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Authors: Eduardo Sacheri

Tags: #Relato

Papeles en el viento (11 page)

BOOK: Papeles en el viento
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Mauricio anda como siempre, es decir, cada vez mejor. En el estudio le aumentan el sueldo, y le dan a entender que su ascenso a la categoría de socio es inminente. Fernando y el Ruso no le preguntan en cuánto le aumentan el sueldo, pero la realidad les brinda una idea aproximada cuando lo ven llegar al cumpleaños de las Rusitas en un Audi negro que ellos jamás han visto afuera de una concesionaria. En septiembre a Mauricio se le ocurre llevar flores al cementerio, porque el 12 habría sido el cumpleaños del Mono. Fernando está a punto de decir que no, de pura bronca. El tipo está disponible para esos homenajes póstumos que no sirven para nada, pero es incapaz de poner el hombro para lo que sí valdría la pena. Fernando supone que también le revienta que se le haya ocurrido a Mauricio y no a él, siendo el hermano mayor del fallecido. De todos modos, como al Ruso le parece una idea brillante Fernando tiene que meter violín en bolsa y decir que sí.

Para peor el 10 de septiembre empieza a llover y no escampa hasta la noche del 13, y la imagen del cementerio así, todo gris y embarrado, le parte el alma. Y aunque no lo habla con los otros, está seguro de que a ellos les provoca la misma desazón.

Salto

—No me parece, Mono.

—¿Qué es lo que no te parece?

—Que te metas a hacer negocios con Salvatierra.

—Pará, que yo no dije que vaya a hacer negocios con él.

—No me tomés de boludo, Mono. Me lo acabás de decir.

—Yo te pregunté si te acordabas de él.

—Ah, sí. Me preguntaste para ejercitarme la memoria. No me jodas.

—Ponele que lo pensé. ¿Qué problema hay con el Polaco?

—¿Me preguntás en serio?

—Absolutamente en serio.

—Estuvo preso, Mono.

—Pero no por estafador.

—No, es verdad. Por robo de autos, drogas y no sé qué más.

—Pero no lo condenaron.

—Estuvo dos años guardado, Monito. No podés estar hablándome en serio.

—¡Dos años sin condena, Fernando!

—¿Y vos cómo sabés? Te lo dijo él.

—Sí, ¿y qué?

—No seas inocente, Mono. ¿Qué te va a decir?

—¿Y por qué no me puede decir la verdad?

—Bueno. Suponete que te dijo la verdad. Igual estuvo en cana.

—¿Y qué tiene que ver? ¿Entonces alguien que estuvo en cana no tiene derecho a hacer nada cuando salga?

—Yo no dije eso.

—¿Y cuando vos dabas clase en la cárcel? ¿Por qué dabas clase? ¿A ver?

Fernando demoró su contestación, como para detener el vértigo de una conversación cuyo sentido había perdido por completo.

—¿De qué estamos discutiendo, Mono?

—De que yo lo quiero contactar al Polaco Salvatierra y a vos te parece mal.

—A ver, Mono. Atendeme. Vas a cobrar una montaña de guita. En lugar de meterla en el banco la querés arriesgar comprando un jugador, o algo así.

—¿Meterla en el banco? ¿Me estás jodiendo? ¿Vos viste lo que pasó con el corralito? Este tipo vive en un frasco de mayonesa —dijo, dirigiéndose al Ruso, que presenciaba el contrapunto en silencio.

—Ponele que en el banco no —concedió Fernando—. Pero de ahí a tirarla a la marchanta.

—¿Y quién te dijo que comprar un jugador es tirarla a la marchanta?

—Porque no tenés ni idea de ese mundo, Monito.

—Mentira. Sí que tengo. Viví durante años en ese mundo.

Fernando pensó que no. Que su hermano había vivido en la periferia, en los suburbios, en la antesala de ese mundo. Y que cuando le tocaba dar el paso decisivo para entrar le habían cerrado la puerta en la cara. Y eso era parte del problema. En el entusiasmo del Mono, en el apuro, en la vehemencia, había una dosis de revancha, de cuenta pendiente. Pero no le daba el corazón para decírselo.

