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Authors: Juan Bolea

Tags: #Intriga, #Policíaco

Pálido monstruo (10 page)

BOOK: Pálido monstruo
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La política le causaba rechazo. Su ideología, bastante etérea, podía encuadrarse en una sensibilidad de izquierdas, pero nunca había militado en un partido ni mantenía fidelidad de voto. Le preocupaba el curso del país, no obstante, y no le importaba discutir sus problemas, aunque nunca lo hiciera a iniciativa propia.

Entre sus compañeros de despacho, en cambio, esos debates eran frecuentes. Fidel, con experiencia como diputado constituyente y primer alcalde democrático de Zaragoza, solía aportarles criterios a la hora de enjuiciar tal o cual resolución o medida procedente del gobierno, las instituciones autonómicas o la gestión municipal.

«Hay políticos que no creen en nada, pero para ser un líder no es necesario estar creyendo en las mismas o parecidas ideas todo el tiempo —había sentenciado, no sin sorna, el Viejo, en una ocasión en que alguno de sus colegas expresó su confusión frente a la naturaleza proteica del poder—. El político profesional —había añadido irónicamente Fidel— debe saber cambiar de opinión a su debido tiempo».

Desde que Guzmán le conocía, el Viejo no había estado tentado de regresar a la lucha política, pero ahora, por razones de índole personal que a su discípulo se le antojaban inoportunas, acababa de saltar a la arena.

Cuando paseaba por las calles de Zaragoza, la mente de Guzmán tenía el hábito de concentrarse en los casos pendientes. Caminando pensaba mejor, especialmente si, al andar, iba fumando uno de sus Gitanes. Se había habituado a esos fuertes cigarrillos franceses durante su estancia en La Sorbona para seguir un curso de Derecho Internacional del Trabajo.

Al cruzar El Coso alcanzó tal grado de abstracción que no se dio cuenta de que un cliente acababa de saludarle. Ajeno a todo, el abogado siguió avanzando bajo los porches de Independencia hacia la plaza de Aragón hasta que, obedeciendo a un automatismo cuyo origen se remontaba a su niñez, se detuvo a la altura de Helados Italianos. El establecimiento acababa de abrir sus puertas, como cada año en torno a Semana Santa.

Guzmán entró a la heladería. Vaciló entre los nuevos sabores, hasta decidirse por un doble cucurucho de chocolate y
stracciatella
.

Iba a ser su primer helado de la temporada. Contempló extasiado la pericia con que la dependienta aplastaba las bolas utilizando aquel cucharón de estaño que él siempre había asociado a una medicina mágica capaz de sanar toda tristeza infantil, y su golosa mirada siguió resbalando sobre los expositores en una deliciosa planificación de los sabores que elegiría la próxima vez. Tampoco sería mala idea, pensó, invitar a un barquillo a aquella sexy abogada del pelo rojo…

Dejó que el chocolate y la
stracciatella
se fundieran en su lengua y dulces recuerdos regresaron desde una risueña dimensión de su pasado. Los helados estaban asociados al cine de los sábados y a las palomitas, a los partidos de fútbol y a las primeras chicas con las que, no sin haberlas invitado al preceptivo cucurucho, un jovencito David paseaba —con suerte, de la mano—, por Independencia hacia el paseo de la Constitución y la calle Madre Vedruna, en un itinerario humorísticamente conocido como «el tontódromo».

Prendido en aquellas imágenes, que su memoria conservaba con cariño, se zampó medio barquillo. Para hacer tiempo y no subir al despacho de Eloísa con el engorro del cucurucho cruzó la avenida racionándose el resto. Pasó delante de la iglesia de Santa Engracia y tomó la calle Costa hacia el Gran Hotel. Bullía la animación. De los comercios salían y entraban clientes. Guzmán se ratificó en que la primavera era la mejor estación de la ciudad. Aún no habían llegado los odiosos calores que harían del verano un tormento de fuego diurno. La luz era diáfana y una fresca brisa agitaba los tilos.

Guzmán se entretuvo mirando escaparates hasta las ocho y cuarto. A esa hora, volvió a cruzar el paseo de Independencia y entró al edificio donde la abogada pelirroja tenía su despacho profesional.

* * *

Capítulo 19

E
L número 12 del pasaje comercial estaba íntegramente ocupado por empresas y firmas de distinta índole, desde un gabinete dental hasta una agencia de trabajo. Predominaban las gestorías e inmobiliarias.

Guzmán conocía el edificio por haberlo visitado en anteriores ocasiones. Paternoy & Asociados contaba en el inmueble con varios clientes.

El portero no estaba. Guzmán no recordaba cuál era la planta de Eloísa, pero nada le costó localizarla en los buzones. Piso octavo, oficina número 13.

Llamó al ascensor. Tardaba, parecía bloqueado en el tercer piso. Por la hora, seguramente el encargado de la finca estaría atareado sacando las basuras.

El hábito de utilizar las escaleras en la sede del pasaje del Ciclón le animó a subir a pie. Los peldaños acababan de recibir un encerado y las paredes una mano de pintura. Una luz demasiado blanca, como de hospital, se filtraba por los esmerilados cristales, con huecos en forma de ladrillos de vidrio para permitir la entrada de aire. A través de esas aspilleras, podía atisbarse un feo patio interior.

Pese a su excelente condición física, Guzmán llegó a la octava planta sin aliento.

