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Authors: E. F. Benson

Tags: #Humor

Reina Lucía (2 page)

BOOK: Reina Lucía
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La casa se encontraba a las afueras del pueblo, en el extremo más próximo a la estación; y así, cuando una vista panorámica de su reino se desplegó ante ella, apenas tuvo que hacer la concesión de unos pequeños pasos para entrar en él. Un seto de tejo, traído intacto de una granja cercana, y trasplantado con sus buenos cepellones y su tierra, y también con sus indignados caracoles en las raíces, separaba la calle y la pequeña plazuela ajardinada de la casa propiamente dicha, y monstruosas sombras, originadas por el modo en que había sido podado, se proyectaban sobre el pequeño tapete de césped del interior. Sobre éste, tal y como era obviamente justo y necesario, no se podía encontrar ni una sola flor que no apareciera mencionada en alguna de las obras de Shakespeare: de hecho, aquel lugar era conocido como el Jardín de Shakespeare, y el parterre que se extendía bajo las ventanas del salón comedor era a su vez el arriate de Ofelia, pues sólo albergaba el tipo de flores que aquella afligida dama repartió entre sus amigos cuando en realidad debería haber estado en un manicomio
[3]
. La señora Lucas a menudo pensaba en la suerte que tenían en tiempos de la reina Isabel de que aún no existieran tales instituciones. Naturalmente, los pensamientos ocupaban un lugar de honor en la decoración (aunque había algunas armagas muy floridas), y la señora Lucas siempre lucía un pequeño ramillete cuando estaban en flor, para inspirar sus propios pensamientos, y los consideraba maravillosamente eficaces en este sentido. En torno al reloj de sol, que se encontraba en medio de uno de los cuadrados de hierba entre los cuales discurría un camino de losas quebradas que conducía a la puerta principal, había un arriate circular, ahora, en julio, tristemente vacío, pues sólo albergaba las flores primaverales que en su momento enumeró Perdita
[4]
. Todos los años, el primer día que en el arriate de Perdita florecían los primeros capullos constituía una fecha señalada y deliciosa, y la noticia de semejante floración corría como la pólvora por todo el reino de la señora Lucas, y a sus súbditos les embargaba el júbilo, y se acercaban a celebrar la eclosión de las violetas o de los narcisos, o de lo que fuera.

Las tres casas de campo, trocadas de forma deslumbrante en The Hurst, ofrecían una fachada encantadoramente irregular y pintoresca. Dos de ellas se habían construido con la típica piedra gris de la región, y, en cambio, la del medio, hacia cuya puerta se dirigía el camino pavimentado, estaba hecha de ladrillo y vigas de madera. La iluminación de las estancias interiores se conseguía a través de ventanas de celosía con robustos parteluces, pero se habían añadido algunos vanos nuevos a los ventanales originales; un ojo avisado podría haberlos distinguido sin dificultad alguna, ya que su apariencia era notablemente más vetusta que la del resto. Asimismo, la puerta principal ofrecía un aspecto asombrosamente antiguo, aunque lo cierto era que la que se encontró allí la señora Lucas estaba demasiado deteriorada para que pudiera ofrecer el más mínimo servicio a la hora de mantener a raya el viento y la humedad. Así pues, había mandado construir una incluso más antigua, trabajada a partir de tablones de roble procedentes de un granero desvencijado, y la había tachonado con grandes clavos de hierro a los que el herrero del pueblo había dado un lustre antiguo. Algunos de ellos los había trabajado de tal modo que parecían haberse forjado en 1603,
annus Domini
. Sobre la puerta colgaba una escuadra de las que se solían utilizar para colgar carteles que avisaban de la presencia de una posada, y en el lugar donde antaño se habría balanceado el letrero ahora se había colocado un farol, en el cual, bien oculta a la vista gracias a los cristales patinados del fanal en todas sus caras, se había instalado una bombilla eléctrica. Era ésta una de las obligadas concesiones a las comodidades modernas, puesto que de ningún quinqué de aceite se hubiera obtenido una luz que pudiera traspasar aquellos cristales prácticamente opacos y, al tiempo, iluminar el camino hasta la cancela de la calle. Mejor contar con luz eléctrica que obligar a los invitados a darse de bruces con el arriate de Perdita. A un lado de esta puerta, digna de una fortaleza, colgaba el pesado tirador de una campanilla de hierro, rematado con la figura de una sirena. El primer montaje de ésta se podría haber considerado todo un campanario, pues sólo un hombre extremadamente atlético que además usara ambas manos y se plantara firmemente con los pies en el suelo podría haber conseguido accionarlo y lograr, de ese modo, que la enorme campana de bronce se balanceara en el corredor de los criados, haciéndola sonar (si el atleta continuaba tirando) con vibraciones tan estruendosas que la escayola del techo habría comenzado a cuartearse y a derrumbarse sobre las cabezas de los presentes. Así pues, la señora Lucas, previendo el pequeño inconveniente de que pedazos de escayola pudieran desmoronarse sobre sus invitados en su periplo hacia el comedor, se había visto obligada a hacer otra concesión a las flaquezas de las actuales generaciones. Al final de la cola de la sirena había ocultado un pequeño botón de porcelana, pintado de negro y prácticamente invisible, de modo que el tirador de campana se había convertido por arte de birlibirloque en un timbre eléctrico. Así, las visitas podían anunciar su llegada sin necesidad de realizar extenuantes ejercicios físicos, la sirena no perdía ni un ápice de su virginidad isabelina y el espíritu de Shakespeare continuaría vagando por su jardín sin verse atormentado por ningún anacronismo.

