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Authors: Juan Ramón Jiménez

Tags: #Clásico, Cuento

Platero y yo (7 page)

BOOK: Platero y yo
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Tú sabes bien lo que hay de la calle de Enmedio a la pasada de las Tablas… Cuatro veces fue y vino la perra durante la noche, y cada una se trajo a un perrito en la boca, Platero. Y al amanecer, cuando Lobato abrió su puerta, estaba la perra en el umbral mirando dulcemente a su amo, con todos los perritos agarrados, en torpe temblor, a sus tetillas rosadas y llenas…

LXII
Ella y nosotros

Platero, acaso ella se iba— ¿adónde? —en aquel tren negro y soleado que, por la vía alta, cortándose sobre los nubarrones blancos, huía hacia el Norte.

Yo estaba abajo, contigo, en el trigo amarillo y ondeante, goteado todo de sangre de amapolas, a las que ya julio ponía la coronita de ceniza. Y las nubecillas de vapor celeste— ¿te acuerdas?— entristecían un momento el sol y las flores, rodando vanamente hacia la nada…

¡Breve cabeza rubia, velada de negro!… Era como el retrato de la ilusión en el marco fugaz de la ventanilla. Tal vez ella pensara: «¿Quiénes serán ese hombre enlutado y ese burrillo de plata?».

¡Quiénes habíamos de ser! Nosotros… ¿verdad, Platero?

LXIII
Gorriones

A mañana de Santiago está nublada de blanco y gris, como guardada en algodón. Todos se han ido a misa. Nos hemos quedado en el jardín los gorriones, Platero y yo.

¡Los gorriones! Bajo las redondas nubes, que, aveces, llueven unas gotas finas, ¡cómo entran y salen en la enredadera, cómo chillan, cómo se cogen de los picos! Este cae sobre una rama, se va y la deja temblando; el otro se bebe un poquito de cielo en un charquillo del brocal del pozo; aquél ha saltado al tejadillo del alpende, lleno de flores casi secas, que el día pardo aviva.

¡Benditos pájaros, sin fiesta fija! Con la libre monotonía de lo nativo, de lo verdadero, nada, a no ser una dicha vaga, les dicen a ellos las campanas. Contentos, sin fatales obligaciones, sin esos olimpos ni esos avernos que extasian o que amedrantan a los pobres hombres esclavos, sin más moral que la suya ni más Dios que lo azul, son mis hermanos, mis dulces hermanos.

Viajan sin dinero y sin maletas: mudan de casa cuando se les antoja; presumen un arroyo, presienten una fronda, y so tienen que abrir sus alas para conseguir la felicidad; no saben de lunes ni de sábados; se bañan en todas partes, a cada momento; aman el amor sin nombre, la amada universal.

Y cuando las gentes ¡las pobres gentes!, se van a misa los domingos, cerrando las puertas, ellos, en un alegre ejemplo de amor sin rito, se vienen de pronto, con su algarabía fresca y jovial, al jardín de las casas cerradas, en las que algún poeta, que ya conocen bien, y algún burrillo tierno —¿te juntas conmigo?— los contemplan fraternales.

LXIV
Frasco Vélez

Hoy no se puede salir, Platero. Acabo de leer en la plazoleta de los Escribanos el bando del alcalde:

«Todo Can que transite por los andantes de esta Noble Ciudad de Moguer, sin su correspondiente Sálamo o bozal, será pasado por las armas por los Agentes de mi Autoridad».

Eso quiere decir, Platero, que hay perros rabiosos en el pueblo. Ya ayer noche he estado oyendo tiros y más tiros de la Guardia municipal, nocturna consumera volante, creación también de Frasco Vélez, por el Monturrio, por el Castillo, por los Trasmuros.