—Ponele que sí. Que es cierto que tenés idea. ¿Por qué no enfilás para otro lado? ¿O te pensás que Salvatierra es el único tipo que te puede conectar?

—¡Justamente! —dijo el Mono saliéndose de la vaina, como si la discusión hubiera recalado en el punto exacto donde él quería que lo hiciera—. Es el tipo justo, en el momento justo.

—No te entiendo.

—Salvatierra se pasó dos años en cana. Pero todavía tiene un montón de contactos y de jugadores.

—Ay, Mono. ¿Vos te creés que en dos años en gayola no se le habrán esfumado todos los contactos y los jugadores?

—Todos no. Hay contratos. Vencimientos. No me pongas esa cara, Fernando. Es así. Ya lo averigüé.

—¿Lo averiguaste con quién? ¿Con el Polaco?

—No, con otra gente.

—¿Y por qué no negociás con esa otra gente?

—Porque la ventaja del Polaco es precisamente lo mal que está —se giró hacia el Ruso—. ¿Tan difícil de entender, es?

El Ruso no opinó. Eran cuestiones de familia. Además, él no necesitaba que el Mono lo convenciera. Ya estaba convencido.

—Me parece un riesgo.

—Te lo acepto. Es un riesgo. Pero si el riesgo es grande, la ganancia también. Y además, otra cosa.

—¿Qué?

—¿Vos te pensás que si multiplico esa guita la guacha de Lourdes me va a poder hacer quilombo para verla a Guadalupe?

—Monito: ahora también tenés guita. Y los quilombos los tenés igual.

—Sí. Pero si tengo mucha más guita —Fernando hizo un gesto para frenar la escalada pero el Mono alzó la voz, para no ser interrumpido—, si tengo mucha más guita capaz que hasta me quedo con la tenencia de la nena, ¿entendés?

Fernando miró a su hermano. Estaba equivocado. Por más que juntara más guita, no iban a darle la tenencia. Lourdes era una hija de puta redomada, pero con la nena se portaba bien. Por más que le costara reconocerlo —porque la aborrecía—, tenía que aceptar que era una buena madre. O al menos —porque para ser buena madre tendría que actuar bien con el padre de la nena, es decir con su hermano, y no lo hacía ni por putas— se ocupaba de Guadalupe. De un modo egoísta, de un modo que buscaba excluirlo al Mono todo lo posible. Pero ningún juez iba a detenerse en eso. O tal vez sí, y Fernando era un incrédulo y un derrotista, y le estaba pinchando el globo a su hermano sin el menor derecho ni fundamento.

El Mono volvió a sentarse frente a Fernando. Lo miró directo a los ojos.

—¿Y si ese salto puedo darlo? ¿Y si ese salto lo doy con el Polaco?

14

Cuando se cumplen diez meses de tentativas inútiles, Fernando opta por un giro dramático. Nada de seguir descendiendo por la lúgubre pirámide cruenta de empresarios, intermediarios y supuestos inversores. Ya es suficiente. Está harto de entrevistarse con tipos mal vestidos, peor bañados. Tipos que proclaman a los gritos su derrota, su incapacidad, su desgana. No necesita ningún libro de autoayuda (aunque en esos meses ha leído unos cuantos, sobre todo una colección estadounidense destinada a pequeños empresarios emprendedores) para advertir lo obvio: si vuela a altura tan escasa, es natural que se cruce sólo con esos pajarracos vencidos.

