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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Retratos y encuentros (5 page)

BOOK: Retratos y encuentros
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Frank Sinatra, recostado en el taburete, entre sorbitos de nariz por lo de la gripe, no podía quitar la vista de las botas de guardabosque. En cierto momento, tras fijarse en ellas por un instante, desvió la mirada; pero ahora estaba otra vez concentrado en ellas. El dueño de las botas, que no hacía más que estar ahí con ellas puestas observando la partida, se llamaba Harlan Ellison, un escritor que acababa de terminar un guión de cine, El Oscar.

Al fin Sinatra no pudo contenerse más.

—¡Oye! —gritó con esa voz un poco áspera pero todavía suave y nítida—. ¿Son botas italianas?

—No —dijo Ellison.

—¿Españolas?

—No.

—¿Son botas inglesas?

—Mire, amigo, no lo sé —replicó Ellison, frunciendo el ceño antes de darle otra vez la espalda.

El salón de billar se sumió en el silencio. Leo Durocher, que se agachaba listo para tacar, se petrificó por un segundo en esa posición. Nadie se movía. Entonces Sinatra dejó su taburete y con ese lento y arrogante pavoneo tan suyo caminó hacia Ellison. El seco taconeo de sus zapatos era lo único que sonaba en el recinto. Entonces, mirando desde arriba a Ellison, con una ceja arqueada y una sonrisita engañosa, Sinatra le preguntó:

—¿Espera una tormenta?

Harlan Ellison dio un paso al lado.

—Oiga, ¿hay alguna razón para que usted me hable?

—No me gusta su forma de vestir —dijo Sinatra.

En la sala se produjo un rumor y alguien dijo:

—Vamos, Harlan, larguémonos de aquí.

Y Leo Durocher dio su tacada y dijo:

—Ajá, vamos.

Pero Ellison no cedía.

—¿De qué vive usted? —le preguntó Sinatra.

—Soy fontanero —dijo Ellison.

—No, no, no lo es —se apresuró a exclamar un hombre del otro lado de la mesa—. Él escribió El Oscar.

—Ah, sí —dijo Sinatra—. Bueno, pues yo la vi, y es una mierda.

—Qué raro —dijo Ellison—, porque ni siquiera la han estrenado.

—Bueno, pues yo la vi —volvió a decir Sinatra—, y es una mierda.

Ahora Brad Dexter, muy preocupado, muy grande al lado de la pequeña silueta de Ellison, dijo:

—Vamos, muchacho, no te quiero en esta sala.

—¡Eh! —Sinatra interrumpió a Dexter—. ¿No ves que hablo con el señor?

Dexter quedó confundido. Entonces toda su actitud cambió, y la voz se le puso suave y le dijo a Ellison, implorándole casi:

—¿Por qué se empeña en molestarme?

La escena cobraba visos ridículos, y tal parecía que Sinatra hablaba sólo medio en serio, y reaccionaba quizás por puro aburrimiento o desesperación. En todo caso, tras otro corto cruce de palabras, Harlan Ellison abandonó el sitio. A esas alturas el rumor del encuentro entre Sinatra y Ellison ya había llegado a oídos de los bailarines de la pista, y alguien fue a buscar al gerente del club. Pero otro dijo que el gerente ya se había enterado… y había salido disparado, entrado en el coche de un salto y arrancado para su casa. Así que el subgerente fue a la sala de billar:

—No quiero a nadie aquí sin chaqueta y corbata —exigió bruscamente Sinatra.

El subgerente asintió con un gesto y regresó a su oficina.

Era la mañana siguiente. Comenzaba otro día de nervios para el agente de prensa de Sinatra, Jim Mahoney. Mahoney tenía dolor de cabeza y estaba preocupado, pero no por el incidente Sinatra-Ellison de la víspera. En este momento Mahoney se encontraba con su mujer en una mesa del otro salón y a lo mejor ni siquiera se había dado cuenta del pequeño drama. Todo había durado apenas unos tres minutos.