Lolilla, la tonta, dice alto por las puertas y ventanas que no hay tales perros rabiosos, y que nuestro alcalde actual, así como el otro, Vasco, vestía al Tonto de fantasma, busca la soledad que dejan sus tiros para pasar su aguardiente de pita y de higo. Pero ¿y si fuera verdad y te mordiera un perro rabioso? ¡No quiero pensarlo, Platero!

LXV
El verano

Platero va chorreando sangre, una sangre espesa y morada, de las picaduras de los tábanos. La chicharra sierra un pino, que nunca llega… Al abrir los ojos, después de un inmenso sueño instantáneo, el paisaje de arena se me torna blanco, frío en, su ardor espectral.

Están los jarales bajos constelados de sus grandes flores vagas, rosas de humo, de gasa, de papel de seda, con las cuatro lágrimas de carmín; y una calina que asfixia, enyesa los pinos chatos. Un pájaro nunca visto, amarillo con lunares negros, se eterniza, mudo, en una rama.

Los guardas de los huertos suenan el latón para asustar a los rabúos, que vienen, en grandes bandos celestes, por naranjas… Cuando llegamos a la sombra del nogal grande rajo dos sandías, que abren su escarcha grana y rosa en un largo crujido fresco. Yo me como la mía lentamente, oyendo, a lo lejos, las vísperas del pueblo. Platero se bebe la carne de azúcar de la suya como si fuese agua.

LXVI
Fuego en los montes

La campana gorda!… Tres…, cuatro toques… ¡Fuego! Hemos dejado la cena, y, encogido el corazón por la negra angostura de la escalerilla de madera hemos subido, en alborotado silencio afanoso, a la azotea.

—¡En el campo de Lucena! —grita Anilla, que ya estaba arriba, escalera abajo, antes de salir nosotros a la noche… —¡Tan, tan, tan, tan! Al llegar afuera —¡qué respiro!—, la campana limpia su duro golpe sonoro y nos amartilla a los oídos y nos aprieta el corazón.

—Es grande, es grande… Es un buen fuego…

Sí. En el negro horizonte de pinos, la llama distante parece quieta en su recortada limpidez. Es como un esmalte negro y bermellón, igual a aquella
Caza
de Piero di Cosimo, en donde el fuego está pintado sólo con negro, rojo y blanco puros. A veces brilla con mayor brío otras, lo rojo se hace casi rosa, del color de la luna naciente… La noche de agosto es alta y parada, y se diría que el fuego está ya en ella para siempre, como un elemento eterno… Una estrella fugaz corre medio cielo y se sume en el azul, sobre las Monjas… Estoy conmigo…

Un rebuzno de Platero, allá abajo, en el corral, me trae a la realidad… Todos han bajado… Y en un escalofrío, con que la blandura de la noche, que ya va a la vendimia, me hiere, siento como si acabara de pasar junto a mí aquel hombre que yo creía en mi niñez que quemaba los montes, una especie de Pepe el Pollo —Oscar Wilde moguereño—, ya un poco viejo, moreno y con rizos canos, vestida su afeminada redondez con una chupa negra y un pantalón de grandes cuadros en blanco y marrón, cuyos bolsillos reventaban de largas cerillas de Gibraltar…

LXVII
El arroyo

Este arroyo, Platero, seco ahora, por el que vamos a la dehesa de los Caballos, está en mis viejos libros amarillos, unas veces como es, al lado del pozo ciego de su prado, con sus amapolas pasadas de sol y sus damascos caídos; otras, en superposiciones y cambios alegóricos, mudado, en mi sentimiento, a lugares remotos, no existentes o sólo sospechados…

Por él, Platero, mi fantasía de niño brilló sonriendo, como un vilano al sol, con el encanto de los primeros hallazgos, cuando supe que él, el arroyo de los Llanos, era el mismo arroyo que parte el camino de San Antonio por su bosquecillo de álamos cantores; que andando por él, seco, en verano, se llegaba aquí; que echando un barquito de corcho allí, en los álamos, en invierno, venía hasta estos granados, por debajo del puente de las Angustias, refugio mío cuando pasaban toros…

¡Qué encanto este de las imaginaciones de la niñez, Platero, que yo no sé si tú tienes o has tenido! Todo va y viene, en trueques deleitosos; se mira todo y no se ve, más que como estampa momentánea de la fantasía…

Y anda uno semiciego, mirando tanto adentro como afuera, volcando, a veces, en la sombra del alma la carga de imágenes de la vida, o abriendo al sol, como una flor cierta, y poniéndola en una orilla verdadera, la poesía, que luego nunca más se encuentra, del alma iluminada.