Aunque los padres de la señora Lucas le impusieron el nombre de Emmeline, no es de extrañar que los más íntimos y los más cercanos a sus inclinaciones siempre la llamaran Lucía, pronunciando el nombre, por supuesto, al estilo más puramente italiano (
la Lucia
, la esposa de Lucas), y fue así
(Lucia mia!)
como su marido le dio la bienvenida cuando la recibió a la puerta de The Hurst. Había estado avizorando su llegada junto a los cristales del salón mientras reflexionaba a propósito de uno de aquellos pequeños poemas en prosa que tan deleitosamente contribuían a la cultura de Riseholme; pues, aunque como ya se ha apuntado, tenía una especial capacidad para detectar lo obvio en los aspectos prácticos de la vida, también se abrían en su espíritu ventanas que miraban hacia paisajes vagos y etéreos que, lejos de esa obviedad, apenas resultaban inteligibles. En lo que respecta a la forma, aquellas odas eran del estilo verso blanco de Walt Whitman, pero su dulce delicadeza y sus contenidos no guardaban el más mínimo parecido con las obras de ese bardo asilvestrado, pues nadie pensaba en Walt Whitman sino como un americano vulgar y silvestre. Ya se habían publicado un par de volúmenes de esos poemas en prosa, por supuesto no en uno de esos desagradables establecimientos de Londres, que son como comercios, sino que se habían impreso en Ye Signe of Ye Daffodille
[5]
, en la misma plaza del pueblo, donde los tipos se colocaban a mano uno a uno, y eran diminutos, pero de la mejor clase. La imprenta sólo había comenzado a funcionar muy recientemente, y a expensas del señor Lucas. Pero en ese breve tiempo ya había llevado a cabo una reimpresión completa de los sonetos de Shakespeare, así como una edición de los poemas del propio patrocinador. Se habían impreso en una tipografía redondeada, sobre un papel amarillento y grueso, cuyos bordes parecían haber sido cortados por un lector impaciente con el dedo índice, de lo deshilachados que estaban, y habían sido encuadernados en vitela. Estas dos delicadas flores poéticas, tituladas
Naufragios
y
Desperdicios
, se habían impreso con portadilla en negrita, y las cubiertas estaban adornadas con una especie de sello repujado en relieve, y, por supuesto, se les habían colocado tapas de aspecto antiguo, de modo que cuando uno hubiera terminado con los
Naufragios
del señor Lucas y cogiera sus
Desperdicios
, relacionaría ambos títulos de modo indefectible.

