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Authors: Melissa Kantor

Proyecto Amanda: invisible (18 page)

BOOK: Proyecto Amanda: invisible
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—¿Se quedarán tus amigos a comer?

Me sorprendió que Nia no dudara un instante an­tes de contestar.

—Sí —dijo, y nos hizo un gesto para que la siguiéramos.

La sala de estar era bastante menos moderna que la cocina. Era acogedora, con las paredes pintadas de co­lor verde claro y dos sofás enormes y muy cómodos que estaban situados delante de una tele de pantalla plana. Mis padres pasan bastante de la tele, así que la que tenemos en casa es del tamaño de una tarjeta de crédito. En cambio, la de Nia bien podría haber pasado por una pantalla de cine.

Nia abrió una puerta de madera del mueble de la tele y sacó un mando a distancia. La pantalla se encen­dió, mostrando un tono azulado, y se iluminaron unas lucecitas en el reproductor de DVD.

—Vale, creo que funcionará—dijo Nia—. Me he metido en el historial de la grabación de vigilancia, he descar­gado la grabación del aparcamiento y lo he volcado todo en un DVD. Este aparato debería poder reproducirlo.

Me alegré de que no me hubiera tocado la tarea de recuperar las secuencias de la grabación, porque casi ni me las apañaba para grabar cosas en un pendrive.

—¿Tuviste que hacer todo eso? —no podía creer que me hubiera cabreado porque Nia no buscara el expediente de Amanda en el despacho de Thornhill—.¿Y cómo es que sabes hacerlo?

—No fue tan difícil —dijo Nia encogiéndose de hombros— . El sistema de seguridad no es más que un conjunto de cámaras que descargan lo que graban en un disco duro. Lo único que tuve que hacer fue introducir la fecha y la hora que quería ver y descargar el conte­nido. Además, parece que Thornhill siempre tiene el or­denador encendido en su despacho, así que no tuve ni que meter una contraseña.

Mi mente seguía dándole vueltas al hecho de que Nia supiera cómo piratear un ordenador. Yo apenas sé cómo funciona mi móvil, y cada vez que quiero meter una canción en el iPod, tengo que pedirle a Traci que me recuerde cómo se hace.

Quise preguntarle más cosas a Nia, pero de repente la pantalla nos mostró una imagen del aparcamiento del Endeavor vacío. La imagen estaba ligeramente dis­torsionada, como si estuviéramos mirándola a través del fondo de un cuenco de cristal. En la esquina inferior derecha de la pantalla aparecía la hora. Marcaba las 5:00:00.

—Como no sabemos a qué hora llegó, decidí empezar por las cinco de la mañana —explicó Nia. A continuación cogió el mando y se sentó con nosotros en el sofá.

Nos quedamos un rato mirando la pantalla, pero cuando las 5:00:00 se convirtieron en las 5:03:08 y después en las 5:07:15, Nia apretó el botón de cámara rápida y exclamó:

—¡Es una idiotez quedarnos mirando esto vacío!

La imagen se volvió un poco borrosa, pero en tér­minos generales no cambió.

—¡Páralo! —exclamó Hal. Un coche estaba entrando en el aparcamiento. El contador marcaba las 6:25:19.

Nia detuvo la cámara rápida y la grabación recuperó su velocidad normal. Vimos cómo el subdirector Thornhill aparcaba el coche, salía y cerraba las puertas. Era raro verlo así, y me sentí como si le estuviéramos espiando (aunque supongo que, en realidad, eso era precisamente lo que estábamos haciendo).

Después de eso no pasó nada, pero ninguno le pi­dió que volviera a accionar la cámara rápida. De repente, una figura vestida con unos vaqueros y una sudadera con la capucha puesta apareció en la parte trasera del coche.

—¡Es Amanda! —exclamé.

—¿Es ella? —Nia se inclinó hacia delante—. No sabría decirte.