No, señor. Debe volver al principio. Ahora que está fogueado, ahora que entiende los tiempos de una entrevista, sus delicadas estratagemas, sus cuidadosas sinuosidades, tiene que volver a golpear la puerta grande y obligarlos a que la abran. Nada de conformarse con cortesanos de cuarta categoría. Tiene que apuntar a los capos. A los que cortan el bacalao. Así, sin vueltas ni remilgos. Fernando no está ofreciendo la mercadería podrida que otros intentan vender alrededor de él. Fernando lo tiene a Mario Juan Bautista Pittilanga. Un pibe de veintiún años en la flor de la edad. Un delantero con cualquier cantidad de goles en sexta y en quinta. Un seleccionado del juvenil Sub-17 del Mundial de Indonesia. Un pibe que alternó en la Primera de Platense durante casi toda una temporada. Ahora está jugando mal, es cierto. Está excedido de peso, también. Está sufriendo el ostracismo de jugar en un torneo del Interior de tercera categoría. Mala suerte. Pero sigue siendo un jugador con un futuro enorme. Por algo lo compró el Mono, pagándolo lo que lo pagó. Por las mismas razones por las que ahora Fernando conseguirá venderlo.

Así que de vuelta a empezar por el principio. Directo al empresario más influyente de todos. Mastronardi, qué carajo. Consigue una entrevista para un jueves a las diez de la mañana. Aduce en la escuela que está enfermo y promete llevar luego un certificado médico. Se viste correctamente. Lleva su portafolios, una carpeta con información de Pittilanga, un
DVD
con las mejores jugadas de Pittilanga en Presidente Mitre, que incluye los dos goles que lleva hechos en la temporada.

Mastronardi no lo recibe a solas, sino con dos de sus asistentes. Fernando se felicita íntimamente. La cosa viene en serio. Les interesa el asunto. Tal vez están arrepentidos de haberlo rechazado hace casi un año. Mastronardi le tiende una mano blanda, desagradable. No importa. Lo esencial es ser claro, directo, conciso y convincente. Fernando puede serlo. En quince minutos hace una síntesis de la biografía de Pittilanga, de sus virtudes, de sus potencialidades. No omite sus puntos flacos, porque está convencido de que, si realmente se han interesado como para darle una entrevista, habrán hecho sus propias averiguaciones. Mejor confirmarlas que desmentirlas. Convencerlos desde la franqueza de que es una buena oportunidad, un excelente negocio. Llega el momento de hablar de cifras. Fernando se siente un jugador de póker con una buena combinación de naipes en las manos.

En un rapto de inspiración decide que no va a pedir los trescientos mil que pagó el Mono. “Cuatrocientos mil dólares”, dice. “O trescientos mil por el cincuenta por ciento.” Lo dice con la mirada bien sostenida en la de Mastronardi. Después mira a los otros dos, que lo observan atentos y serios. Mastronardi golpea un par de veces con su lapicera sobre el escritorio. Suspira. Mira a sus ayudantes, que le devuelven un gesto hermético. Vuelve a encararse con Fernando. Dice que tiene que pensarlo, que programen otra reunión para dentro de unos días. Fernando se atreve a pensar que sí, que lo que está sucediendo es aquello para lo que lleva diez meses preparándose. De modo que dice que no, que lamentablemente no puede esperar porque tiene otras ofertas, que necesita llevarse hoy mismo una respuesta.

Mastronardi abre mucho los ojos y voltea hacia los suyos. De nuevo la mirada inescrutable. Le pide que por lo menos les dé unos minutos para pensarlo a solas. Fernando siente una mezcla tal de tensión y algarabía que a duras penas se contiene de gritar. Se pone de pie, asiente y saluda con un gesto.

Vuelve a la antesala y le pregunta a la secretaria dónde puede encontrar un baño. Ella indica que Mastronardi tiene uno en la oficina que acababa de abandonar, pero Fernando prefiere dejarlos deliberar sin interrumpirlos. La mujer sugiere que use el del pasillo, que está más allá de los ascensores, pero que tenga cuidado porque hay albañiles trabajando y materiales dispersos.

