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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho y el marciano (2 page)

BOOK: Papelucho y el marciano
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Todo le aguanto a Det menos que me llame cobarde. Eso no.

Yo lo tengo alojado en mí, primero porque hay que darle asilo al peregrino, segundo porque mientras no pueda viajar yo en la cápsula espacial, al menos puedo ayudar a un marciano y tercero porque si lo tengo dentro soy casi uno yo mismo. Y no es fácil, viviendo entre gente tan distinta que se cree inteligente y no sabe nada de ellos.

Soy valiente y soy hombre porque a nadie le he contado el secreto que tengo.

Y ahora escribo mi diario para que no se me olvide cuando sea viejo.

Fue esa tarde, cuando oí un grito en la calle. Salí afuera y vi un montón de gente en una esquina. Los curiosos se juntan cuando hay algo que ver y yo quise saber lo que era eso.

Me costó abrirme paso entre las piernas de tantos, Nadie hablaba. Parecían estíticos y sin idea alguna. Hombres, mujeres, coléricos y perros hadan redondela y yo me entremetí a mirar. No era más que un pedazo de platillo volador cualquiera y nadie se atrevía a tocarlo. Estaban todos momios, mira y mira.

Me volví con desprecio. ¿A qué tanto mirar si lo único importante ya no estaba? El marciano del platillo había desaparecido, dejó el aparato en panne y hasta su propio casco en la vereda. ¿O andaría rondando entre nosotros disfrazado de invisible?

Sentí pena del valiente marciano que llegó hasta nosotros y tuvo que esconderse. Porque ellos son tan choros que ni se dejan pillar.

¿O es que la curiosidad del hombre los derrite y pulveriza?

Me marché del pelotón de curiosos con pena y rabia. Entré en casa y para distraer mi congoja me encerré a hacer tareas para un año entero.

Y esa noche mi mamá tuvo que despertarme para que me desvistiera.

Lo malo fue que junto con meterme en la' cama me desvelé rotundamente. Aunque era plena noche yo estaba entero de día y sentía el silencio que latía en todo el mundo. La luna se E colaba en gotas por la polilla de mi cortina yf allá en el horizonte roncaba el papá como tigre. La gotera del baño repetía esa marcha que obliga a marchar y el hambre supersónico me ponía rabioso. Había pasos hipócritas y voces secretas de piratas nocturnos, de esas que se han salido de órbita y andan sueltas aprovechando la noche.

Yo no tenía miedo. La última vez que tuve miedo fue cuando era chico, esa vez que me caí del tejado, y fue poquito antes de llegar al suelo. Pero entonces juré no tener nunca más miedo, y he cumplido.

El alboroto de mis tripas me obligó a levantarme. Ojalá que la Domi no hubiera lavado los platos esta noche. Porque nadie se acuerda en. esta casa de que hay hambres nocturnas…

Encontré un raspado de sopa fría en una olla y al langüetear la cuchara oí un lamento muy largo en alguna parte.

Apagué con violencia la luz de la cocina y entonces… ¡pude ver al marciano! Fue la última vez; ahí a mi lado. Era hecho de puntitos bailones y un poco luminosos que se veían sólo en la oscuridad. Era más chico que yo y tan blando como, el humo de un cigarro. Casi pura cabeza, y quizá algunas patas que flotaban al compás de suspiros.

¡Pobre marciano metido en una cocina desconocida! Suave, blando, onduloso, casi sin cuerpo —tal vez de puros puntos de luz— entre nosotros los hombres duros, hediondos, que comen y traspiran, que pisan, que trabajan, que hacen casas con techos y murallas y cocinas calientes.

No quería asustarlo y me quedé muy quieto. No fuera a reventarle alguna cosa al dar un paso. ¿Qué podría decirle? Él no entendía mi idioma. Había huido del grupo de curiosos y se escondía en mi casa. Yo sin querer lo había asustado…

Quería darle confianza, ser su amigo. ¿Cómo podría ayudarlo?

Pensando en esto estaba, cuando justo que me picó la nariz y estornudé. Fue uno de esos estornudos que chupan todo el aire hacia dentro, de esos de aspiradora. Y al mismo instante desapareció para siempre el marcianito. No quedó un solo punto en la cocina.

Poco a poco me di cuenta que lo había aspirado y lo tenía en mí. Mi cuerpo se había vuelto de plomo con remaches en todas las bisagras de mis piernas y brazos.