Me di cuenta de que había dado por hecho que debía ser ella, pero cuando la figura se inclinó sobre el maletero del coche, la capucha de su sudadera se bajó, revelando su perfil. Estaba lejos. La imagen tenía muy poca calidad. Pero no había duda de que era Amanda. Se sacó una bolsa del bolsillo de la sudadera, se inclinó sobre el maletero y empezó a dibujar.

—Creo... —dijo Hal.

—Oh, Dios mío, ¡hay alguien más! —exclamó Nia.

Tenía razón. Una segunda figura, que iba vestida de forma idéntica, se unió a Amanda, pero esta vez no te­nía ni idea de quién podría ser. Los tres estábamos inclinados hacia la tele en el borde del sofá, tanto que en cualquier momento podríamos caernos al suelo. Nia se quitó las gafas y se las volvió a poner varias veces, y Hal y yo entrecerramos los ojos para intentar ver mejor. A pesar de nuestros esfuerzos, no había manera de saber quién era la segunda persona.

En menos de media hora, el coche quedó cubierto por los elaborados dibujos que después tardaríamos toda una mañana en limpiar, y entonces, cuando el contador marcaba las 7:04:11, el desconocido le hizo un gesto a Amanda. Amanda se quedó en el sitio unos instantes, después sacó algo del bolsillo trasero de su pan­talón y lo deslizó por el hueco que había entre el marco de la puerta y la ventana del copiloto, antes de salir detrás de su misterioso compañero, fuera del encuadre de la cámara. Eso fue todo.

—¡Lo sabía! —exclamó Hal.

—¡Chist! —le chistó Nia.

En ese momento, vimos cómo entraba otro coche en el aparcamiento, que se detuvo cerca del de Thornhill. El conductor salió, examinó el coche del subdirector y empezó a caminar en dirección al instituto. Durante la siguiente media hora, se repitió la misma escena unas cincuenta veces, pero ninguno de los encapuchados vol­vió a aparecer. Finalmente, cuando el reloj marcaba las 7:43:08, Nia detuvo la grabación.

—Así que definitivamente fue Amanda —dijo Nia—. ¿Pero qué es lo que metió en el coche?

—Le dejó una nota —en medio de su entusiasmo, Hal se levantó y empezó a pasearse entre la mesita del café y la tele.

—¡Yo la vi! —exclamé—. En el coche, quiero decir. Estaba en medio de una pila de periódicos.

—¿Creéis que le escribió algo? —la expresión de Nia era una mezcla perfecta de asombro y desdén— ¿Estáis diciendo que Amanda Valentino pintó el coche del subdirector Thornhill y que después le dejó una nota? ¿Y que decía? ¿«Lavar en seco»?

—Te estoy diciendo que vi una nota suya en el coche —Hal se detuvo frente a Nia y se quedó mirándola.

Yo hice lo propio desde mi posición en el sofá.

—Yo también la vi, Nia.

De repente, pensé que era un poco extraño que dos personas que conocía hubieran desaparecido justo des­pués de escribirle sendas notas al subdirector Thornhill. ¿Debía contarles lo de mi madre? Pero si no se lo había dicho ni a mi padre, ¿podría contárselo a ellos? Además, aún no les había confesado nada sobre su desaparición, así que preferí callarme.

—Daría cualquier cosa por ver esa nota —dijo Hal al tiempo que volvía a sentarse en el sofá, y recordé que había dicho lo mismo sobre la cinta de vigilancia. Si su­giriera que abriéramos el coche del señor Thornhill, ¿tendría el valor de decirle que sí?

¿Tendría el valor de decirle que no?

—Bueno, vale, supongo que eso explicaría por qué Thornhill estaba tan seguro de que lo había hecho ella. Y ya que hablamos de notas...

Nia se acercó a una pila de papeles que estaba sobre la estantería que había junto a la ventana y co­gió algo que estaba en lo alto. Cuando volvió, vi que llevaba la postal cuyos pedazos habíamos encontra­do en nuestras taquillas. Los había pegado todos con celo.

