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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Pantano de sangre (7 page)

BOOK: Pantano de sangre
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Miró fijamente por la puerta del dormitorio principal. Hayward estaba sentada en la cama, preciosa, pese a que la hubieran sacado de un profundo sueño hacía apenas un cuarto de hora. Según el reloj de la cómoda, eran las seis menos diez. Parecía mentira que la vida de D'Agosta hubiera dado un vuelco tan drástico en solo una hora y media.

Hayward sostuvo su mirada, con una expresión inescrutable.

—¿Eso es todo? —dijo—. ¿Llega Pendergast caído del cielo, con no sé qué historia, y ¡zas! te dejas secuestrar?

—Laura, acaba de descubrir que a su mujer la asesinaron. Cree que soy el único que puede ayudarle.

—¿Ayudarle? ¿Y si te ayudaras a ti mismo? ¿Te das cuenta de que aún estás saliendo del agujero en el que te metiste por culpa del caso Diógenes? Agujero que, dicho sea de paso, cavó Pendergast.

—Es mi amigo —contestó D'Agosta; una pobre excusa, incluso para él.

—Es increíble. —Hayward sacudió su larga melena negra—. Me acuesto y te llaman por un homicidio de rutina, y ahora, al despertar, te encuentro haciendo el equipaje para irte de viaje. ¿Ni siquiera puedes decirme cuándo volverás?

—No estaré fuera mucho tiempo, cariño. Para mí este trabajo también es importante.

—¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo? No es el trabajo lo único que dejas plantado.

D'Agosta entró en la habitación y se sentó en el borde de la cama.

—Juré que no te mentiría nunca más. Por eso te lo cuento todo. Tú eres lo más importante de mi vida. —Respiró hondo—. Si me pides que me quede, me quedaré.

Durante un minuto, ella se limitó a mirarle. Después, su expresión se suavizó y sacudió la cabeza.

—Ya sabes que no puedo. No podría interponerme entre tú y este... esta misión.

El le cogió la mano.

—Volveré en cuanto pueda. Y te llamaré a diario. Ella se metió un mechón de pelo detrás de la oreja, con la punta de un dedo.

—¿Ya se lo has dicho a Glen?

—No. He venido directamente del piso de Pendergast.

—Será mejor que le llames y le des la noticia de que te vas de permiso sin fecha prevista de regreso. ¿Te das cuenta de que podría denegártelo? ¿Qué harías entonces?

—Tengo que hacerlo.

Hayward apartó la manta y puso los pies en el suelo. Al ver sus piernas, D'Agosta sintió una súbita punzada de deseo. ¿Cómo podía separarse de aquella preciosa mujer, no ya un día, sino una semana, un mes... un año?

—Te ayudaré a hacer las maletas —dijo ella.

El carraspeó.

—Laura...

Ella le puso un dedo en los labios.

—Será mejor que no digas nada más.

Él asintió.

Ella se inclinó y le dio un beso suave.

—Solo tienes que prometerme una cosa.

—Lo que quieras.

—Prométeme que te cuidarás. La verdad es que no me importa gran cosa que Pendergast se mate buscando una aguja en un pajar, pero si te pasa algo a ti, me enfadaré mucho. Y ya sabes cómo me pongo.

9

El Rolls, de nuevo con Proctor al volante, rodaba suavemente por la Brooklyn-Queens Expressway, al sur del puente de Brooklyn. D'Agosta vio un par de remolcadores que dejaban una estela de espuma en el East River mientras empujaban una barcaza gigante, cargada de coches prensados. Todo había ocurrido tan deprisa que aún no le entraba en la cabeza. Iban rumbo al aeropuerto JFK, pero antes —le había explicado Pendergast— tendrían que dar un rodeo, corto pero necesario.

—Vincent —dijo Pendergast, sentado al otro lado—, tenemos que prepararnos para enfrentarnos con un deterioro. Me han dicho que últimamente la tía abuela Cornelia ha empeorado.

D'Agosta cambió de postura en el asiento.

—No sé si entiendo por qué es tan importante ir a verla.

—Cabe la posibilidad de que nos aclare algo. Tenía debilidad por Helen. Además, quiero consultarle un par de aspectos de una historia familiar que temo que pueda estar relacionada con el asesinato.

D'Agosta gruñó. A él no le gustaba mucho la tía abuela Cornelia —en realidad, no soportaba a aquella bruja criminal—, y sus contadas visitas al hospital Mount Mercy para delincuentes sicóticos no habían sido exactamente placenteras. Sin embargo, con Pendergast siempre era mejor dejarse llevar.

Al salir de la autovía, hilvanaron diversas callejuelas hasta cruzar un puente estrecho, que llevaba a Little Governor's Island. La carretera discurría sinuosamente por marismas y prados, cubiertos de una niebla matinal que flotaba sobre las aneas. A ambos lados de la calzada aparecieron columnatas de robles viejos, que habían formado parte del acceso a una opulenta finca, aunque el tiempo los había reducido a garras muertas que se elevaban hacia el cielo.

Proctor frenó junto a una garita. Salió un vigilante uniformado.

