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Authors: Gay Talese

Tags: #Comunicación

Retratos y encuentros (32 page)

BOOK: Retratos y encuentros
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La mayoría había nacido en familias privilegiadas de Filadelfia, de abolengo alemán o anglosajón, y en general eran altas y de tallas grandes, como lo tipificaba Eleanor Roosevelt. Sus rostros tostados por el sol, correosos y apuestos, se habían dorado ante todo por su devoción a la jardinería, que describían a mi madre como su afición veraniega preferida. Reconocían no haber ido a la playa desde hacía muchos años, desde cuando llevaban, me figuro, bañadores de diseño tan púdico que el salvavidas no les habría echado un segundo vistazo.

Mi madre se había criado en Brooklyn en un barrio habitado principalmente por familias de inmigrantes italianos y judíos; y si bien había adquirido algo de mundo y sentido de la moda en los cuatro años prematrimoniales que trabajó como compradora para la tienda por departamentos más grande del distrito, poco sabía de la Norteamérica protestante antes de casarse con mi padre. Éste había salido de Italia para vivir por poco tiempo en París y Filadelfia antes de establecerse en la isla pacata de Ocean City, donde montó un negocio de sastrería y lavado en seco, y más adelante, en sociedad con mi madre, la boutique de ropa. Aunque el modo de ser reservado y exigente de mi padre y el cuidado diario que ponía en su apariencia le prestaban un aire de compatibilidad con los más atildados prohombres de la ciudad, fue mi expansiva madre quien entabló las relaciones sociales de la familia con los sectores prominentes de la isla, cosa que consiguió por medio de esas mujeres que cultivaba primero como dientas y finalmente como amigas y confidentes. Recibía a las damas en la tienda como en su propia casa, guiándolas hacia las butacas de cuero rojo a la entrada de los probadores mientras les ofrecía enviarme al drugstore de la esquina por gaseosas y té helado. No permitía que las llamadas telefónicas interrumpieran sus coloquios, dejando que mi padre o alguna empleada tomaran los recados; y aunque hubo una o dos señoras que abusaron de su paciente escucha, parloteando durante horas enteras y a la postre induciéndola a esconderse en el almacén la siguiente vez que las vio venir, casi todo lo que oí y presencié en la tienda resultó ser harto más interesante y educativo que lo que aprendía de los censores de hábitos negros que me enseñaban en la escuela parroquial.

En efecto, en las décadas transcurridas desde que salí de casa, tiempo durante el cual he conservado un claro recuerdo de mi juventud de espía a hurtadillas y de las voces femeninas que le dieron expresión, se me ha hecho claro que muchas de las cuestiones sociales y políticas que se han debatido en Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX (el papel de la religión en la alcoba, la igualdad racial, los derechos de la mujer, la conveniencia de las películas y las publicaciones con contenidos de sexo y violencia) se ventilaron en la boutique de mi madre mientras yo me hacía mayor en los años de la guerra y la posguerra de la década de 1940.

Aunque me acuerdo de mi padre cuando oía a altas horas de la noche las noticias de la guerra en su radio de onda corta en nuestro apartamento encima de la tienda (sus dos hermanos menores estaban por entonces enrolados en el ejército de Mussolini y luchaban contra la invasión de Italia por los aliados), un sentimiento más íntimo del conflicto me llegó por medio de la mujer deshecha en llanto que vino una tarde a nuestra tienda con la noticia de la muerte de su hijo en un campo de batalla italiano, aviso que despertó la más honda solidaridad y compasión en mi madre… mientras mi conmocionado padre se quedaba encerrado en su taller de sastre en la parte de atrás del edificio. Recuerdo también a otras mujeres quejarse en esos años de que sus hijas abandonaban el colegio para «escaparse» con algún militar o para trabajar de voluntarias en hospitales de los que muchas veces no volvían a casa por la noche, o de que sus maridos cuarentones habían sido vistos de juerga en Atlantic City después de haber atribuido sus ausencias de casa a trabajos de supervisores en alguna fábrica de guerra en Filadelfia.

Las exigencias de la guerra y las excusas a que daba pie se presentaban de modo manifiesto y oportuno por doquier; pero pienso que los grandes acontecimientos influyen en las comunidades pequeñas de maneras que ilustran como ninguna otra acerca de las personas implicadas, ya que la gente realmente se involucra más en los sitios en donde todos se conocen (o creen conocerse) entre sí, donde hay menos paredes detrás de las cuales ocultarse, donde los sonidos vuelan más lejos y donde el ritmo menos apresurado permite una mirada más detenida, una percepción más profunda y, como lo ejemplificaba mi madre, el ocio y el lujo de prestar oído.