—No descubrí nada especial mientras pegaba los pedazos.

Los tres nos sentamos en el sofá, Hal y yo en los ex­tremos y Nia en el medio. Nos quedamos mirando la postal como si solo fuera una cuestión de tiempo que terminara revelándonos su mensaje.

Yo rompí el silencio.

—¿Creéis que puede ser Meg la persona que pintó el coche con Amanda?

Hal se encogió de hombros.

—¿Pero por qué se quedaría Amanda con un trozo de la postal? —Hal señaló la parte que faltaba—. M... ¿Y después qué? ¿Pensáis que podía decir algo más so­bre esa tal Meg?

—Pensad en ello. Pensad en ELLO —repetí, casi como si estuviera pensando en voz alta—. Bueno, sea lo que sea ese «ello», está claro que debe de ser importante, porque Amanda escribió la palabra en mayúsculas.

—Vamos a ver el reverso de la postal —Hal cogió la postal y le dio la vuelta—. Esto también es importante.

—El camino de baldosas amarillas —dijo Nia enco­giéndose de hombros—. A Amanda le gustaba El Mago de Oz, puede que no sea más que una postal que tuviera por ahí tirada.

Hal negó con la cabeza.

—No, con ella todo tiene siempre algún significado. ¿Qué es lo que se hace con el camino de baldosas ama­rillas?

—Sigue, sigue, sigue, sigue el camino de baldosas amarillas —canturreé, muy a mi pesar.

—Gran interpretación, Judy Garland —se rió Nia.

A veces parece que la única respuesta apropiada para Nia es sacarle la lengua, pero hice un esfuerzo para contenerme.

—Así que Amanda nos está diciendo que la sigamos —dijo Hal.

—Sí, ya, está tan claro como el agua —dijo Nia po­niendo los ojos en blanco.

—¿Pero adonde? ¿Adónde se supone que debemos seguirla?

Era difícil no sentirse frustrado cuando cada nueva respuesta verosímil conducía a una nueva pregunta.

—¡Ya lo sé! —exclamó Nia chasqueando los dedos, con una expresión de burla en la cara—. ¡A Oz!

—¡Qué graciosa! —dije.

—Esto es una locura —insistió Nia—. ¿Sigue el camino de baldosas amarillas? ¿Pensad en ello? ¿Qué clase de información es esta?

—Pensad en ELLO —le corrigió Hal, que enfatizó, con cierto aire divertido, la última palabra—. Y no lo ol­vidéis: tenemos que coger una página del libro de Meg y buscar —probó a cambiar el punto de inflexión— Co­ger una página del libro de MEG. No, Meg no está en mayúsculas.

De repente, parecía que se hubieran intercambiado los papeles: ahora Hal parecía estar bromeando, y Nia decidida y terriblemente seria.

—Un momento. Coger una página del libro de Meg —Nia se dio una palmada en la frente—. ¡Dios mío! Ya sé qué significa la nota.

—¿Qué? —no podía creerme que la hubiera desci­frado cuando yo aún seguía completamente perdida.

—¡Un momento! —Salió corriendo de la habitación y, antes de que nos diéramos cuenta, ya estaba de vuelta con un libro en la mano—. Meg. Ello. ELLO —dijo mien­tras nos miraba—. ¿No lo entendéis?

Yo seguía sin entender nada, pero Hal estaba son­riendo.

—Nia, eres un genio.

Ella le respondió con una sonrisa coqueta.

—Lo sé.

—Está bien, genios, ¿os importaría contarme lo que habéis descubierto?

Nia levantó el libro para que pudiera leer el título: Una arruga en el tiempo, de Madeleine L'Engle.

—La M se refiere a ella —explicó Nia—. Antes de rom­per la tarjeta, tenía que poner Madeleine L'Engle.

Como ni Hal ni ella dijeron nada más, añadí:

—¿Y...?

Nia pasó las páginas hasta llegar al final del libro.

