Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción (8 page)

BOOK: Premio UPC 1996 - Novela Corta de Ciencia Ficción
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El cura me dijo que yo no tenía derecho a hacer falsas promesas, y muchos se rieron al ver mi ropa sucia y rotosa y oírme hablar del Pueblo Radiante, ya que ni siquiera conocían la palabra «radiante». Años atrás había incinerado el cuerpo de mi padre en una pila de troncos, para purificarlo, y el cura había protestado. Pero yo le dije que así lo putrefacto se volvía luminoso. Yo no hacía falsas promesas, porque sólo prometía trabajo y sufrimiento, pero sabiendo que iríamos hacia alguna parte en vez de vivir como pordioseros, a la sombra de ciudades que decaían porque hasta la Gente Blanda las abandonaba. Éramos vagabundos. Teníamos que convertir el vagabundeo en peregrinación, seguir un rumbo. Y profeticé plagas, y mis profecías se cumplieron. Y con el tiempo me siguieron, y muchos dejaron de burlarse para adoptar el nombre del Pueblo Radiante, y fue un milagro, porque fue como si al ponerse ese nombre vieran en sí mismos una nueva luz.

Mara intentó zafarse de la corriente de imágenes, pero la luz que recordaba Ucan la encegueció.

Vio un inmenso descampado donde aún se notaban restos de sembradíos.

Y llegamos a un campo abandonado, y cultivamos, y sembramos, y muchos murieron de hambre y frío, pero al año éramos más fuertes y estábamos más unidos. Y entonces el Dios Bueno me habló de nuevo y me dijo que había un lugar mejor, donde podríamos prosperar sin temor a nuestros enemigos, y dije a mi pueblo que debíamos marchar de nuevo. Porque había visto un lugar de luz y esplendor, y supe que era el Valle Radiante que prometía el Dios Bueno, y supe por qué había elegido ese nombre para mi gente.

Y había alabanza en mi corazón.

Mara sacudió la cabeza, ahuyentó las palabras y las imágenes,

Aparecieron otras palabras.

Estoy muerto.

No, pensó Mara.

Estoy muerto pero no estoy muerto porque ahora soy mi hija Mara
, dijo la voz de su padre.

Mara se mordió los labios hasta hacerlos sangrar.

Estas fugas empezaban como intentos de comprender a la gente con la que había estado en contacto y se convertían en divagaciones que parecían hechas de recuerdos propios. Pero había muchas distorsiones. Ucan jamás habría hablado así porque era un analfabeto que ni siquiera conocía muchas de las palabras con que ella pensaba, y la gente de Ucan hablaba una especie de dialecto que...

Basta.

Tenía que pensar en otra cosa.

Recordó a su padre. Su padre coleccionaba fotos de ciudades y le había contagiado esa fascinación, aunque no se explicaba cómo hacía la gente para vivir en ellas. No le extrañaba que se hubieran desmoronado.

Se alegraba de ser una hija de la Urdimbre, esa ciudad virtual donde todos podían convivir sin abarrotamiento. Necesitaba regresar a esa ciudad, regresar a su mundo. Necesitaba alguien que ni siquiera fuera Alan, alguien que no fuera una presencia física, sólo palabras o imágenes en pantalla.

Entró en la cabaña, calentó una pizza en el microondas, sacó una cerveza helada del refrigerador. Se sentó ante la máquina, tecleó órdenes, se conectó. No buscaba nada en particular, sólo conectarse, tal vez conversar con alguien que estuviera del otro lado del mundo, aunque en la Urdimbre no había otro lado del mundo. Todo era contiguo.

Adicción, pensó. Se estaba haciendo adicta a las inmersiones, y las fugas eran un efecto lateral de esa adicción. Uno de los vicios de los habitantes de la Urdimbre era la infoadicción. Mara sospechó que su adicción a las inmersiones era una derivación de ese vicio.

Información, información, información
, gritaba vorazmente su alma, o su mente, o su cabeza, o como se llamara eso que gritaba dentro de ella.

Vagó por la red, entró en el Palacio de Almas Afines, buscó una habitación donde había un solo nombre y escribió el suyo. En un lugar de Malasia, alguien preguntó en inglés:

Hombre o mujer.

Aquí Mara, mujer.

Aquí Anwar, hombre. Noche solitaria.

Mientras seguía la conversación sin interés, Mara tuvo nuevas evocaciones, pero esta vez eran sus propios recuerdos. Lo curioso era que sentía lo mismo que en una fuga. Ya no sabía diferenciar una cosa de la otra. Al recordar su interés juvenil en lo que llamaban exoculturas, las culturas ajenas a la Urdimbre, ya no podía distinguir si era un mero caso de infoadicción o un auténtico interés en la verdad, en esa Verdad del Hombre que tanto veneraba el Instituto.

Cómo se hace para distinguir
, tecleó Mara.