Yo no pensaba con claridad. Todo estaba revuelto en mi dentror. Ahora pensaba a dos voces, todo con sí y no al mismo tiempo. Y sentía al marciano que se agrandaba y se achicaba adentro, acomodándose, reajustándose, como haciéndose un hueco. ¡Pobre gallo!

Por fin me decidí a ayudarlo. Si fuera yo el caído en Marte me gustaría encontrar un amigo. Ese amigo era yo para él.

—¿Quién anda ahí? —irrumpió en el silencio la voz de mamá muy soñolienta.

—Yo —dije— tenía hambre y vine a comer algo—

—¡Derechito a la cama! —ordenó majestuosa.

Quise obedecer y no pude. El marciano me pesaba como si fuera plomo derretido en mis venas. No lograba despegar un pie del suelo para dar un paso.

—No sé quién eres —dije en cuchicheo—. Pero quiero ayudarte y soy tu amigo. Vámonos a dormir…

—¿Dormir? —dijo una voz como de remordimientos de ayer—. ¿Y eso qué es?

—Descansar —expliqué— ¡Vamos! —pero no podía moverme.

—No te entiendo —dijo la voz en mi dentror. Entonces entendí que él no entendiera. Un marciano es distinto a uno.

—Ponte liviano para que pueda moverme —le dije.

—¿Qué es liviano?

Chitas que resultaba difícil explicar. ¡Paciencia!

—Oye —le dije—. Quita el freno como si fueras a volverte a Marte en tu platillo.

—El platillo clotió —dijo la voz.

—No es razón para quedarnos clavados para siempre en la cocina. ¡Desembrágate! —ordené. Y entonces algo se aflojó dentro, me sentí más liviano y pude andar.

Volvía a la cama, me acosté y me tapé. No quería volver a estornudar para que no escapara el marciano. Y me picaba tremendo la nariz.

—Oye —dije cuando estuve tapado hasta las orejas—. Cuéntame un poco de ti… ¿Quién te mandó a la Tierra? ¿Viniste puramente a curiosear?

—A mí no me manda nadie —dijo y dio un salto dentro—. Muchos vienen y yo también vine. Pocos vuelven.

—¿Cómo te llamas?

—Det. ¿Y tú?

—Papelucho.

—¿Qué haces? ¿Siempre descansas?

—Puramente en las noches. Voy al colegio en el día, estudio, juego. ¿Tú no duermes?

—Nooo. Yo me evaporo y tampoco entiendo jota de lo que a ti te pasa. Más me valía no haber venido a este planeta. ¿Cuál es?

—La Tierra.

—Ni oí hablar de él. No vale mucho la pena, me parece… ¿Me ayudarás a volver a Marte?

—Si supiera cómo, capaz que fuera contigo…

—¿No hay platillos aquí? ¿No se consiguen?

—No todavía… pero podríamos fabricar uno entre tú y yo.

—Sí. Necesito volverme.

—Lo haremos juntos mañana…

—¿Qué es mañana?

—Otro hoy, pero después.

—No entiendo. En todo caso guarda el secreto de mí. Que nadie sepa que estoy aquí en la Tierra.

—¿Eres muy importante? ¿Eres hijo de un rey? ¿Eres niño?

—Soy Det y tú te callas de mí. No le dices a nadie que estoy aquí jamás.

—¡Jamás! —repetí y por fin me dormí.

Miércoles 14

Si yo hubiera sabido lo que es alojar a un marciano, quizá lo habría expulsado el mismo día.

Antes yo podía pensar y hacer mi gusto. Ahora no. Porque tener a Det adentro resulta molestoso: que sí, que no, cada cosa. Lo que yo quiero no lo quiere él, lo que yo hago no lo entiende. Y lo que él quiere no lo entiendo yo.

Treparse al peral salió fatal. A Det le dieron ganas de seguir trepando hasta llegar a Marte y yo por darle el gusto subí y subí… Me parecía chora su idea y si él me ayudaba… Pero cuando menos lo pensábamos se acabaron las ramas y pescado de unas hojas ¡zas! nos vinimos al suelo con unas cuantas peras.

Por suerte nadie nos vio y también por suerte había un mantel pituco tendido en las ramas a secar. Sirvió de red un instante y se rasgó en dos de puro viejo. Total la mamá tiene ahora dos manteles y yo un cototo en la frente.

A la mamá le dio con que:

—¿Por qué no comes, hijo? Estás pálido y creo que tienes fiebre.

Det se había aturdido con el golpe y ni chistaba. Yo tenía susto que se me hubiera escapado. Todavía tenía muchas ganas de tenerlo conmigo y me daba cototo pensar en todas las maravilladle habríamos podido hacer juntos.

