoco creo que crezcan alas en las espaldas de los ángeles.

La noche se cernió sobre el poblado. Un bebé lloró mientras lo acunaban para que se durmiese.

—Un día sabré seguro por qué nombre deberé llamar a Dios. Será el día en que muera. —Guardó un corto silencio—. Debe de ser muy depresivo descubrir que no hay Dios.

El jefe hizo seña a Marlowe para que se sentase.

—Puedes quedarte. Pero hay condiciones. Jurarás obedecer nuestras leyes y ser uno de nosotros. Trabajarás en los arrozales, y en el poblado con los demás hombres. Ni más ni menos que como cualquiera de ellos. Aprenderás y sólo hablarás nuestro idioma, y llevarás nuestro vestido y teñirás el color de tu piel. Tu altura y el color de tus ojos gritarán que eres un blanco, pero, quizás el color, vestido e idioma te protejan durante algún tiempo: quizá pueda decirse que eres mitad javanés, mitad blanco. No tocarás mujer alguna de aquí sin permiso. Y me obedecerás sin discusión.

—De acuerdo.

—Hay otra cosa. Ocultar un enemigo de los japoneses es peligroso. Debes saber que si llega el momento de elegir entre tú y mi gente, elegiré mi pueblo.

—Lo comprendo. Gracias, señor.

—Jura por tu Dios —un estremecimiento de risa apareció en los rasgos del viejo—, jura por tu Dios que obedecerás y que aceptas mis condiciones.

—Juro por Dios que las acepto y que obedeceré, y que no haré nada que os perjudique mientras esté aquí.

—Nos perjudicas con tu presencia, hijo —replicó el hombre.

Después que hubo comido y bebido, el jefe dijo:

—Desde ahora no hablarás inglés. Sólo malayo. Es el único modo de aprender de prisa.

—Conforme. ¿Puedo preguntar una cosa?

—Sí.

—¿Qué significa esa taza de retrete sin tubería de desagüe?

—No tiene significación excepto que me gusta contemplar la cara de mis huéspedes y saber qué piensan: «¡Qué cosa más ridicula como adorno de una casa!»

El viejo se estremeció con espasmos de risa que llenaron sus ojos de lágrimas. Toda la casa se alborotó, viniendo sus esposas a socorrerle con fricciones en la espalda y estómago.

Marlowe se sonrió ante el recuerdo. ¡Aquél sí que era un hombre!
Tuan
Abu. Sin embargo, no quiso pensar más en el lejano poblado, los amigos que tenía en él, ni con N'ai, la joven que le destinaron. Debía pensar en la radio, en cómo lograría el condensador y el modo de agudizar el ingenio en el poblado aquella noche.

Descruzó las piernas y esperó pacientemente hasta que la sangre volvió a fluir por sus venas otra vez. El grato olor a gasolina seguía rodeándole, transportado por la brisa. También llegaban con la brisa voces que interpretaban himnos, procedentes del teatro al aire libre, y eran cánticos de la Iglesia de Inglaterra. La semana anterior había correspondido a la católica, y la otra a la del Séptimo día de Adviento. Desde luego, se mostraban tolerantes en Changi.

Eran muchos los feligreses que llenaban los toscos asientos. Algunos guiados por su fe, y otros, porque carecían de ella. También asistían los faltos de otra cosa que hacer. Aquel día era el capellán Drinkwater quien oficiaba.

La voz del capellán Drinkwater era rica y sonora. La sinceridad emanaba de él y las palabras de la Biblia cobraban vida en sus labios. Sabía infundir esperanza, procuraba hacer olvidar Changi y los estómagos vacíos.

«¡Podrido hipócrita!», pensó Marlowe, que despreciaba a Drinkwater. Su mente volvió a un pasado muy reciente.

—fEh, Peter! —le había dicho Daven—. Mire allí.