LXVIII
Domingo

La pregonera vocinglería de la esquila de vuelta, cercana ya, ya distante, resuena en el cielo de la mañana de fiesta, como si todo el azul fuera de cristal. Y el campo, un poco enfermo ya, parece que se dora de las notas caídas del alegre revuelo florido.

Todos, hasta el guarda, se han ido al pueblo para ver la procesión. Nos hemos quedado solos Platero y yo. ¡Qué paz! ¡Qué pureza! ¡Qué bienestar! Dejo a Platero en el prado alto, y yo me echo, bajo un pino lleno de pájaros que no se van, a leer. Omar Khayam…

En el silencio que queda entre dos repiques, el hervidero interno de la mañana de septiembre cobra presencia y sonido. Las avispas orinegras vuelan en torno de la parra cargada de sanos racimos moscateles, y las mariposas, que andan confundidas con las flores, parece que se renuevan, en una metamorfosis de colorines, al revolar. Es la soledad como un gran pensamiento de luz.

De cuando en cuando, Platero deja de comer, y me mira… Yo, de cuando en cuando, dejo de leer, y miro a Platero…

LXIX
El canto del grillo

Platero y yo conocemos bien, de nuestras correrías nocturnas, el canto del grillo.

El primer canto del grillo, en el crepúsculo, es vacilante, bajo y áspero. Muda de tono, aprende de sí mismo y, poco a poco, va subiendo, va poniéndose en su sitio, como si fuera buscando la armonía del lugar y de a hora. De pronto, ya las estrellas en el cielo verde y transparente, cobra el canto un dulzor melodioso e cascabel libre.

Las frescas brisas moradas van y vienen; se abren del todo las flores de la noche y vaga por el llano una esencia pura y divina, de confundidos prados azules, celestes y terrestres. Y el canto del grillo se exalta, llena todo el campo; es cual la voz de la sombra. No vacila ya, ni se calla. Como surtiendo de sí propio, cada nota es gemela de la otra, en una hermandad de oscuros cristales.

Pasan, serenas, las horas. No hay guerra en el mundo y duerme bien el labrador, viendo el cielo en el fondo alto de su sueño. Tal vez el amor, entre las enredaderas de una tapia, anda extasiado, los ojos en los ojos. Los habares mandan al pueblo mensajes de fragancia tierna, cual en una libre adolescencia candorosa y desnuda. Y los trigos ondean, verdes de luna, suspirando al viento de las dos, de las tres, de las cuatro… El canto del grillo, de tanto sonar, se ha perdido…

¡Aquí está! ¡Oh canto del grillo por la madruga da cuando, corridos de escalofríos, Platero y yo nos vamos a la cama por las sendas blancas de relente! La luna se cae, rojiza y soñolienta. Ya el canto está borracho de luna, embriagado de estrellas, romántico, misterioso, profuso. Es cuando unas grandes nubes luctuosas, bordeadas de un malva azul y triste, sacan el día de la mar, lentamente…

LXX
Los toros

A que no sabes, Platero, a qué venían esos niños? A ver si yo los dejaba que te llevasen para pedir contigo la llave en los toros de esta tarde. Pero no te apures tú. Ya les he dicho que no lo piensen siquiera…