No sólo recibí de ella la primera enseñanza que me sería fundamental en mi trabajo posterior como escritor de no ficción que practica la literatura de la realidad, sino que de mi crianza en torno de la tienda también obtuve cierto entendimiento de otra generación, la cual encarnaba una diferencia de estilo, actitud y procedencia que no habría encontrado en mis experiencias habituales en casa o en el colegio. Aparte de las dientas de mi madre y los maridos que de vez en cuando las acompañaban, el lugar era frecuentado por las empleadas que ayudaban a mi madre con las ventas y la contabilidad en el trajín de los meses de verano; por los viejos sastres a medio jubilar que trabajaban con mi padre en el cuarto de atrás arreglando trajes y vestidos (y, no de modo infrecuente, tratando de quitar manchas de whisky de la ropa de los numerosos bebedores furtivos de la población); por los muchachos de los últimos cursos del colegio que conducían los camiones de reparto de la planta; y por los negros itinerantes que manejaban las máquinas de planchado. Todos los planchadores tenían pies planos y habían sido rechazados para el servicio militar en la Segunda Guerra Mundial. Uno de ellos era un musulmán militante, quien por primera vez me hizo ser consciente de la ira negra en una época en que hasta el ejército de Estados Unidos segregaba por motivos raciales.

—Me recluten o no —solía oírle decir—, ¡lo que es a mí nunca me van a hacer pelear en esta guerra de blancos!

Otro planchador que en esos tiempos trabajaba en la tienda, un hombre enorme de cabeza rapada y antebrazos con cicatrices de navaja, tenía una mujer menuda y vivaracha que con regularidad irrumpía en el bochorno del cuarto trasero a regañarlo a gritos por su costumbre de jugar la noche entera y otras indiscreciones de ese tipo. Recordé su belicosidad muchos años después, en 1962, cuando investigaba para un artículo en la revista Esquive sobre el ex campeón de los pesos pesados Joe Louis, con quien había salido de farra por varios night-clubs de Nueva York en vísperas de nuestro vuelo de regreso a su casa en Los Ángeles. En el área de equipajes en Los Ángeles fuimos recibidos por la (tercera) señora del púgil, quien rápidamente provocó una riña doméstica que me proporcionó la escena introductoria del artículo periodístico.

Después de que mi colega Tom Wolfe lo hubo leído, le atribuyó públicamente el haberlo iniciado en una nueva forma de no ficción, forma que ponía al lector en estrecho contacto con personas y lugares reales mediante el fiel registro y empleo de diálogos, entornos, detalles personales íntimos, incluyendo el uso del monólogo interior —mi madre les preguntaba a sus amigas: «¿En qué estabas pensando cuando hiciste tal y tal cosa?», y yo les hacía la misma pregunta a los sujetos de mis artículos posteriores—, además de otras técnicas que desde tiempo atrás se asociaban con los dramaturgos y los escritores de ficción. Aunque el señor Wolfe proclamó que mi escrito sobre Joe Louis era emblemático de lo que él llamaba «el Nuevo Periodismo» creo que fue un cumplido inmerecido, puesto que yo no había escrito entonces, ni desde entonces, nada que considerara estilísticamente «nuevo», dado que mi tratamiento de la investigación y del relato se había desarrollado a partir de la tienda de la familia, teniendo ante todo como foco e inspiración las imágenes y sonidos de esas personas mayores que veía interactuar allí todos los días como los personajes de una obra victoriana: las damas enguantadas de blanco que tomaban asiento en las butacas de cuero rojo, embebidas en paliques a mitad de la tarde mientras extendían la vista más allá del toldo de la tienda hacia el distrito comercial, caliente y bruñido por el sol, en un tiempo que parecía pasar de largo sin tocarlas.

Pienso en ellas ahora como la última generación de novias vírgenes de Norteamérica, las veo como las representantes de las estadísticas de pasividad del Informe Kinsey: mujeres que no practicaron el sexo prematrimonial, ni el extramatrimonial, ni siquiera la masturbación. Me imagino que casi todas ellas habrán partido de la faz del planeta, llevándose consigo sus valores anticuados firmemente atados con cuerdas de pudor. En otras ocasiones detecto algo de su vitalidad reencarnada (junto con la vigilancia de las monjas de mi escuela parroquial) en el espíritu neovictoriano de los años noventa: su mano en la redacción del código de citas de parejas del Antioch College, sus voces en armonía con el feminismo antiporno, su presencia cerniéndose sobre nuestro gobierno como una institutriz.

Pero mi recuerdo de las damas enguantadas de blanco sigue siendo benigno, ya que ellas y las demás personas que compraban o trabajaban en la tienda de mis padres (más la curiosidad que me transmitió mi madre) despertaron mi temprano interés en las sociedades pueblerinas, en las preocupaciones más habituales del común de las gentes. En realidad, cada uno de mis libros se inspira de algún modo en elementos de mi isla y sus pobladores, representantes típicos de los millones que alternan entre sí todos los días en las tiendas, cafés y paseos de los pueblos, aldeas suburbanas y barrios de todas las ciudades. Con todo y eso, a menos que tales individuos se vean implicados en delitos u horribles accidentes, su existencia suele ser olvidada tanto por los medios como por los historiadores y biógrafos, que tienden a fijarse en las personas que se dan a conocer de forma descarada o evidente, o que descuellan entre la multitud como líderes o realizadores de hazañas, o por llegar a ser, por un motivo u otro, renombrados o tristemente célebres.