Marlowe vio a Drinkwater hablando con un marchito cabo de la RAF llamado Blodger. La litera de Drinkwater se hallaba en un lugar de preferencia cerca de la puerta del barracón dieciséis.

—Ése debe de ser su nuevo asistente —indicó Daven.

Incluso en el campo se mantenía la antigua tradición.

—¿Qué le sucedió al otro?

—¿Lyles? Me dijo que iba al hospital. Sala seis.

Marlowe se levantó.

—Drinkwater puede hacer lo que quiera con los tipos del ejército, pero no con uno de los míos.

Caminó el largo de cuatro literas.

—¡Blodger!

—¿Qué quiere, Marlowe? —preguntó Drinkwater.

Peter Marlowe le ignoró.

—¿Qué hace usted aquí, Blodger?

—Visitaba al capellán, señor. Lo siento, señor —dijo acercándose—. No le veo muy bien.

—Teniente de aviación Marlowe.

—¿Cómo está usted, señor? Soy el nuevo asistente del capellán, señor.

—¡Salga de aquí! Y antes de aceptar un trabajo de asistente venga a consultármelo.

—¡Pero, señor!

—¿Quién se cree usted que es, Marlowe? —saltó Drinkwater—. No tiene usted jurisdicción sobre él.

—No será su asistente.

—¿Por qué?

—Porque yo lo digo. Está usted despedido, Blodger.

—Pero, señor. Yo cuidaré bien del capellán, de verdad. Trabajaré mucho...

—¿Dónde consiguió usted ese cigarrillo?

—Vea, Marlowe... —empezó Drinkwater.

El joven se volvió raudo a él.

—¡Cállese!

Otros oficiales dejaron sus ocupaciones y empezaron a reunirse.

—¿Dónde consiguó usted ese cigarrillo, Blodger?

—El capellán me lo dio —titubeó Blodger, retrocediendo asustado por la cortante voz de Peter Marlowe—. Le di mi huevo. Me prometió tabaco a cambio de mi huevo diario. Yo quiero el tabaco y él puede quedarse con los huevos.

—No hay daño alguno en ello —exclamó Drinkwater—. No hay daño en dar al muchacho tabaco. Me lo pidió él a cambio de un huevo.

—¿Ha estado usted en la Sala Seis recientemente? —preguntó Marlowe—. ¿Ayudó usted a que admitieran a Lyles, su último asistente? Ahora es un pobre ciego.

—Eso no es culpa mía. Yo no le hice nada.

—¿Cuántos huevos se le quedó usted?

—Ninguno. Ninguno.

Marlowe agarró una Biblia y la echó a las manos de Drinkwater.

—¡Júrelo y entonces le creeré! ¡Júrelo por Dios, o prometo que seré yo quien le pida cuentas!

—Lo juro —gimió Drinkwater.

—¡Embustero bastardo! —gritó Daven—. He visto cómo se quedaba los huevos de Lyles. Todos lo hemos visto.

Marlowe cogió el plato de rancho de Drinkwater y encontró un huevo, que aplastó contra su cara, introduciéndole la cascara en la boca. Drinkwater se desmayó.

Marlowe le tiró un balde de agua sobre el rostro, y volvió en sí.

—¡Bendito sea, Marlowe! —susurró—. ¡Bendito sea por mostrarme el error de mi conducta! —Se arrodilló junto a su litera—. ¡Oh, Señor, perdona a este miserable pecador. Perdona mis pecados...!

Y aquel domingo, besado por el sol, Marlowe escuchaba a Drinkwater su sermón. Blodger hacía mucho que estaba en la Sala Seis, pero si el capellán le había ayudado a ir allí, lo ignoraba. Ahora bien, Drinkwater seguía obteniendo nuevos de alguna parte.

El estómago le dijo que era llegada la hora de comer.