¡Venían locos, Platero! Todo el pueblo está conmovido con la corrida. La banda toca desde el alba, rota ya y desentonada, ante las tabernas; van v vienen coches y caballos calle Nueva arriba, calle Nueva abajo. Ahí detrás, en la calleja, están preparando el Canario, ese coche amarillo que les gusta tanto a los niños, para la cuadrilla. Los patios se quedan sin flores, para las presidentas. Da pena ver a los muchachos andando torpemente por las calles con sus sombreros anchos, sus blusas, su puro, oliendo a cuadra y a aguardiente…

A eso de las dos, Platero, en ese instante de soledad con sol, en ese hueco claro del día, mientras diestros y presidentas se están vistiendo, tú y yo saldremos por la puerta falsa y nos iremos por la calleja al campo, como el año pasado…

¡Qué hermoso el campo en estos días de fiesta, en que todos lo abandonan! Apenas si en un majuelo, en una huerta, un viejecito se inclina sobre la cepa agria, sobre el regato puro… A lo lejos sube sobre el pueblo, como una corona chocarrera, el redondo vocerío, las palmas la música de la plaza de toros, que se pierden a medida que uno se va, sereno, hacia la mar… Y el alma, Platero, se siente reina verdadera de lo que posee por virtud de su sentimiento, del cuerpo grande y sano de la Naturaleza, que, respetado, da a quien lo merece el espectáculo sumiso de su hermosura resplandeciente y eterna.

LXXI
Tormenta

Miedo. Aliento contenido. Sudor frío. El terrible cielo bajo ahoga el amanecer. (No hay por dónde escapar.) Silencio… El amor se para. Tiembla la culpa. El remordimiento cierra los ojos. Más silencio…

El trueno, sordo, retumbante, interminable, como un bostezo que no acaba del todo, como una enorme carga de piedra que cayera del cenit al pueblo, recorre, largamente, la mañana desierta. (No hay por dónde huir.) Todo lo débil —flores, pájaros— desaparece de la vida.

Tímido, el espanto mira, por la ventana entreabierta, a Dios, que se alumbra trágicamente. Allá en Oriente, entre desgarrones de nubes, se ven malvas y rosas tristes, sucios, fríos, que no pueden vencer la negrura. El coche de las seis, que parecen las cuatro, se siente por la esquina, en un diluvio, cantando el cochero por espantar el miedo. Luego, un carro de la vendimia, vacío, de prisa…

¡Ángelus!
Un Ángelus duro y abandonado, solloza entre el tronido. ¿El último Á
ngelus
del mundo? Y se quiere que la campana acabe pronto, o que suene más, mucho más, que ahogue la tormenta. Y se va de un lado a otro, y se llora, y no se sabe lo que se quiere…

(No hay por dónde escapar.) Los corazones están yertos. Los niños llaman desde todas partes…

—¿Qué será de Platero, tan solo en la indefensa cuadra del corral?

LXXII
Vendimia

Este año, Platero, ¡qué pocos burros han venido con uva! Es en balde que los carteles digan con grandes letras:
A seis reales.
¿Dónde están aquellos burros de Lucena, de Almonte, de Palos, cargados de oro líquido, prieto, chorreante, como tú, conmigo, de sangre; aquellas recuas que esperaban horas y horas mientras se desocupaban los lagares? Corría el mosto por las calles, y las mujeres y los niños llenaban cántaros, orzas, tinajas…

¡Qué alegres en aquel tiempo las bodegas, Platero, la bodega del Diezmo! Bajo el gran nogal que cayó el tejado, los bodegueros lavaban, cantando, las botas con un fresco, sonoro y pesado cadeneo; pasaban los trasegadores, desnuda la pierna, con las jarras de mosto o de sangre de toro, vivas y espumeantes; y allá en el fondo, bajo el alpende, los toneleros daban redondos golpes huecos, metidos en la limpia viruta olorosa… Yo entraba en Almirante por una puerta y salía por la otra —las dos alegres puertas correspondidas, cada una de las cuales le daba a la otra su estampa de vida y de luz, entre el cariño de los bodegueros…

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