Un par de años atrás, al recibirse, había publicado en la página del Instituto un trabajo sobre «Aculturación, neoprimitivismo y neomagia en las culturas posurbanas». Era una monografía envarada, tímida y pomposa cuyo principal valor consistía en las concesiones a las modas académicas, pero le había valido una beca, un puesto en el Instituto y un presupuesto de investigación. De ahí en adelante había escrito un artículo tras otro, y había compilado los artículos en un libro. Había tenido la cautela de llegar sólo a conclusiones provisionales, prometiendo mayores definiciones en un estudio futuro. Había usado, como otros, la palabra neoprimitivo, pero tuvo la astucia de ponerla entre comillas para no malquistarse con los sectores progresistas.

Distinguir
, preguntó Anwar.

Distinguir
, tecleó Mara.
Claridad/oscuridad. Verdad/falsedad. Lucidez/estupidez
.

Aunque los investigadores se empeñaran en negarlo con expresiones altisonantes, como «cambio de paradigma» o «vaivenes epistemológicos», Mara sabía por experiencia que había modas que iban y venían, y muchos investigadores respetaban las modas por pereza o conveniencia. En un tiempo los antropólogos habían usado impunemente términos como primitivo, prelógico y prerracional. Luego esos términos se habían desechado por etnocéntricos y se había hablado de culturas con valores propios, de la relatividad de la razón y la lógica. La oscilación se repetía una y otra vez con sus variaciones, y los que eran cautos pero no encontraban la palabra adecuada siempre se refugiaban en las comillas —comillas primitivo comillas, comillas lógico comillas— mientras buscaban términos que fueran satisfactorios no sólo científica sino políticamente. Culturas exóticas. Culturas pretecnológicas. Culturas postecnológicas. Culturas posurbanas. Culturas alternativas. Culturas simpáticas. Culturas del cerebro izquierdo. Pero la palabra primitivo permanecía allí, a pesar de sus púdicas comillas, aunque no se mencionara.

Un prejuicio, naturalmente.

No entiendo
, tecleó Anwar en Malasia.

Yo tampoco, pero no importa. Qué estás viendo ahora, Anwar
, preguntó Mara.

Gran luna en el cielo después de arduo día de trabajo.

Cuál es tu trabajo
, preguntó Mara, pensando en la palabra «primitivo».

Primitivo: no civilizado.

¿Y qué era la civilización, a fin de cuentas? Sentarse ante una pantalla y entablar una estúpida conversación con Anwar, que había tenido
arduo día de trabajo
en Malasia. Calentar una pizza en el microondas y beber una cerveza helada. Hacer el amor sin miedo al embarazo o la lapidación. La posibilidad de recorrer la Urdimbre buscando imágenes renacentistas, datos sobre la importación de armas portuguesas en el Japón feudal o el colapso de la economía soviética en el siglo veinte. Pedir que la máquina recitara Góngora o Garcilaso y comunicarse con especialistas para aclarar las dudas. No, no podía ser sólo eso. La civilización debía consistir en crearse un destino.

Como el Pueblo Radiante.

Destino, resopló Mara. Esos tipos se aterraban si venía una tormenta, caminaban días enteros muertos de hambre y frío, persiguiendo ganado cimarrón o perseguidos por perros salvajes. Agradecían al cielo si encontraban un ojo de agua sucia que a menudo estaba contaminada, parían hijos que a veces debían abandonar a la intemperie porque la comida no alcanzaba, se podían morir de una infección o una gripe.

Un prejuicio, sí, pero después de cada inmersión la palabra primitivo se le imponía con más fuerza y con menos comillas. Se suponía que OJOS era el método infalible de observación, pues permitía observar sin afectar al observado, sin proyectar juicios sobre sus costumbres. Cada cultura tenía sus propios valores y ellos no debían juzgarlos. Juzgar era antiético porque suponía la superioridad de unos seres humanos sobre otros, era anticientífico porque enturbiaba el análisis de los datos que conducían, cada cual en su modesta medida, a una presunta Verdad del Hombre. Etcétera, etcétera.

Pero cuando veía gente que no tenía idea de lo que era una ducha decente, le costaba sacarse el primitivo de la cabeza, con o sin comillas, con o sin neo. Por mucho que ella y sus colegas perorasen sobre la muerte de lo sagrado, y la alienación que afectaba a los hijos de la Urdimbre, era difícil sacarse la palabra de la cabeza.

Sí, se habían perdido muchas cosas en el camino, y uno podía discursear sobre epifanías y otros polisílabos, pero una cerveza helada a dos pasos era mejor que un riacho inmundo y barroso a diez kilómetros. Y comunicarse con alguien que tenía ganas de expresar sus sentimientos de depresión matinal con sólo pulsar un teclado era mejor que andar cargando con críos bajo el sol y la lluvia.

El malestar en la cultura
, pensó y escribió Mara sin mirar qué había respondido Anwar.

Eso es lo que estás bebiendo
, preguntó Anwar.

Qué
, preguntó Mara.

Te pregunté qué estabas bebiendo. ¿Qué es «malestar en la cultura ¿Bebida típica?

No
, respondió Mara.

¿Cuál es bebida típica, tequila
?

No, Anwar. Supongo que mate.

Entonces bebiendo mate
, sugirió Anwar.

Pero si todo esto era cierto, ¿por qué la adicción a las inmersiones? ¿Por qué quería regresar una y otra vez?