—¡Caramba, señor Pendergast, qué rapidez!

Les hizo pasar sin la formalidad habitual de firmar.

—¿Qué ha querido decir? —preguntó D'Agosta, mirando al vigilante por encima del hombro.

—No tengo ni idea.

Proctor aparcó en la pequeña zona de estacionamiento. Cuando cruzaron la puerta principal, D'Agosta se quedó sorprendido de que no hubiera nadie en el suntuoso mostrador de recepción. Se advertía cierta prisa y confusión. Mientras buscaban a alguien, se oyó el traqueteo de una camilla que se aproximaba por el pasillo transversal de mármol; transportaba un cadáver debajo de una sábana negra. La empujaban dos robustos auxiliares. D'Agosta vio que entraba una ambulancia por la puerta cochera, sin sirena ni luces que indicasen urgencia.

—¡Buenos días, señor Pendergast! —Apareció en la recepción el doctor Ostrom, el médico de la tía abuela Cornelia, que se acercó rápidamente con la mano tendida y una expresión de sorpresa y consternación—. Menuda... Estaba a punto de llamarle. Venga, por favor.

Siguieron al médico por el pasillo; su antigua elegancia se había visto reducida con el paso del tiempo a una austeridad institucional.

—Tengo malas noticias —dijo Ostrom, al tiempo que seguía caminando—. Su tía abuela ha fallecido hace menos de media hora.

Pendergast se paró, espiró despacio y se le encorvaron visiblemente los hombros. D'Agosta sintió un estremecimiento al darse cuenta de que era muy probable que el cadáver que habían visto fuese el de Cornelia.

—¿Causas naturales? —preguntó Pendergast, inexpresivamente.

—Más o menos. La verdad es que estos últimos días estaba cada vez más nerviosa y tenía más alucinaciones.

Pendergast se quedó pensativo.

—¿Alguna alucinación en particular?

—Nada que valga la pena reseñar. Los temas familiares habituales.

—Aun así, me gustaría oírlo.

Ostrom parecía reacio a entrar en materia.

—Ella creía... creía que iba a venir a Mount Mercy un tal... hum... Ambergris, para vengarse de una atrocidad que ella decía haber cometido hace años.

Volvieron a caminar por el pasillo.

—¿Y daba algún detalle sobre esa atrocidad? —preguntó Pendergast.

—Era todo bastante descabellado. Algo acerca de castigar a un niño por decir palabrotas... —Otra vacilación—. Cortándole la lengua con una cuchilla de afeitar.

Un movimiento ambiguo de la cabeza de Pendergast. D'Agosta sintió que contraía su lengua al pensarlo.

—El caso —prosiguió Ostrom— es que se puso violenta, es decir, más de lo habitual, y que fue necesario sujetarla con correas. Y medicarla. Cuando llegó la hora de la supuesta cita con Ambergris, sufrió una serie de ataques y falleció repentinamente. Ah, ya hemos llegado.

Entró en una habitación pequeña, desprovista de ventanas y decorada de forma austera con cuadros antiguos sin enmarcar y varios adornos blandos; nada, observó D'Agosta, que pudiera ser utilizado como arma o para hacer daño. Habían quitado hasta los bastidores de los cuadros, que estaban colgados con hilo de cometa. Mientras miraba la cama, la mesa, una cesta con flores de seda, una mancha curiosa en la pared, con forma de mariposa, D'Agosta sintió una gran tristeza; de repente, le dio mucha lástima la anciana homicida.

—Queda pendiente qué hacer con los efectos personales —dijo el médico—. Tengo entendido que estos cuadros tienen bastante valor.

—En efecto —dijo Pendergast—. Envíenlos al departamento de pintura del siglo XIX de Christie's, para que salgan a subasta pública, y consideren los beneficios un donativo por sus buenas obras.

—Es usted muy generoso, señor Pendergast. ¿Desea solicitar una autopsia? Cuando muere un paciente recluido en el centro se tiene el derecho legal de...

Pendergast le interrumpió con un gesto brusco de la mano.

—No será necesario.

—¿Y los preparativos del funeral...?

—No habrá funeral. El abogado de la familia, el señor Ogilby, se pondrá en contacto con ustedes y les indicará qué hacer con los restos.

—De acuerdo.

Después de mirar la habitación un momento, como si memorizase todos los detalles, Pendergast se volvió hacia D'Agosta. Su expresión era neutra, pero en sus ojos se leía pena, e incluso desolación.

—Vincent —dijo—, tenemos que coger un avión.

10

Zambia

Según el hombre de la pista de tierra donde habían aterrizado, un tipo con una sonrisa desdentada, aquel vehículo era un Land Rover; una descripción como mínimo benévola, pensó D'Agosta al sujetarse como si le fuera la vida en ello. Al margen de lo que hubiera sido en otros tiempos, a duras penas merecía el apelativo de coche. No tenía ni ventanillas, ni techo, ni radio ni cinturones de seguridad. El capó estaba fijado a la parrilla con un amasijo de alambre de embalar. El chasis estaba tan oxidado que a través de sus enormes agujeros se veía la tierra de la carretera.