Aquel no había sido un gran día para la prosa poética de
Soledad
, y Philip Lucas se alegró enormemente al oír el chasquido en la cancela del jardín; aquello significaba que su soledad concluía justo en ese momento. Levantando la mirada, vio la figura de su esposa saludándolo con la mano, presentándose ante él retorcida y nudosa a través de los retorcidos y nudosos cristales de la ventana del salón, aquellos que tanto tiempo había llevado reunir, pero que ahora reemplazaban en su totalidad aquellas láminas lisas, vulgares y transparentes que tenían antes. Se levantó de un brinco, con una presteza notable en una persona tan fornida y robusta como él, y ya había abierto la tachonada puerta principal mucho antes de que Lucía hubiera recorrido el camino de losas quebradas, puesto que su esposa se había entretenido en el arriate de Perdita.


Lucia mia!
—exclamó—.
Ben arrivata!
Así que has venido caminando desde la estación…


Si, Pepino, mio caro
—contestó Emmeline—.
Sta bene?

Philip la besó y regresó humildemente a la lengua de Shakespeare, pues el italiano de la pareja, aun siendo tan sólido y perfecto como cabía esperar, no se podía considerar muy amplio, y resultaba totalmente inútil en conversaciones normales, a menos que simplemente quisieran saludarse o saber la hora que era. Pero resultaba interesante hablar italiano, aunque sólo fuera un poquito.


Molto bene
—dijo el señor Lucas—. Es maravilloso volver a tenerte en casa. ¿Qué tal en Londres? —preguntó, en el mismo tono en el que podría haber preguntado por la salud de un pariente pobre que no tuviera pinta de recuperarse.

Emmeline sonrió con melancolía.

—Atrozmente atareada, y total, para nada —dijo—. Estos últimos quince días apenas he encontrado un solo momento para mí. Almuerzos, cenas, fiestas de todo tipo… Ni siquiera pude acudir a la mitad de las reuniones que tenía previstas. ¡Qué horror, South Kensington!


Carissima
, cuando Londres consigue por fin atraparte, no es extraño que quiera sacarte el mayor partido —dijo Philip—. No debes culparlos por eso.

—No, querido, no lo hago. Todo el mundo fue increíblemente amable y acogedor: hicieron por mí todo cuanto estuvo en su mano. Si culpo a alguien, es a mí misma. Pero creo que esta vida de Riseholme, con todo su refinamiento y su exquisitez, acaba por inhabilitar a una para ir a otros sitios. Londres es como una estación de ferrocarril: no posee una verdadera vida en sí misma. No hay en ella ni una pizca de delicadeza, no se aprecia la delicadeza de matices que tenemos aquí. El individualismo no existe en Londres: todo el mundo se habla atropelladamente, no hay más que farfullos y blablablás. Si se da un concierto en un domicilio privado (tú conoces mi opinión a propósito de la música, y la absoluta imposibilidad de escucharla si estás en medio de una algarabía), incluso entonces te arruinan el momento para obligarte a salir corriendo para ir a cenar. Siempre se está rodeado de multitudes de gente, de toneladas de comida; una no puede estar sola, y es únicamente en la soledad, como dice Goethe, cuando las percepciones pueden dar sus frutos. En Londres nadie tiene tiempo para escuchar: todo el mundo está pensando en quién está y en quién no está, y en qué va a ser lo próximo. El delicado presente, como tú sugeriste en uno de tus poemas, no existe allí: es siempre un febril futuro.

—¡Maravillosa frase! Te habría robado esa perla para mi humilde poema si la hubieras descubierto antes.

Estaba ya Lucía demasiado acostumbrada a este incienso como para hacer algo que no fuera inspirarlo inconscientemente, así que continuó con su formidable invectiva.

