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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (8 page)

BOOK: Qotal y Zaltec
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El enano observó inmóvil el crecimiento de la nube, y sintió que un miedo abyecto se apoderaba de su alma. Por primera vez podía experimentar el increíble poder de la Piedra del Sol, y su miedo se convirtió en terror.

Los tentáculos de humo se volvieron sólidos, sin dejar de aumentar de tamaño, amenazando con apoderarse de él para arrastrarlo a la oscuridad. Nunca antes las imágenes de la Piedra del Sol habían sido tan tangibles, tan absolutamente aterradoras. Los tentáculos negros formaron un círculo y, de pronto, enmarcaron un lugar en la visión; un sitio que él conocía.

¡La Ciudad de los Dioses! Vio la gran pirámide que se alzaba en la arena, de una belleza increíble. A su alrededor se desparramaban las ruinas, filas y filas de columnas, inmensos portales solitarios, y montañas de arena que adoptaban las formas de los edificios sepultados.

Los tentáculos, que parecían ser la representación de la más terrible destrucción, envolvieron las ruinas en un abrazo mortal. El dolor atenazó el pecho de Luskag al ver la negrura que se acercaba a la pirámide, ocultando poco a poco su resplandeciente hermosura. En el centro de aquel brillante remolino de colores, el enano vio una bellísima flor de luz, un pimpollo frágil y hermoso que reclamaba su protección.

Necesitaba un refugio, porque los tentáculos de la oscuridad amenazaban con aplastarla. Tenía que impedirlo antes de que su belleza desapareciera de la faz de la tierra.

Luskag no vio que uno de los caciques, incapaz de dominar su pánico, se había puesto de pie con la intención de huir. Ninguno de sus camaradas oyó su grito de desesperación. En cualquier caso, no hubieran visto los tentáculos que sujetaban su cuerpo en un abrazo de hierro, porque no había nada sólido en el aire.

Sin embargo eran reales para los ojos de la mente. El infortunado cacique, con el rostro desfigurado por una mueca de horror, rodó por la ladera interior del cráter, y no se detuvo hasta llegar al gran lago plateado.

Los demás no vieron cómo su cuerpo chocaba contra el metal líquido y desaparecía en el acto. Ni una sola ondulación alteró la superficie.

Luskag permaneció hipnotizado. Podía ver las sombras con mayor claridad; un manto ominoso que se introducía en la Casa de Tezca, para extenderse a través del desierto, como una plaga que lo devoraba todo. Finalmente las sombras engulleron el último brillo de la Ciudad de los Dioses, que desapareció de la vista.

Ahora, el cacique no veía más que una enorme extensión oscura.

La visión concluyó en el momento en que el sol se acercaba a la vertical del cráter. Los enanos despertaron del sueño de los dioses, temerosos y desconsolados. No hablaron de su visión; les bastó con mirarse a los ojos para saber que habían compartido la misma experiencia. Ni siquiera la ausencia de uno de ellos provocó comentario alguno. Todos habían estado muy cerca de correr el mismo destino.

Pero ahora todos sabían lo que debían hacer.

Halloran vigilaba atentamente a Erix mientras caminaban. Le satisfizo ver que su paso era firme y que había recuperado los ánimos. Su esposa parecía sentir un gran entusiasmo en seguir las evoluciones del águila que volaba muy alto por delante de ellos.

—Recuerda —dijo él, por fin— que puedes montar si te cansas de caminar.

—De verdad, estoy bien. Me gusta caminar. —Le dirigió una sonrisa cargada de paciencia. Su buen humor se mantuvo incluso cuando Xatli se reunió con ellos. El sacerdote jadeaba un poco, mientras se enjugaba el sudor de la frente.

—¡Este sol acabará por asarme! —protestó—. Claro que debe de ser el motivo de que a este lugar lo llamen desierto.

Erix soltó la carcajada y después volvió a mirar al águila para estar segura de que no había desaparecido. Poshtli trazaba un círculo majestuoso, por el sur.

—¿No os parece que su regreso ha sido un milagro? —preguntó el sacerdote.

—Quizá sea un milagro. La justa recompensa a su valor. Es la magia de la
pluma
—replicó Erix.

—O la bendición de Qotal. ¿No puedes admitir, hermana, que su bondad nos ha devuelto a Poshtli?

Por una vez, Erixitl pareció considerar en serio su pregunta.

—Tal vez. Para mí ha sido la cosa más preciosa que podía imaginar.

—Es una señal de que el Plumífero está complacido contigo —dijo Xatli con suavidad.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Erix, con un escepticismo bienintencionado.

—No lo sé —contestó el clérigo, sonriendo—. Pero es posible, ¿no te parece?

Erixitl le dirigió una mirada de curiosidad, sin contestar a la pregunta.

—Sólo quería decir que no tienes por qué oponerte a la voluntad del dios —añadió Xatli—. Tú eres su hija escogida; es algo que todos sabemos. Te salvó la vida la Noche del Lamento, y te has encargado de guiar al pueblo en su huida de los horrores que nos persiguen. Sin duda, te reserva un destino muy importante, Erixitl de Palul.