Pendergast, que conducía vestido con una camisa de algodón, unos chinos y un sombrero Tilley de safari, esquivó un gigantesco socavón, aunque no pudo evitar pasar por encima de otro más pequeño. El impacto levantó a D'Agosta un buen palmo del asiento. Apretando los dientes, se agarró con más fuerza a la barra antivuelco. «Joder, esto no hay quien lo aguante», se dijo. Se moría de calor, y se le había metido polvo en las orejas, los ojos, la nariz, el pelo y en resquicios que ni siquiera sabía que tuviera. Se planteó pedirle a Pendergast que fuera más despacio, pero al final desistió. Cuanto más se acercaban al lugar donde había muerto Helen Pendergast, más serio estaba el agente.

Pendergast frenó lo justo al llegar a una aldea, la enésima y miserable agrupación de chozas hechas con palos y barro seco que se cocían al sol de mediodía. No tenían electricidad, y había un solo pozo para todos, en el único cruce. Por todas partes deambulaban cerdos, pollos y niños.

—Y yo que creía que el sur del Bronx era cutre... —dijo D'Agosta en voz baja, más para sí mismo que para Pendergast.

—El campamento Nsefu está a quince kilómetros —fue la respuesta del agente mientras pisaba el acelerador.

Pasaron por otro socavón, y D'Agosta volvió a salir despedido por los aires y a aterrizar sobre el coxis. Le dolían los dos brazos por las vacunas, y la cabeza por el sol y la vibración. Prácticamente lo único indoloro que había experimentado en las últimas treinta y seis horas había sido la llamada telefónica a su jefe, Glen Singleton. El capitán le había concedido el permiso sin apenas hacerle preguntas. Casi parecía aliviado de que se fuera.

En media hora llegaron al campamento Nsefu. Mientras Pendergast maniobraba para meterse en un aparcamiento improvisado, bajo un grupo de árboles de las salchichas, D'Agosta echó un vistazo a las pulcras líneas del campamento de safari fotográfico: las inmaculadas chozas de cañas y paja, las grandes estructuras de lona donde ponía «tienda comedor» y «bar», las pasarelas de madera que unían cada construcción a la contigua, y los pabellones de tela bajo los que dormitaban en cómodas tumbonas una docena de turistas gordos y felices, con las cámaras colgando del cuello. Entre los techos había unas cuerdas con lucecitas. Dentro de los arbustos zumbaba un generador. Todo era de colores vivos, casi chillones.

—Esto parece Disneylandia —dijo al salir del vehículo.

—Ha cambiado mucho en doce años —repuso Pendergast, inexpresivo.

Se quedaron un momento a la sombra de los árboles de las salchichas, sin moverse ni hablar. D'Agosta respiró el aroma a humo de leña, el olor punzante de la hierba aplastada y algo más leve que no supo identificar, un toque almizclado, terroso, animal. El sonido de gaita de los insectos se mezclaba con otros ruidos: el zumbido agudo de los generadores, el arrullo de las palomas y el murmullo incesante del río Luangwa, que pasaba cerca. Miró de reojo a Pendergast. El agente estaba encorvado, como si cargase con un insoportable peso. Sus ojos brillaban con un fuego obsesivo, y mientras lo contemplaba todo con lo que parecía una mezcla extraña de avidez y temor, le temblaba erráticamente un músculo en la mejilla. El agente del FBI debió de darse cuenta de que lo estaban escrutando, ya que recuperó la compostura, se irguió y se alisó el chaleco de safari. Sin embargo, sus ojos no perdieron su extraño fulgor.

—Sígame —dijo.

Se puso en cabeza y, dejando atrás los pabellones y la tienda comedor, fue hacia una construcción más pequeña, apartada del resto del campamento, en una arboleda próxima a la orilla del Luangwa. Había un solo elefante, con el barro hasta las rodillas. Justo cuando D'Agosta lo miraba, se llenó la trompa de agua y se la echó por la espalda. Después levantó su cabeza arrugada y emitió un estridente trompeteo, que por unos instantes silenció el zumbido de los insectos.

Era evidente que la construcción pequeña albergaba la administración del campamento. Consistía en un despacho exterior, donde en ese momento no había nadie, y otro interior, cuyo único ocupante escribía diligentemente en un cuaderno, al otro lado de una mesa. Era un hombre de unos cincuenta años, enjuto, con el pelo rubio descolorido por el sol y unos brazos muy morenos.

Levantó la cabeza al oír que se acercaban.

—Dígame. ¿Qué puedo...?

Se quedó sin voz al ver a Pendergast. Evidentemente, esperaba encontrarse con alguno de los huéspedes.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, levantándose.

—Me llamo Underhill —dijo Pendergast—, y este es mi amigo Vincent D'Agosta.

El hombre de la mesa les miró.

—¿Qué desean?

D'Agosta tuvo la impresión de que no solía recibir visitas inesperadas.

—¿Puedo preguntarle su nombre? —dijo Pendergast.

—Rathe.

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