—No es que me parezca mal que en Londres haya tanto ajetreo —dijo intentando adoptar una estricta imparcialidad—, porque si estar ocupado fuera un crimen, estoy segura de que habría pocos de nosotros aquí en Riseholme que pudiéramos escapar de la horca. Pero pongamos como ejemplo mi vida aquí, o la tuya, para el caso… bueno, la mía, si quieres. Con muchísima frecuencia estoy sola desde el desayuno hasta la hora del almuerzo, pero a lo largo de todas esas horas hago muchas más cosas de las que pueden hacerse en Londres durante todo un día y toda una noche. Dedico una hora a mi música, y no ando observando ni indagando quién se aproxima, sino estudiando, aprendiendo, bebiendo de la divina melodía. Luego están las cartas que tengo que escribir (y tú sabes lo que eso significa), y aun así tengo tiempo para mi hora de lectura. Así que cuando vienes a decirme que el almuerzo está listo, resulta que he estado deambulando por iglesias venecianas, o sentada en un pequeño saloncito oscuro en Weimar, ¿o era en Leipzig? ¿Y cómo transcurrirían esas mismas horas en Londres? Sentada tal vez durante media hora en un parque cualquiera, con nuestra queridísima Aggie señalándome con arrebatos de jadeante emoción a esa mujer que está en trámites de divorcio, o a aquel noble arruinado. Luego me llevaría a rastras a algún terrible lugar privado lleno de esa misma gente, todos observándose unos a otros y gritándose, o a mirar cuadros que, pobre de mí, lo único que me provocan son gritos y temblores. No, gracias a Dios estoy de vuelta en mi dulce Riseholme otra vez. Aquí puedo trabajar y pensar.

Miró a su alrededor, al vestíbulo revestido en madera, y la sensación de cálido regocijo por estar de vuelta en el hogar casi eclipsó el sofoco físico producido por su caminata desde la estación. Allí dondequiera que se fijaran sus ojos, aquellos ojos perspicaces y oscuros que recordaban a botones forrados con brillante lamé americano, no veían nada que le incomodara tanto como le incomodaba Londres. Había brillantes cantarillas de latón en el alféizar de la ventana, un jarrón con variadas hierbas aromáticas en la mesa negra del centro, un escaño de roble junto a la chimenea, un par de alfombras persas sobre el suelo pulido. La estancia también tenía sus curiosidades, tal y como ella misma había tenido ocasión de comentar en su memorable conferencia dictada ante la Sociedad Literaria de Riseholme, titulada «El humor en el mobiliario»; de ahí que una lechera de latón sirviera como receptáculo para bastones y sombrillas. Igualmente pintoresca era la fuente de fruta de escayola, asombrosamente realista, que estaba junto a las hierbas aromáticas, y una araña peluda japonesa encaramada en su telaraña de seda, encima de la ventana. Era tan terrible la verosimilitud de la araña que la criada de Lucía que se había incorporado más recientemente llegó a abandonar sus obligaciones a primera hora de la mañana y acudió en busca del jardinero para que la ayudara a matarla. No había sido menor el éxito de la fuente de frutas de escayola, pues en cierta ocasión Lucía le había dicho a Georgie Pillson: «Ah, mi jardinero ha traído algunas manzanas tempranas y algunas peras… ¿quieres llevarte alguna?». Hasta que el peso de la pera no desveló la broma (pues Georgie se apresuró a coger la más grande) su invitado no tuvo ni la más ligera sospecha de que las frutas no fueran reales. Pero luego había llegado la venganza de Georgie, pues, tras esperar la ocasión propicia, colocó una pera real entre todos los ejemplares de yeso, y en un momento que pasó por allí con Lucía, la cogió y, abriendo bien la boca, la partió por la mitad con toda la fuerza de sus mandíbulas. En aquel momento, Lucía palideció ante la perspectiva de que los dientes de su amigo se partieran en mil pedazos… Aquellas pinceladas humorísticas en la decoración se modificaban de tanto en tanto; la araña, por ejemplo, solía ser descolgada y sustituida por un canario de porcelana metido en una jaula Chippendale. La selección y disposición de aquellos divertidos caprichos en el vestíbulo eran intencionadas, pues así los invitados encontraban un motivo para sonreír mientras se quitaban los abrigos y pasaban al salón manteniendo una conversación ligera y entretenida sobre lo que habían visto. Y de esa misma manera, el gong con el que se llamaba a comer a veces se sustituía por un juego de campanillas que una vez engalanaron la cabeza de un caballo guía en la recua de un carretero de Flandes; de hecho, cuando Lucía estaba en casa, organizaba casi a diario alguna de esas pequeñas y pintorescas sorpresas, e incluso había sembrado esperanzas en la Sociedad Literaria de que tal vez algún día, cuando no estuviera tan atareada, reuniría material para escribir una secuela de su primer ensayo, o escribiría otro que abordara un ámbito bastante más amplio sobre «Estrategias conversacionales preliminares a partir de la decoración».

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