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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (13 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Informe de este cadáver para que se lo lleven. jAh! Y puede disponer también de la cama del sargento Masters.

—No puedo hacerlo todo a la vez coronel —se quejó Steven dejando el balde—. Tengo que llevar tres palanganas, una para Ben Ten, otra para el veintitrés y la tercera para el cuarenta y siete. Además, el pobre coronel Hutton está muy incómodo; tengo que cambiarlo —Steven miró hacia la cama y sacudió la cabeza—. Todo menos la muerte...

—Ése es su trabajo, Steven. Lo menos que podemos hacer es enterrarlos, y cuanto antes, mejor.

—Supongo que sí. Pobres chicos.

Steven emitió un suspiro, y se limpió con esmero el sudor de su frente con un pañuelo limpio. Luego volvió a colocar el pañuelo en el bolsillo de su bata blanca de enfermero y recogió el balde, se balanceó un poco debido al peso y saltó por la puerta.

El doctor Kennedy lo despreciaba; despreciaba su aceitoso pelo negro, sus sobacos afeitados, sus piernas afeitadas. Al mismo tiempo, no podía culparle. La homosexualidad era un medio de subsistir. Los hombres se peleaban por Steven, partían sus raciones con él y le daban cigarrillos. El médico terminó por preguntarse: ¿Y qué es lo que resulta tan desagradable de ello al fin y al cabo? Si uno piensa que el «sexo normal», resulta igualmente desagradable.

Su mano apergaminada tocó su escroto, pues la picazón que sentía aquella noche era excesiva. Involuntariamente se tocó los genitales. No sintió nada.

Recordó que eso le ocurría desde unos meses atrás. «Bueno —pensó—, se debe a la dieta de nutrición. Carece de importancia. Tan pronto consigamos comida adecuada y con regularidad, todo irá bien. A los cuarenta y tres años aún se es hombre.»

Steven regresó con los accesorios precisos. El cuerpo fue puesto en una parihuela y sacado fuera. Luego cambió la única sábana. Pocos minutos después, en otra camilla trajeron a un nuevo paciente que ayudaron a colocar en la cama.

Automáticamente, el doctor tomó el pulso al hombre.

—Mañana romperá la fiebre. Es malaria.

—Sí, doctor —afirmó Steven, afectadamente—. ¿Le doy algo de quinina?

—¡Claro que ha de darle quinina!

—Lo siento, coronel —se excusó Steven, moviendo la cabeza—. Sólo preguntaba. Son ustedes, los médicos, los únicos que pueden autorizar las drogas,

—Bueno, déle quinina y, por amor de Dios, Steven, deje de hacerse pasar por una malhadada mujer.

—Está bien —los brazaletes de Steven sonaron al volverse hacia el paciente—. No es justo cebarse con una persona, doctor Kennedy, cuando ésta intenta hacer cuanto puede.

El doctor Kennedy se hubiera abalanzado contra Steven de no haber penetrado en la sala el doctor Prudhomme.

—Buenas noches, coronel.

—Hola.

El coronel se volvió hacia el doctor Prudhomme con gesto agradecido, pues comprendió que habría resultado estúpido destrozar a Steven.

—¿Todo bien?

—Sí. ¿Puedo hablar con usted un momento?

—Desde luego.

Prudhomme era un hombrecillo sereno, con pecho de gorrión y manos manchadas por los muchos años de trato con productos químicos. Su voz era profunda y suave.

—Hay dos apéndices para mañana. Uno acaba de llegar con carácter de urgencia.

—Bien. Los veré antes de irme.

—¿Quiere usted operar? —dijo Prudhomme, mirando al extremo opuesto de la sala, donde Steven mantenía un recipiente ante un hombre que vomitaba.

—Sí. Si tengo con qué hacerlo —contestó Kennedy.

Luego observó el oscuro rincón. A la media luz de la camuflada bombilla las largas y flexibles piernas de Steven se veían acentuadas como la curva de sus caderas dentro de sus pantalones cortos, muy ajustados.

Sintiendo el escrutinio de que era objeto, Steven levantó la vista. Sonrió.

—Buenas noches, doctor Prudhomme.

—Hola Steven —dijo el aludido con inusitada suavidad.

El doctor Kennedy vio con desazón que Prudhomme seguía mirando a Steven. Cuando éste se volvió hacia él, observó su desaliento y desprecio.

—¡Ah! De paso, acabé la autopsia de aquel hombre que apareció en el hoyo de una letrina. Muerte por asfixia —dijo complacido.

—Si uno encuentra a un hombre con la cabeza metida en un hoyo es más que probable que la muerte sea por asfixia.

—Cierto, doctor —dijo Prudhomme suavemente—. Escribí en el certificado de defunción: «Suicidio a causa de trastornos mentales.»

—¿Lo han identificado?

—Sí. Esta tarde. Es un australiano. Un hombre llamado Gurble.

El doctor Kennedy se frotó el rostro.

—No pienso morir de ese modo tan nefando.

Prudhomme asintió y sus ojos volvieron hacia Steven.

—Estoy de acuerdo. Naturalmente, también han podido meterlo en el hoyo.