Fernando sigue las indicaciones, doblando dos veces a la izquierda en sucesivas bifurcaciones. Es cierto lo de los albañiles y sus trastos. Se abre paso hasta los mingitorios atravesando un revoltijo de cajas de cerámicos, baldes sucios y bolsas de material. Mientras orina piensa que falta poco, aunque parezca mentira. Lo sobresaltan unas voces, unas risas estentóreas. Alza la cabeza. La pared del fondo del baño no existe. Provisoriamente la reemplaza un enchapado de durlock, que ni siquiera llega hasta el techo. Se escucha correr el agua de un lavatorio. Y las voces de varios hombres, que ríen a pata suelta.

—Es una cosa impresionante. Lástima no haberlo filmado.

Fernando se queda de una pieza, porque esa es la voz de Mastronardi. Por una combinación de razones arquitectónicas difíciles de creer, el baño de su oficina es contiguo al que Fernando está ocupando, y puede asomarse a la intimidad de sus deliberaciones. Lo celebra con astucia: una ventaja adicional con la que no contaba y que lo llena de júbilo. Se dispone a escuchar sin perder palabra.

—A mí me lo había dicho Becerra, el que labura con Leonetti.

Es la voz de uno de los auxiliares.

—Yo también te conté, Luciano. Lo que pasa es que no te acordás.

Ese es el otro. Fernando sigue escuchando.

—Ahora: lo que no se le puede negar es el entusiasmo —retoma Mastronardi.

—¡La fe! El tipo se tiene una fe ciega.

—No puede ser, Luciano. Es una pose.

—¡Nada que ver, jefe! —tercia el primero de los dos—. Yo lo entrevisté hace una pila de meses. Por eso los llamé. No tiene desperdicio.

Ahora Fernando entiende por qué la cara de uno de los ayudantes le resultaba familiar. Pero no tiene tiempo ni energía para pensar en eso. A gatas puede seguir escuchando.

—Estuvo impactante. ¿Cómo fue que dijo? —Mastronardi imposta la voz—. “Cuatrocientos mil dólares. O trescientos mil por el cincuenta por ciento.”

Otra vez se lanzan a las carcajadas. Fernando se apoya en la pared. Pero se siente tan débil que termina sentándose sobre una pila de bolsas de cemento.

—¿No tendremos un lugar en la empresa para él, jefe?

—Ni en chiste, nene.

—¡Piense que en los últimos meses el tipo se ha vuelto casi famoso! En cualquier momento lo vemos en los programas televisivos de chimentos.

Más risotadas. Mastronardi habla más bajo, pero igual se lo escucha perfectamente.

—Che, bajen la voz que los va a oír. Vos sabés que algo me habían contado del tipo este. Parece que es maestro de escuela, o algo así.

—¿Y qué hace vendiendo un jugador?

—Y yo qué sé. Evidentemente el fútbol da para todo. Cualquiera está para cualquier cosa. No sé dónde vamos a parar.

—¿Y qué le va a decir, jefe?

Nuevas risas, ahora contenidas.

—Mirá. Qué querés que te diga. Por un lado me da un poco de pena, pero no me quiero perder la cara de éxito si le decimos que cerramos la operación. ¿Te lo imaginás?

—¡Noooo!

—¿Lo llamo?

—No, no. Aguantá un toque más. Cuanto más lo hagamos esperar más nervioso se va a poner.

—Podemos decirle que no estamos decididos… que sufra un poco.

—¡Ja! ¿Y si nos hacemos los que discutimos entre nosotros, a ver qué hace?

—Puede ser, puede ser. Servite unos cafés, Hornos. En dos minutos lo llamamos.

Fernando se levanta y camina hasta la puerta. Aunque es de vaivén, no se cierra a sus espaldas porque se traba en unos escombros. Se deja ir por el pasillo, dobla una vez a la derecha y llama al ascensor. En la planta baja se abre paso entre los que esperan subir y camina con pasos ausentes hacia la entrada del edificio. Alguno se lo queda mirando, un poco por su expresión de fantasma enfermizo, y otro poco porque les llama la atención la enorme mancha blanquecina de cemento que tiene su traje a la altura del trasero.

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