Y a los tres minutos de acabarse Frank Sinatra probablemente lo había olvidado para el resto de sus días…, como Ellison probablemente lo iba a recordar para el resto de los suyos: había tenido, como otros cientos de hombres, en un momento inesperado entre el ocaso y el alba, un altercado con Sinatra.

Más le valía a Mahoney no haber estado en la sala de billar. Para hoy ya tenía bastante en la cabeza. Estaba preocupado con el resfriado de Sinatra y preocupado por el polémico documental de la CBS, que, pese a las protestas de Sinatra y el retiro de su permiso, saldría por la televisión en menos de dos semanas. Los periódicos de la mañana estaban llenos de insinuaciones de que Sinatra pensaba demandar a la cadena, y los teléfonos de Mahoney sonaban sin parar, y ahora hablaba con Kay Gardella, en Nueva York, del Daily News:

—Es correcto, Kay…, tenían un pacto de caballeros para no hacer preguntas sobre la vida privada de Frank, y entonces llega Cronkite y va derecho: «Frank, cuénteme de esas asociaciones». Esa pregunta, Kay…, out! Esa pregunta nunca ha debido hacerse.

Mahoney hablaba echado hacia atrás en su butaca de cuero, sacudiendo lentamente la cabeza. Es un hombre de treinta y siete años y un físico poderoso; tiene un rostro redondo y colorado, una mandíbula fuerte y ojos estrechos de color azul claro; y parecería pendenciero si no hablara con tan clara y suave sinceridad y no fuera tan meticuloso con la ropa. Sus trajes y zapatos hechos a medida son espléndidos, una de las primeras cosas que Sinatra reparó en él; y en su espaciosa oficina, frente al bar, hay un limpiabotas eléctrico con un manguito rojo, y un perchero de madera sobre el cual Mahoney ajusta sus chaquetas. Cerca del bar hay una fotografía autografiada del presidente Kennedy y, sólo en esta oficina de la agencia de Mahoney, unos cuantos retratos de Frank Sinatra: una vez hubo una gran fotografía suya que adornaba la recepción, pero parece que dañó los egos de otras estrellas de cine clientes de Mahoney y, en vista de que Sinatra de todos modos no iba a la agencia, la fotografía fue retirada.

Con todo, Sinatra parece estar siempre presente; y si Mahoney no tuviera razones legítimas para preocuparse por él, como las tenía hoy, igual podría inventárselas; y como la preocupación ayuda, se ha rodeado de pequeños recuerdos de ocasiones pasadas cuando de veras estuvo preocupado. En su estuche de afeitar hay una caja de somníferos que tiene dos años, preparados por un farmacéutico de Reno: la fecha en el frasco señala el secuestro de Frank Sinatra Jr. En una mesa de la oficina de Mahoney hay una reproducción en madera de la nota de rescate de Frank Sinatra escrita en dicha ocasión. Una peculiaridad de Mahoney: cuando se sienta preocupado en su escritorio, se entretiene con el trenecito de juguete que siempre tiene a la vista. El tren es un souvenir del filme de Sinatra El coronel Von Ryan; es a los hombres allegados a Sinatra lo que los broches de corbata del PT-109 son a los hombres que fueron cercanos a Kennedy…, y entonces Mahoney se pone a rodar el trenecito adelante y atrás sobre los quince centímetros de vía; adelante y atrás, adelante y atrás, clic-clac, clic-clac. Es su tic estilo capitán Queeg.

La secretaria le avisó a Mahoney que había una llamada muy importante en espera, y éste apartó rápidamente el trenecito. Mahoney contestó y su voz sonaba todavía más suave y sincera que antes:

—Sí, Frank —decía—. Bien… Bien…, sí, Frank.