Meg y su hermano van en busca de su padre desa­parecido. Está retenido como rehén por un enorme cerebro en un planeta alienígena.

—¿Estás diciendo que Amanda está retenida por un cerebro enorme en otro planeta, y que quiere que va­yamos a buscarla?

¿Era la única que pensaba que esa interpretación de la tarjeta era un poco ridícula?

Nia levantó la mirada del libro.

—Estás de coña, ¿no? No me dirás que te lo estás to­mando al pie de la letra.

—Según este mensaje, se supone que debemos bus­carla —dijo Hal—. Estoy seguro. Sigue el camino de bal­dosas amarillas. Piensa en ello. La búsqueda de Meg. Todo apunta a que Amanda quiere que la busquemos. No puedo creer que no me hubiera dado cuenta antes —negó con la cabeza para demostrar su frustración por haber estado tan ciego— Menudo guía estoy hecho.

De repente, sentí que la sangre se me congelaba en las venas.

—¿Qué? ¿Qué acabas de decir?

Me di cuenta de que Nia también estaba mirando a Hal con perplejidad, aunque no dijo nada.

—Eh... —aunque normalmente era imperturbable, Hal pareció un poco incómodo, y cuando habló lo hizo con la mirada fija en la mesa, para evitar mirarnos a los ojos—. Veréis, la cosa es que Amanda me pidió que fuera... su guía a través de... —Nia le interrumpió.

—A través de la vida en el Endeavor. ¿Te pidió que fueras su guía?

Ahora fue Hal quien se giró para mirar a Nia.

—¿Cómo lo...? Oh, Dios mío —dijo al caer de repente en la cuenta—. ¿También te lo pidió a ti?

No podía creerme que aquello estuviera pasando.

—Pero Amanda dijo que solo tenía un guía —dije—. Me contó que escogía un guía, y que ese era...

Los tres terminamos la frase al unísono con la misma palabra: «yo».

Durante unos instantes, aquel pronombre pareció quedarse flotando en el aire.

—Bueno —Nia se puso sarcástica—, ahora que sabe­mos lo especiales que éramos para ella...

Empecé a pensar en el hecho de que Amanda no me había elegido de entre una multitud, sino más bien para formar parte de una.

¿Habría visto algo especial en mí alguna vez?

—¿Y ahora qué hacemos? Tenemos que pensar —pro­siguió Nia—. Tenemos que pensar como Amanda.

Hal y yo nos echamos a reír.

—Eso es más bien imposible —dije.

—¿Seguro? —Nia señaló la postal.

—Callie tiene razón —dijo Hal—. Su forma de pensar es completamente original. Parece azarosa, pero siempre tiene un sentido, resguardado bajo capas y capas de significados ocultos. ¿Habéis visto alguna vez su diario?

Nia y yo asentimos, cosa que no me sorprendió. El diario de Amanda era una parte tan importante de ella como su ropa, sus citas y sus alocados peinados. De he­cho, tenía varios diarios. Siempre llevaba uno encima, y se pasaba el día anotando cosas. Como me enseñó su diario, yo también le enseñé mi cuaderno de notas.

—¿Cómo podría alguien más seguir esa clase de... lógica azarosa? —dijo Hal.

—No lo sé —repuso Nia encogiéndose de hombros—, pero más vale que lo averigüemos.

✿✿✿

—¿No es hermoso?

Estábamos sentadas junto a una de las ven­tanas en la biblioteca municipal. El pelo de Amanda era largo y liso, con la raya en medio, y llevaba una cinta alrededor de la frente con el signo de la paz en el cen­tro, y una camisa con flecos largos y bordada con cuentas. Sostenía un diminuto trozo de cristal amarillo en la mano, y cuando extendí la mía, dejó caer el cristal sobre mi palma. Tenía un tacto suave y cálido.

—Tiene un color precioso —dije.

—Me pregunto de dónde habrá salido —murmuró Amanda.

—¿No lo sabes? Es decir, ¿dónde lo encontraste? —pregunté.

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