—¿Hay señales en el cuerpo?

—Ninguna.

El doctor Kennedy intentó evitar el ver cómo Prudhomme miraba a Steven.

—Crimen o suicidio, es un modo horrible. Supongo que jamás sabremos lo que fue.

—Se han efectuado amplias pesquisas esta tarde, tan pronto se supo de quién se trataba. Parece ser que hace unos días robó algunas raciones al personal de su barracón.

—¡Ah! Ya comprendo.

—Sea como fuere, yo diría que hizo méritos para ello, ¿no le parece?

—Supongo que sí.

El doctor Kennedy deseaba continuar la conversación, porque se sentía solo, pero Prudhomme seguía interesándose por Steven.

—Bueno, será mejor que haga mis rondas. ¿Quiere venir conmigo?

—Gracias, pero debo preparar a mis pacientes para la operación.

El doctor Kennedy salió de la sala y por el rabillo del ojo vio a Steven que pasaba por delante de Prudhomme rozándole, y cómo éste le sonreía abiertamente. Oyó la risa del primero y vio corresponderle íntimamente.

Aquella desvergüenza le aturdió. Su deber era regresar a la sala y denunciarles. Pero se hallaba tan cansado, que prefirió seguir su camino hasta el pórtico.

El aire estaba quieto, la noche era oscura y silenciosa, y la luna, como un arco de luz gigante, colgada de la inmensidad del cielo. Los hombres seguían transitando por la carretera, pero todos iban silenciosos. Todo parecía esperar la llegada del amanecer.

Kennedy miró las estrellas tratando de leer en ellas una respuesta a su pregunta constante. ¿Cuándo, oh, Señor, terminará esta pesadilla?

Pero no hubo respuesta.

Márlowe estaba en una de las letrinas para oficiales gozando de la belleza de un falso amanecer y de un movimiento de intestinos regulado. Lo primero era frecuente, lo segundo, no tanto.

Siempre era el último en la cola cuando iba a los retretes, en parte porque aún no se había acostumbrado a hacerlo al descubierto, ni a tener detrás suyo a otros que esperasen, y, también, porque resultaba distraído contemplar a los demás.

Los hoyos tenían un metro ochenta de profundidad y sesenta centímetros de diámetro, y estaban a siete metros de distancia unos de otros. Eran veinte hileras situadas en el principio del declive, con treinta hoyos por fila. Cada uno tenía una cubierta de madera y una tapa suelta.

En el centro del área había un solo asiento hecho de madera, según el tipo convencional destinado en exclusiva a los coroneles. Los demás tenían que agacharse, a estilo nativo, con los pies a ambos lados del agujero. No había pantalla alguna y toda el área quedaba al descubierto bajo el firmamento.

En solitario esplendor, sentado, se hallaba el coronel Samson, sin otra prenda que su maltrecho sombrero de culi. Siempre lo llevaba, excepto cuanto se afeitaba la cabeza, se hacía masaje o se la frotaba con aceite de coco o ungüentos brujos para recuperar su pelo. Había cogido una enfermedad desconocida y todo el cabello de su cabeza se le cayó un día, incluso los pelos de las cejas y las pestañas. El resto de su cuerpo era peludo como un mono.

Otros hombres punteaban la zona, cada uno lo más alejado posible del otro. Todos llevaban consigo su cantimplora, y espantaban nubes de moscas.

Peter Marlowe se dijo otra vez que un hombre agachado y desnudo era la criatura más fea del mundo, quizá la más patética.

Si bien sólo se vislumbraba la promesa del nuevo amanecer en forma de resplandor, se veían dedos de oro extendidos en el aterciopelado firmamento. El frescor de la tierra, debido a la lluvia de la noche, hizo que la brisa se notara fría y delicada, llevando consigo el aroma salado del mar.

«Sí —se dijo satisfecho—, será un buen día.» Cuando hubo acabado, se aseó con el agua, lo cual siempre hacía con la mano izquierda. La derecha era la de comer. Los nativos no se preocupaban de esas distinciones o sutilezas. Ellos usaban indeterminadamente las dos. Todos los prisioneros usaban agua, pues el papel, cualquiera que fuese era demasiado valioso. Excepto Rey, nadie tenía papel higiénico. Le había dado a Marlowe un pedazo, y éste a su vez, lo repartió entre los de su grupo como soberbio papel de fumar.

Marlowe volvió a sujetarse el
sarong
y regresó a su barracón a la espera del desayuno. Papilla de arroz y té flojo, como siempre, si bien el grupo disponía de un coco, regalo de Rey.

En muy poco tiempo la amistad con Rey alcanzó gran intimidad, cimentada sobre una base de alimentos, tabaco y ayuda. Rey había curado las úlceras tropicales de los tobillos de Mac con salvarsán, cosa que logró en dos días, cuando llevaban supurandolé dos años.

Aunque los tres aceptaban con agrado la riqueza y ayuda de Rey, Marlowe sentíase atraído hacia él, principalmente por su condición humana. La naturaleza del norteamericano rebosante de fortaleza y confianza, le hacía sentirse mejor y más fuerte, como si su mero trato fuera un mágico alimento.