No, bebiendo cerveza
, respondió Mara.

Mate.

Sólo un neoprimitivo bebería esa cosa repugnante y verde, pensó. No se explicaba por qué intentaba entenderlos ni por qué había llegado a amarlos.

Amarlos, de qué estoy hablando, pensó. Sí, siento amor. Necesito amor.

Necesito amor
, tecleó mecánicamente.

Ah, amor. Buena idea, Mara. Estamos lejos, pero podemos amarnos a distancia. Solo en oficina después de ardua noche de trabajo.

En un artículo, Mara había denunciado los prejuicios de las ciberculturas frente a las exoculturas, sugiriendo que la gran ciudad virtual de la Urdimbre era tan propensa a la contaminación como las megalópolis que ahora se desmoronaban en todo el mundo. Otro tipo de contaminación. Como el amor solitario que ahora le proponía Anwar desde Malasia.

¿Por qué había escrito
Necesito amor?

No creo, Anwar. Hoy me duele la cabeza
, respondió Mara, preguntándose si en Malasia entenderían la broma. Claro que sí, se dijo, todos somos hijos de la Urdimbre. Y en todo caso qué cuernos me importa. Se despidió bruscamente y se desconectó.

Bebió su cerveza y notó que la pizza se había enfriado. Comió una porción de pizza fría y pringosa, abrió otra cerveza. El malestar en la cultura.

Somos superficiales, se dijo, y pensó en el Pueblo Radiante, que debía peregrinar días en busca de alimento. Una vida profunda: mate, animales sacrificados, vísceras humeantes, los gestos desaforados del chamán, la menstruación en medio de la roña y los pastizales desde donde llegaba el hedor de los excrementos frescos.

Mierda, pensó, asombrándose de la nitidez y precisión de su estilo.

5

El consejo se había reunido en ronda, celebrando una junta formal. En el centro estaba Ucan, Padre y eje del Pueblo Radiante. En la ronda estaban los hombres de la tribu que eran jefes de familia con más de dos hijos. Esos hombres que guiaban a sus hijos amedrentaban a Ucan. Los había visto enseñándoles a usar herramientas, a sembrar, a cazar, a pescar, dirigiéndoles palabras de aliento cuando hacían las cosas bien, retándolos cuando se insolentaban o abusaban de la dulzura de la madre, sonriendo ante sus travesuras. Les había visto hablar con orgullo de sus hijos cuando se reunían a beber después de una jornada de trabajo. El ni siquiera tenía una mujer estable. Otros, a su edad, ya eran padres. Incluso lo amedrentaban las mujeres presentes. Aunque no tenían derecho a hablar, todas esas mujeres habían parido más de una vez. Algunas eran menores que él, pero pisaban la tierra con más aplomo.

Cutec pidió la palabra.

—Ucan'jo dice que debemos continuar nuestro viaje hacia el Valle Radiante —declaró—. Cuando Ucan era Padre, todos aceptábamos que debíamos ir al Valle Radiante. Ahí estaba nuestro destino, porque el sabio Ucan así lo decía. Ahora Cutec pregunta si es posible que siga siendo nuestro destino.

Ucan tragó saliva. Cutec era padre de cuatro hijos varones, por no mencionar dos hembras. Su mujer anterior había muerto en el parto, y él había visto esa muerte. Cutec era un hombre robusto y curtido, alguien en quien todos veían a un sucesor natural de Ucan.

Y Cutec aún lo llamaba maliciosamente Ucan'jo.

—Nuestro destino no ha cambiado —respondió Ucan, tratando de dominar el temblor de su voz—. Y ya no soy Ucan'jo sino Ucan. Ahora yo soy el Padre. Y Ucan el Padre dice que aún debemos continuar nuestro viaje. El Valle Radiante todavía es nuestro destino.

—Ucan sabía adonde llevarnos, pero no se guiaba por ningún mapa, sino por sus visiones. ¿Cómo pudo dar ese conocimiento a Ucan'jo? El conocimiento se ha perdido porque él no podía revelarlo a nadie.

—Cutec no ha entendido. Cuando digo que soy Ucan y que soy el Padre, es porque él está en mí, es uno conmigo. Su alma respiró las pampas ondulantes y me dio ese olor. Su alma bailó en el carnaval del cielo y yo oí los aplausos. Si mi padre poseía algún conocimiento, ahora es mío, porque yo soy él. —Sentía más aplomo, como si lo que acababa de decir fuera cierto. Al menos, empezaba acreerlo un poco—. Si Cutec habla así, no ha entendido el Adiós a los Muertos.

—Ucan'jo pretende que creamos en milagros —dijo la mujer de Cutec.

Ucan no la miró. Clavó los ojos en Cutec.

—Por gentileza se permite que la mujer de Cutec esté presente en esta reunión, pero no que hable. Las mujeres no hablan en el consejo, y esta falta de respeto no se permitirá.

Los presentes asintieron con un murmullo. Cutec iba a replicar, pero cabeceó cautelosamente y miró con severidad a su mujer, que agachó la cabeza.

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