Una consecuencia es que la vida «normal», cotidiana, de Norteamérica se describe principalmente en la «ficción»: en las obras de novelistas, dramaturgos y cuentistas tales como John Cheever, Raymond Carver, Russell Banks, Tennessee Williams, Joyce Carol Oates y otros, quienes tienen talento creativo para elevar la vida ordinaria a la categoría de arte y volver memorables las experiencias y preocupaciones corrientes de hombres y mujeres merecedores del llamamiento de Arthur Miller por el bien de su sufrido viajante: «Hay que prestar atención».

No obstante, yo siempre he creído, y he esperado demostrarlo con mis intentos, que también hay que prestarle atención a la gente «común» en la no ficción, y que, sin cambiar nombres o falsificar los hechos, los escritores podían producir la que esta antología llama una «Literatura de la Realidad». Diferentes autores reflejan, por supuesto, distintas concepciones de la realidad. En mi caso se reflejan la mirada y la sensibilidad de un forastero norteamericano pueblerino cuya vista exploratoria del mundo viene acompañada de la esencia de la gente y el lugar que dejé atrás, la población desatendida, no noticiable, que está por todas partes pero que rara vez es tenida en cuenta por los periodistas y otros cronistas de la realidad.

Mi primer libro, Nueva York: los paseos de un afortunado, publicado en 1961, presenta el carácter pueblerino de los barrios neoyorquinos y saca a la luz las vidas interesantes de ciertos personajes oscuros que habitan en las sombras de la imponente ciudad. Mi siguiente libro, El puente, publicado en 1963, se centra en las vidas y amores íntimos de unos obreros del acero que conectan una isla con un puente, alterando el carácter de esa tierra y sus pobladores. Mi primer best-seller, de 1969 y titulado
El reino y el poder,
describe los antecedentes familiares y las relaciones interpersonales de mis viejos colegas del
New York Times,
donde trabajé entre 1955 y 1965. Fue mi único trabajo de tiempo completo, y pasé todos mis años allí en la sala de redacción principal de la calle 43, a la vuelta de Broadway. Dicha sala era mi «tienda».

Mi siguiente best-seller,
Honrarás a tu padre,
fue escrito como reacción a la turbación defensiva de mi padre por la proliferación de apellidos italianos dentro del crimen organizado. Crecí oyéndolo alegar que la prensa norteamericana exageraba el poder de la mafia y el papel de los gángsteres italianos en su seno. Si bien mis investigaciones habrían de desmentirlo, el libro que terminé en 1971 (habiendo conseguido acceso a la mafia a través de un miembro italoamericano cuya confianza y amistad me dediqué a cultivar) versaba menos sobre tiroteos que sobre la insularidad que distingue las vidas privadas de los gángsteres y sus familias.

En respuesta a la represión sexual y la hipocresía que tan presentes estuvieron en mis años de formación, escribí, dedicándolo casi a las dientas de la boutique de mi madre, La mujer de tu prójimo. Publicado en 1980, rastrea la definición y redefinición de la moralidad desde mi adolescencia en los años treinta hasta la era liberada de antes del sida que se prolongó hasta los años ochenta: medio siglo de cambios sociales que narraba en el contexto de unas vidas corrientes llevadas por hombres y mujeres del común en todas partes del país.

El capítulo final de ese libro alude a la investigación que realicé entre unos nudistas que tomaban el sol en una playa privada localizada veinte millas al sur de mi isla nativa, playa que visité sin ropa y en la que pronto descubrí que era observado por unos voyeurs que se empinaban con sus prismáticos a bordo de los varios veleros anclados en los que habían venido desde el Ocean City Yacht Club. En mi anterior libro sobre el
Times,
El reino y el poder,
había descrito mi profesión de antaño como voyeurista. Pero allí, en esa playa nudista, sin un carné de prensa ni una hebra de ropa, mi papel se invirtió súbitamente. Ahora era yo el observado, ya no el observador. Y no hay lugar a dudas de que el siguiente y más personal de mis libros,
Unto the Sons
[A los hijos], publicado en 1991, avanza a partir de esa última escena en La mujer de tu prójimo. Es el resultado de mi voluntad por revelarme, junto con mi pasadas influencias, en un libro de no ficción sin cambiar los nombres de la gente o los lugares que moldearon mi carácter. También es un modesto ejemplo de lo que pueden hacer los escritores de no ficción en estos tiempos de franqueza creciente, de leyes más liberales respecto a la difamación y la invasión de la privacidad, pero asimismo de oportunidades que se expanden para explorar una amplia variedad de temas, así fuera, como en mi caso, desde los estrechos confines de una isla.

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