La joven volvió su atención al sendero con una expresión muy seria.

—He luchado contra su voluntad, contra ese propósito. —Una vez más observó al águila, que proseguía su vuelo en círculos. Su alegría por el regreso de Poshtli no disminuyó, y admitió para sí misma que su presencia era un milagro.

»Intentaré aceptar sus deseos, hacer su voluntad —prometió, finalmente, en un tono casi inaudible.

Jhatli corrió en dirección al risco que se elevaba en medio del desierto, con toda la fuerza que le infundía el pánico. ¿Cómo había podido perder a un millar de personas? Se repitió la pregunta, furioso, pero después suspiró aliviado cuando llegó a lo alto de la ladera y miró hacia el pequeño valle azotado por el viento.

Al cabo de un segundo, volvió a ponerse alerta, consciente de que nadie debía saber que se había perdido. Se olvidó del miedo pasado y comenzó a pensar en la exploración realizada durante el día anterior, como en una gran aventura.

En realidad, éste era el motivo por el cual se había separado de la columna de refugiados. En el valle se amontonaba una pequeña parte de los supervivientes de Nexal, que seguían a la gran masa con varios días de retraso. La mayoría eran ancianos y heridos, muchos de los cuales ya habían muerto en la agotadora travesía por el desierto.

Marchaban por el ancho valle sin apartarse de la senda abierta por la columna principal. Durante la mayor parte del recorrido, el camino unía los sucesivos valles, rodeados por colinas de piedra desnuda o dunas muy altas. Pero, de vez en cuando —a unos dos o tres días de marcha entre sí—, el sendero descendía a valles más profundos, y encontraban pozos de agua. En estos lugares, los fugitivos se quedaban durante unos días; descansaban y recuperaban fuerzas para la próxima etapa, antes de que se agotara totalmente la comida. De esta manera, los demás grupos dispersos disponían de sustento mientras seguían al resto.

Jhatli y otros jóvenes que estaban a punto de tener la edad para ser guerreros servían como exploradores y mensajeros del grupo. En esta constante y agotadora rutina, había encontrado consuelo a la pesadilla de Nexal. Las imágenes de su madre, engullida en una grieta humeante, o de su hermano mayor, destrozado por una bestia verde en un intento de ganar tiempo para que Jhatli pudiera escapar, se repetían en su mente. No había presenciado la muerte de su padre, pero no dudaba que el hombre había sido sepultado en el derrumbe de su casa.

Estos recuerdos lo acosaban durante las largas horas nocturnas, y el muchacho se olvidaba de ellos a lo largo del día gracias al trabajo. Esa mañana, en cuanto la luz del alba apareció en el horizonte, Jhatli había cogido su arco, las flechas con punta de obsidiana y su cuchillo de pedernal, y se había marchado a explorar un cañón poco profundo paralelo al curso del valle.

Pero el cañón resultó ser cada vez más profundo, y su curso se desvió del valle seguido por el grupo. Por fin, después de escalar una ladera abrupta y poblada de cactos, Jhatli se dio prisa para alcanzar a su familia antes de la noche.

Al menos lo que quedaba de su familia. Había escapado de Nexal con su tío y dos de sus mujeres. En una columna amplia y dispersa de casi dos kilómetros de largo, sus parientes y los miembros de un centenar de familias más marchaban esforzadamente hacia el sur, por el mismo sendero que seguía el grupo principal. Poco dispuesto a admitir su agotamiento ante los demás, Jhatli avanzó al trote para reunirse con los fugitivos.

Entonces se detuvo, alarmado. No había advertido las nubes de polvo que avanzaban por el otro extremo del valle, pero ahora podía ver unas criaturas —¡seres enormes!— que corrían entre las rocas. Tenían un aspecto parecido al humano, y eran mucho más grandes que cualquier hombre. Varios centenares de monstruos más pequeños aunque igual de bestiales seguían a los primeros.

A pesar de la distancia, sabía que iban armados y que atacaban a los fugitivos. Como olas lanzadas contra la playa, las criaturas salían de sus escondites, sedientas de sangre. Jhatli escuchó los gruñidos y aullidos mezclados con los gritos de terror de las mujeres y los niños.

—¡No! —gritó Jhatli, desesperado, y echó a correr, mientras veía a su gente retroceder ante el ataque por sorpresa.

La primera escaramuza dio paso inmediatamente a una terrible masacre. Los mazticas indefensos intentaban huir, sólo para acabar destrozados por las garras de los monstruos unos metros más allá. Un puñado de guerreros y muchachitos armados se lanzaron bravamente a la defensa, pero la fuerza y el número del enemigo acabó con ellos en cuestión de minutos.

Jhatli, con el rostro empapado de lágrimas y sudor, y con los pulmones a punto de estallar por el esfuerzo de la carrera, disminuyó el paso. Comprendió que era demasiado tarde para luchar, que se había acabado la carnicería.