Tras colgar el teléfono sin hacer ruido, Mahoney anunció que Sinatra había salido en su jet privado a pasar el fin de semana en su casa de Palm Springs, que está a dieciséis minutos de vuelo de su casa en Los Ángeles. Mahoney estaba otra vez preocupado. El Lear jet que el piloto de Sinatra estaría pilotando era idéntico, según Mahoney, al que se acababa de estrellar en otra parte de California.

Al lunes siguiente, un día nublado e inusitadamente fresco para California, más de cien personas se reunían en un estudio blanco de televisión, un recinto enorme dominado por un plato blanco, paredes blancas y decenas de luces y reflectores colgantes que lo hacían parecer una gigantesca sala de cirugía. En este espacio, dentro de aproximadamente una hora, la NBC tenía programada la grabación de un especial de una hora que sería emitido a color el 24 de noviembre por la noche y que iba a realzar, hasta donde fuera posible en tan limitado lapso, los veinticinco años de vida artística de Frank Sinatra. No trataría, como supuestamente iba a hacer el próximo documental Sinatra de la CBS, de investigar el área que Sinatra considera privada. El programa de la NBC sería principalmente una hora de Sinatra cantando algunos de los hits que lo llevaron de Hoboken a Hollywood, espacio que sería interrumpido sólo muy pocas veces por algunos extractos de películas y comerciales de cerveza Budweiser. Antes del resfriado Sinatra se había mostrado muy entusiasmado con el show. Veía en él la oportunidad no sólo de agradar a los nostálgicos sino también de comunicar su talento a los aficionados al rock and roll: en cierto sentido, combatía a los Beatles. Los comunicados de prensa que preparaba la agencia de Mahoney subrayaban esto anunciando: «Si está cansado de esos chicos cantantes con greñas que servirían para esconder una caja de melones… sería refrescante probar la capacidad de diversión del especial titulado Sinatra: un hombre y su música».

Pero ahora en aquel estudio de la NBC en Los Ángeles reinaba una atmósfera de expectativa y tensión por la incertidumbre sobre la voz de Sinatra. Los cuarenta y tres músicos de la orquesta de Nelson Riddle habían llegado ya y algunos habían subido a la blanca tarima a calentar. Dwight Hemion, un director juvenil de pelo rubio rojizo que había recibido aplausos por su especial de televisión sobre Barbra Streisand, aguardaba sentado en la cabina de vidrio que dominaba la orquesta y el plato. Los equipos encargados de las cámaras, los técnicos, los guardias de seguridad, los anunciadores de Budweiser esperaban también entre los focos y las cámaras, al igual que las diez o doce damas que trabajaban como secretarias en otras partes del edificio y se habían escabullido a presenciar todo el trajín.

Faltando unos minutos para las once corrió la voz por los pasillos del gran estudio de que Frank Sinatra había sido visto caminando por el aparcamiento rumbo a su destino con muy buen aspecto. Hubo caras de gran alivio entre el grupo allí reunido; pero cuando la figura esbelta y elegantemente vestida del hombre se fue aproximando, vieron consternados que no era la de Frank Sinatra. Era su doble, Johnny Delgado.

Delgado camina como Sinatra, posee la figura de Sinatra y desde ciertos ángulos faciales se parece de veras a Sinatra. Pero da la impresión de ser un individuo bastante tímido. Hace quince años, en los comienzos de su carrera como actor, Delgado se presentó para un papel en De aquí a la eternidad. Lo contrataron, y descubrió más adelante que estaba hecho para ser el doble de Sinatra. En la última película de Sinatra, Asalto a la reina, en la que Sinatra y sus compinches tratan de secuestrar el trasatlántico Queen Mary, Johnny Delgado reemplaza a Sinatra en algunas de las escenas acuáticas; y ahora, en este estudio de la NBC, su trabajo consistía en situarse bajo los calientes reflectores de televisión, marcando los spots que Sinatra ocuparía en el plato para los equipos de cámara.