—¡Es un brujo!

Involuntariamente, Peter Marlowe habló en voz alta.

La mayoría de los oficiales del barracón dieciséis seguían dormidos o acostados en sus literas a la espera del desayuno cuando entró. Marlowe sacó el coco de debajo de su almohada y cogió el raspador y su machete. Salió fuera y tomó asiento en un banco. De un golpe certero partió el fruto en dos mitades perfectas y vertió la leche en un pote. Luego empezó a raspar con cuidado una de las mitades del coco. Los hilos de carne blanca empezaron a caer en la leche.

Las raspaduras de la otra mitad las puso en otro recipiente, y una vez concluido las pasó a un pedazo de mosquitero. Luego lo exprimió cuidadosamente y el dulce zumo cayó en una taza. Aquel día tocaba a Mac añadir el zumo a su papilla de arroz.

Marlowe pensó nuevamente en lo maravilloso que era aquel alimento, tan rico en proteínas y carente de sabor. Así, una simple pizca de ajo lo convertía en esta liliácea, y si era un cuarto de sardina, quedaba transformado en semejante pescado con lo cual podrían dar sabor a muchas raciones de arroz.

El hambre y su entusiasmo por el coco, no le permitió oír a los guardianes que se acercaban. No se enteró de su presencia hasta que ya estuvieron en el umbral.

Yoshirna, el oficial japonés, rompió el silencio.

—Hay una radio en este barracón.

VIII

Yoshima esperó durante cinco minutos a que alguien hablara. Encendió con calma un cigarrillo y el rascar de la cerilla pareció un trueno.

El primer pensamiento de Dave Daven fue: «¡Dios mío! ¿Quién ha sido el bastardo que nos ha denunciado? ¿Marlowe? ¿Cox? ¿Spence? ¿Los coroneles? ¡Ni siquiera Mac y Larkin saben lo que yo sé! ¡Señor! ¡Esto supone Outram Road!»

Cox parecía como petrificado. Apoyado contra la litera, observaba los ojos oblicuos de sus carceleros y sólo la fortaleza de los postes evitaba que se cayera.

El teniente coronel Sellars tenía a su cargo el barracón, y sus pantalones temblaban por el pánico cuando instantes después penetró en la estancia, seguido de su ayudante, el capitán Forest.

Saludó, con el rostro sonrojado y sudoroso.

—Buenos días, capitán Yoshima.

—No son buenos días. Hay un receptor aquí. Eso es contravenir las órdenes del ejército imperial japonés.

Yoshima era bajo, delgado y muy pulcro. Una espada samurai colgaba de su grueso cinturón. Sus botas, cuyas cañas le llegaban hasta las rodillas, resplandecían como espejos.

—No sé nada de eso. En absoluto —contestó Sellars—. ¡Usted! —Su dedo paralítico señaló a Daven—. ¿Sabe usted algo de eso?

—No, señor.

Sellars se encaró con todos los oficiales del barracón.

—¿Dónde está la radio?

Silencio.

—¿Dónde está la radio? —gritó casi histérico—. «¿Dónde está la radio?» ¡Ordeno que la entreguen inmediatamente! ¡Saben ustedes que todos somos responsables del incumplimiento de las órdenes del ejército imperial!

Silencio.

—Les formaré consejo de guerra a todos —chilló—. Todos recibirán lo que merecen. ¡Usted! ¿Cómo se llama?

—Teniente aviador Marlowe, señor.

—¿Dónde está la radio?

—No lo sé, señor.

Sellars vio a Grey.

—¡Grey! Se supone que usted es el preboste. Si aquí hay un receptor es suya la responsabilidad y de nadie más. Debiera usted haberlo comunicado a las autoridades. Le formaré consejo de guerra y será registrado en su expediente.

—No sé de qué me habla, señor.

—¡Debiera usted saberlo, qué diablos! —chilló con el rostro desencajado.

Sellars caminó hacia donde estaban los cinco oficiales norteamericanos.

—¡Brough! ¿Qué sabe usted de eso?

—Nada. Y soy «capitán» Brough, teniente coronel.

—No le creo. Ésa es la clase de molestias que causan ustedes, los condenados norteamericanos. No son otra cosa que desechos indisciplinados.

—¡No acepto broncas de usted!

—¡No me hable así! ¡Diga «señor», y póngase firme!

—Soy el oficial norteamericano más antiguo y no acepto insultos de usted, ni de nadie. No hay radio alguna en el contingente norteamericano que yo sepa. No hay radio alguna en este barracón. Y si la hubiera, tan seguro como que hay infierno, que no se lo diría a usted, ¡teniente coronel!

Sellars se volvió jadeando hacia el centro del barracón.

—Entonces, ¡registraremos el barracón! ¡Cada uno al lado de su cama! ¡Atención! Que Dios ayude al hombre que la tenga. Yo mismo me cuidaré de que sea castigado hasta el límite de la ley. ¡Son ustedes unos cerdos rebeldes!

—Cállese, Sellars.

Todos se irguieron cuando el coronel Smeldy-Taylor penetró en el barracón.

—Hay una radio aquí y estaba intentando...

—Cállese.

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