—¡Monstruos! —gritó, agitando un puño; varias de las bestias, a unos centenares de pasos de distancia, escucharon su grito y respondieron con gruñidos.

»¡Vengaré a mi gente! ¡Acabaré con vosotros! —Furioso, colocó una flecha en el arco y disparó, aunque el dardo no cubrió ni la mitad de la distancia. Comprobó, satisfecho, que algunas de las bestias más pequeñas avanzaban hacia él. Los ojos porcinos de las criaturas eran estrechos, y sus morros abiertos mostraban sus colmillos largos y curvos. Sin embargo, sus brazos y manos eran humanos, y empuñaban las
macas
y escudos de los guerreros mazticas.

Jhatli preparó otra flecha, tensó el arco y esperó, utilizando su primer disparo como punto de referencia. Entrecerró los ojos, soltó la flecha y observó su vuelo hasta el blanco. El dardo se hundió en el pecho de una bestia con un ruido sordo, y el ser lanzó un grito de dolor mientras caía al suelo por la fuerza del golpe.

Pero, al cabo de un momento, el monstruo se incorporó y echó a correr detrás de sus compañeros. Las demás bestias se olvidaron por un momento de sus víctimas, atraídos por la nueva presa.

Jhatli comprendió que era inútil proseguir el combate y, dando media vuelta, se alejó a la carrera. Era más veloz que sus perseguidores, y confiaba en que no tardarían en renunciar a darle alcance.

El muchacho corrió en dirección al sur mientras caía la noche sobre la Casa de Tezca. Sentía pena por la muerte de los fugitivos, pero decidió que ya había malgastado mucho tiempo en lamentaciones y llantos. Había llegado el momento de pensar en la venganza.

Un matorral muy espeso ocultaba la salida de la cueva, que resultaba invisible en medio de la espesura que cubría la ladera. En cambio, desde el interior, la presencia de vegetación indicaba que al otro lado se encontraba la superficie.

Darién, al mando de la columna, se detuvo y escuchó. La draraña blanca presentía la luz del sol, y, por un momento, la dominó su repulsión a dejar la oscuridad. Pero ya no era un elfo oscuro, y la luz del día no tenía por qué molestarla.

—¡
Incendrius
! —gritó, apuntando con un dedo al matorral. El terrible poder de la magia chispeó en la exuberante barrera, y las ramas y hojas se transformaron en humo. Sin perder ni un segundo, Darién avanzó, para salir al mundo exterior por primera vez en meses.

Las demás drarañas la siguieron, con sus grandes arcos negros preparados. Las criaturas caminaban con los movimientos mecánicos de sus ocho patas, pero empuñaban los arcos con la experiencia de drows veteranos.

Detrás de estos seres repelentes, venía un ejército de hormigas gigantes. Los insectos rojos salieron de la cueva velozmente a pesar de la torpeza de sus movimientos. Sus antenas vibraron en el aire mientras sus enormes ojos inexpresivos contemplaban la selva. Las criaturas de Lolth emergieron de la oscuridad a un mundo vulnerable que nada sospechaba de esta nueva y espantosa amenaza. Un segundo después, las hormigas iniciaron su tarea de destrucción.

Las hormigas se lanzaron sobre los árboles, arbustos, e incluso la hierba, para reducirlo todo a un páramo. Arrancaron la corteza de los árboles y mataron a los gigantes centenarios de la selva en cuestión de segundos. Sus afiladas mandíbulas, duras como el acero, hacían astillas los troncos, mientras más y más hormigas salían de la cueva.

Darién y las demás drarañas se pusieron en marcha, y las hormigas siguieron a sus nuevos amos. Todavía no había acabado de salir el resto del hormiguero, y la columna ya tenía seis metros de ancho, mientras que su longitud no dejaba de aumentar.

Y allí por donde pasaban las hormigas no quedaba nada en pie.

—¿Sabes adonde nos guía? ¿O por qué ha adoptado el cuerpo de un águila? —Halloran manifestó sus pensamientos en voz alta, sin dejar de contemplar al majestuoso pájaro que volaba en círculos por encima de los fugitivos.

—No..., desde luego que no —respondió Erixitl, atenta a las evoluciones de Poshtli—. Sin embargo, vi algo en sus ojos, cuando se posó en aquel peñasco. Un mensaje, o un ruego. Parecía una promesa de esperanza.

—No nos vendría mal —afirmó Hal.

Miraron hacia atrás desde el pequeño altozano donde descansaban, junto con un centenar más de mazticas agotados. La columna de refugiados llenaba el valle, y se extendía hasta desaparecer en la nube de polvo que ocultaba el horizonte, por el norte. Delante, la fila llegaba hasta el próximo otero, a casi un par de kilómetros de distancia. Otro promontorio, más alto, les señalaba la próxima cadena de colinas.

—¿Cómo van tus fuerzas, hermana? —La voz, que sonó a sus espaldas, les indicó la presencia de Xatli.

Erixitl se volvió para mirar al sacerdote, con una débil sonrisa en su rostro, manchado de polvo y sudor.

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