Pero cuando llegó el postre, que era una fuente de peras verdes y otras machucadas, se despertó el marciano.

—¡Ya viene! ¡Ya viene! —empezó a transmitir como un telégrafo!

—¡Cállate! —le dije—. Todos vemos las peras porque tenemos ojos.

—¡No! —rezongó enrabiado— ¡Es lo otro! ¡Ya se acerca!

—No te entiendo —le dije y en ese momento comenzó a aullar el Choclo, y entendí..

—¡Ya viene! —grité en coro con Det y salté de la silla.

Un remezón gigante de la tierra, un temblor grado mil y volaron las copas y los platos y la fuente con peras se escapó de las manos de la Domi para ir a parar en la propia cabeza del papá. Era una fuente antigua de no sé cuántos kilates de porcelana y se hizo añicos.

—¡Socorrooo! —gritaba la Domi tapándose la cabeza con la pollera para librarse del yeso que caía del techo.

—¡Terremoto! —chilló la mamá arrancando. El papá se apretaba la cabeza para juntar los huesos de su calavera quizá quebrada. La Ji corría detrás del Choclo que seguía ladrando.

—¡Misericordia! —gritaban en la calle las vecinas. Todas las caras parecían de historieta. Yo estaba muy tranquilo. Det me tranquilizaba.

—¿Por qué arman tanto jaleo? —preguntaba Det.

—Bueno —le dije—, es un temblor grado mil, un terremoto…

—¿Y eso qué tiene de particular?

—¡Nada! que se caen las casas y muere gente aplastada…

—Pero ¿para qué hacen casas si se caen? —me preguntó y yo me quedé pensando ídem. Total, si no hicieran casas, ¿qué importarían los terremotos?

En eso volvió la mamá al comedor donde yo estaba. Venía loca de horror y traía los ojos al revés. Sus manos me cogieron como inmensas arañas.

—Hijo ¿no ves que tiembla? ¿Quieres morir aplastado? —gritó. Y me arrastró a la calle.

Afuera había unas cuantas tejas quebradas y total lo del mantel ni importaba al lado del remezón. El cototo del papá iba subiendo y era ya casi tan grande como el mío. La Domi lloraba a chorros y la Ji se reía tratando de bajarle los pelos al pobre Choclo que estaba muy nervioso.

Había mucha gente en la calle y todos contaban a un tiempo lo que estaban haciendo en el momento del sacudón. No sé para qué explicaba doña Rosa, cuando todavía tenía la pollera arremangada… La vecina de enfrente se abrazaba a un inmenso reloj.

—Siempre salvo mi reloj —decía— para saber la hora del temblor.

—Yo salvé mi radio —decía la Rudecinda con cara de premiada. Todos eran amigos y el único rabioso era el papá por su cototo. Es lo bueno de los temblores porque se acaban las peleas, los retos, los castigos.

Entramos otra vez en la casa y ahí estaba la crema. Había terrones y yeso en todo el suelo, revuelto con peras y pedazos de fuente. Los cuadros chuecos en la muralla lo mareaban a uno más que las lámparas. Una voz decía:

—Noticia de último minuto: la agencia Taft de Nueva York anuncia un temblor en la región central de Chile.

Era la radio que había quedado funcionando con sus noticias atrasadas, como siempre.

Subí corriendo a mi cuarto antes de que llegara la mamá a ordenar. Quería ver mis ruinas propias y aproveché de quebrar lo que olvidó el temblor y que era ese florero cargante que siempre amenazaba de caer y que jamás cumplió su palabra.

Mi cuarto estaba choro. Tenía tres hoyos electrónicos: uno en el techo con vista a los satélites, uno en la muralla con vista a los vecinos y otro en un rincón con vista a las cuevas de los ratones nocturnos. En cuatro patas me metí por él y recorrí ese mundo desconocido. Era supersónico. Oscuro y misterioso con olor propio y lleno de esas cosas que a uno le prohiben guardar: pedazos de pan duro, papeles molidos, suelas de zapato antiguas, algodones plomos y clavos y pulseras. Era una mina de esas que uno necesita tener y donde encuentra siempre lo que le hace falta.

Lo único malo es que mi entrada asustó a los ratones y partieron galopando a esconderse en un hoyo donde yo no cabía. Los pobrecitos creían que yo era un enemigo. Ahí vendría yo a echarles más tarde comida y más tesoros para su mina. Pobres ratoncitos que la gente los obliga a vivir escondiéndose. Y también los obliga a ser ladrones… Si nadie les da comida ¿de qué quieren que vivan?

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