A los cinco minutos el Frank Sinatra real hizo su entrada. Tenía el rostro pálido y los ojos azules llorosos. No había podido librarse de la gripe, pero de todas formas trataría de cantar porque la agenda estaba apretada y llevaban miles de dólares invertidos en el montaje de la orquesta y los equipos y el alquiler del estudio. Pero cuando, de paso hacia la salita de ensayos para calentar la voz, Sinatra se asomó al estudio y vio que el plato y la tarima de la orquesta no estaban lo suficientemente juntos, como había pedido expresamente, apretó los labios y fue evidente que estaba muy molesto. Un poco después pudieron escucharse, provenientes de la sala de ensayos, los golpes de su puño contra la tapa del piano y la voz de su acompañante, Bill Miller, diciéndole en tono suave:

—Trata de no enojarte, Frank.

Más tarde entraron Jim Mahoney y otro hombre y hablaron de la muerte de Dorothy Kilgallen en Nueva York por la mañana temprano. Ella había sido durante muchos años una apasionada enemiga de Sinatra, y él por su parte se acostumbró a vilipendiarla en su número escénico; y ahora, a pesar de estar muerta, él no atemperaba sus sentimientos.

—Dorothy Kilgallen está muerta —repetía saliendo de la sala hacia el estudio—. Bueno, creo que tendré que cambiar todo mi número.

Cuando, con paso lento, entró al estudio, todos los músicos al tiempo echaron mano de los instrumentos y se enderezaron en sus puestos. Sinatra carraspeó unas cuantas veces y, tras ensayar unas baladas con la orquesta, cantó
Don't Worry About Me
a su completa satisfacción. Pero, inseguro de cuánto le duraría la voz, se impacientó bruscamente.

—¿Por qué no grabamos esta matriz? —llamó en voz alta, elevando la vista hacia la cabina de vidrio que ocupaban el director Dwight Hemion y sus asistentes. Se les veía agachar la cabeza, concentrados en el tablero de control.

—¿Por qué no grabamos esta matriz? —repitió Sinatra.

El director de escena, que pasaba cerca de la cámara con los auriculares puestos, repitió textualmente las palabras de Sinatra por el cable que lo comunicaba con la cabina de control: «¿Por qué no grabamos esta matriz?».

Hemion no respondía. A lo mejor tenía apagado el interruptor. Era difícil saberlo, por los reflejos de la luz en el cristal.

—Por qué no nos ponemos la chaqueta y la corbata —dijo Sinatra, que tenía puesto un pulóver amarillo de cuello alto—, y grabamos esta…

La voz de Hemion sonó de repente por el amplificador de sonido, con gran calma:

—Okay, Frank, te importaría volver a…

—Sí, me importaría —gruñó secamente Sinatra.

El silencio del lado de Hemion, que duró un segundo o dos, fue interrumpido de nuevo por Sinatra:

—Cuando aquí dejemos de hacer las cosas como se hacían en 1950, tal vez podamos… —y la emprendió contra Hemion, condenando también la falta de técnicas modernas para montar este tipo de espectáculos; y de repente, acaso por no querer emplear la voz sin necesidad, se interrumpió.

Y Dwight Hemion, muy paciente, tan paciente y tranquilo que uno creería que no había oído nada de lo que Sinatra acababa de decir, le esbozó la primera parte del programa. Y a los pocos minutos Sinatra leía sus comentarios introductorios, que vendrían después de Without a Song, en los letreros de apuntes que sostenían cerca de la cámara. Hecho esto, se preparó para hacer lo mismo con las cámaras rodando.

—Show de Frank Sinatra, acto I, página 10, toma uno —anunció el hombre de la claqueta, saltando enfrente de la cámara, ¡clac!, y saltando fuera nuevamente.

—¿Alguna vez se han detenido a pensar —entró a decir Sinatra— cómo sería el mundo sin una canción?… Sería un lugar bastante aburrido… Te da que pensar, ¿verdad?

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