Regresó a su barracón donde los hombres aguardaban con los platos en la mano, impacientes. El extra no era para aquel día, quizá para el siguiente, según el rumor. Ewart hizo indagaciones en la cocina y la ración era la de siempre. Conforme, pero, ¿por qué diablos no iba más aprisa?

Grey se hallaba sentado en el extremo de su cama.

—Vaya Marlowe. Veo que come con nosotros estos días. Agradable sorpresa.

—Sí, Grey; aún como aquí. ¿Por qué no sale corriendo y juega a ladrones y policías? En todo caso procure coger a quien no pueda devolverle la patada.

—No doy oportunidad. Ahora tengo puesto el ojo sobre caza mayor.

—Buena suerte.

Marlowe recogió sus platos y se cruzó con Brough que presenciaba una partida de bridge.

—¡Policías! —susurró—. Todos son lo mismo.

—Desde luego.

Se unió a Marlowe.

—Me han dicho que tiene un nuevo compañero.

—Sí —Marlowe se puso en guardia.

—Éste es un país libre. Pero no siempre puede uno arriesgarse y emitir su punto de vista.

—¿Por...?

—Las amistades relámpago a veces perjudican.

—Eso es cierto en cualquier parte.

—Puede —Brough sonrió—. Quizá le gustaría una taza de café, y masticar un trozo de tabaco.

—Me gustaría. ¿Qué le parece mañana después del «chino»? —Involuntariamente había usado la expresión de Rey. Sonrió y Brough hizo lo mismo.

—¡Eh! ¡Qué ya llega el rancho! —gritó Ewart.

—Gracias a Dios —gimió Phil—. Un trato, Peter. Tu arroz por mi sopa.

—¡Vaya esperanza!

—No perjudica probar.

Marlowe salió al exterior y se unió a la cola. Raylins servía el arroz. «Bueno —pensó—, hoy no hay de qué preocuparse.»

Raylins era de mediana edad y calvo. Había sido director en el Banco de Singapur, y, como Ewart, pertenecía al regimiento malayo. En tiempo de paz resultaba grato ser miembro de tan gran organización militar. Ello suponía reuniones, cricket, polo, etcétera. Cualquier hombre, para ser alguien, debía pertenecer a ella.

Raylins administraba los fondos del regimiento, pues el cálculo era su especialidad. Cuando pusieron un fusil en sus manos y le dijeron que aquello era la guerra y recibió la orden de incorporarse a su puesto en defensa de la causa frente a los japoneses, miró al coronel y sonrió. Él sólo entendía de cuentas. Pero no le valió. Tuvo que aceptar el mando de veinte hombres tan mal preparados como él, y marchar por la carretera. De repente, sus veinte hombres se redujeron a tres. Trece habían muerto instantáneamente en una emboscada. Cuatro estaban heridos y yacían en medio de la carretera chillando. A uno le destrozaron la mano y se miraba estúpidamente el muñón, cogía la sangre con el miembro sano e intentaba verterla de nuevo en su brazo. Otro se puso a reír mientras recogía sus intestinos y los volvía a su sitio.

Raylins miró paralizado el tanque japonés que avanzaba por la carretera haciendo fuego con todas sus armas. Después los cuatro heridos fueron meras manchas en el asfalto. Volvió sus ojos hacia los restantes hombres, entre los cuales estaba Ewart; ellos también le miraron. Y, sin previo acuerdo huyeron; aterrorizados hacia la jungla. Raylins se quedó solo en el horror de la noche plagada de sanguijuelas y ruidos. Le salvó de la locura un niño malayo que le encontró sollozando y le condujo al pueblo. Una vez allí se arrastró hasta el edificio donde habían reunido los restos de un ejército vencido. Al día siguiente los japoneses fusilaron a dos de cada diez. El y unos cuantos más continuaron en el edificio, hasta que los subieron en un camión que los llevó a un campo de concentración, donde se encontraron entre los suyos. Pero Raylins nunca podría olvidar a su amigo Charles, con los intestinos fuera.

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