Las oficinas parecían vacías. El abogado llamó a la puerta de su colega, pero nadie contestó. Pasado un ratito, volvió a pulsar el timbre. Tampoco esta vez obtuvo respuesta.

Dando por hecho que Eloísa no se encontraba en su despacho, Guzmán se resignó a irse. Acababa de descender al rellano del sexto cuando arriba oyó abrirse una puerta.

—¡No vaya a dejarme tirado como una colilla! ¡Ni se le ocurra! —exclamó una airada voz masculina.

Siguió una respuesta ininteligible y, de nuevo la misma voz, que a Guzmán le resultó conocida, advirtió en un duro registro:

—¡Sólo me fío de usted! Recuérdelo. ¡No vaya a dejarnos en la cuneta a mi hermano y a mí!

El tono, de un hombre joven y potencialmente peligroso, resultaba intimidatorio. Aun hallándose varios metros debajo de ellos, Guzmán tuvo la absurda sensación de que podía ser descubierto y se pegó a una de las puertas. Arriba continuó la tensa conversación. Al abogado le pareció reconocer la voz de Eloísa, aunque no logró entender sus palabras. Con una sensación de inseguridad y, en el fondo, de íntima perplejidad por lo que estaba haciendo, Guzmán comenzó a subir sin ruido hacia la planta superior. El corazón le latía con fuerza. Casi no se atrevía a respirar.

Al alcanzar el rellano del séptimo pudo ver de cintura para abajo a las dos personas que, en la planta octava, hablaban entre ellas, ahora de forma menos exaltada. Distinguió unos deshilachados pantalones vaqueros y unas botas camperas frente a las que se elevaban, embutidas en medias negras con un dibujo de rombos calados, unas estilizadas piernas de mujer. Los zapatos eran los mismos, grises, con hebilla plateada, que Eloísa llevaba cuando él, días atrás, la había conocido en la cafetería
El Almacén
, en compañía de su prima.

Guzmán volvió a fijarse en las botas del hombre. Llevaban un refuerzo metálico en forma de estrella y le sirvieron para identificar, junto con la voz, a José Clavé. Sí, estaba seguro de que era él. Se trataba de un miembro destacado del clan de los Claveles. Hermano de Jesús, el presunto asesino del modisto Badía. Ese mismo individuo, José Clavé, se había dirigido con anterioridad al bufete de Paternoy & Asociados para pedirles que asumieran la defensa de su hermano Jesús, encarcelado en Zuera a la espera de juicio. Al propio David Guzmán, precisamente, le había tocado atenderle y rechazar su petición, que ahora José Clave debía de estar trasladando, en requerimiento de sus servicios profesionales, a Eloísa Ángel.

—No olvide lo que le he dicho… ¡Hará todo lo posible para que mi hermano quede libre! —añadió el gitano con ruda expresión.

—Confíe en mí, José —le pidió Eloísa.

—¿Sabe, señora…? Es usted una de las pocas personas que me llaman por mi nombre. Me lo pusieron por el marido de la Virgen, el carpintero, el cornudo de Belén, pero todos me apodan el Negro. Cuando tengo problemas, no me gusta que me llamen el Negro. Prefiero José, que es mi nombre, ¿entiende?

—Está claro —volvió a asentir Eloísa, conservando la calma.

La puntera de una de las botas camperas avanzó unos centímetros hacia ella, pero enseguida regresó a su posición.

—Entonces, ¿defenderá a mi hermano Jesús?

—Lo haré —le tranquilizó Eloísa. Los zapatos de medio tacón de la abogada se entrecruzaron, como si, apoyando una cadera en el quicio de la puerta, hubiese buscado una postura más cómoda—. Mucho tendrá que torcerse el caso para que no lo ganemos.

—¿Jesús saldrá libre?

—Eso espero.

—¿Cuánto nos va a costar?

—No se preocupe por eso.

La voz de José Clavé se atenazó.

—Muchos querrán que le condenen. ¡Sobre todo ellos!

—¿Quiénes?

—El clan del muerto. Aunque los maricones suelen tener menos familia, ¿no es verdad? —Estas últimas palabras fueron pronunciadas en voz más sorda. Acto seguido el timbre de José volvió a elevarse—: ¡Mi hermano no mató a ese bujarrón! Él le compraba droga, quería que le consiguiera niños, pero de ahí a rajarlo…

—Deje que sea yo quien establezca los hechos —le aconsejó Eloísa, con firmeza—. Vaya a casa y descanse. No se meta en líos ni hable de esto con nadie. ¿Queda claro?

—¿Ni con la Merche?

—¿Quién es Merche?

—Mi socia.

—¿Su novia? —dedujo la abogada—. No, ni siquiera con ella. —Eloísa consultó su agenda, que llevaba en la mano—. Voy a darle otra cita, José. Este mes tenemos la Semana Santa y necesitaré al menos otras dos o tres para estudiar el sumario y entrevistarme con los testigos… De todos modos, hay tiempo. No creo que el juicio salga antes de Navidad. Venga a verme el 26 de mayo, a las siete y media.

—¿Irá a hablar con mi hermano Jesús a la cárcel?

—Por supuesto. Tantas veces como sea necesario.

—¿Quiere que la acompañe?

—No hará falta.

—¿Por qué no?

—Prefiero ir sola, como prefiero trabajar sola y como sola estaré frente al tribunal que juzgue a su hermano.

—Como quiera… Entonces, hasta la vista. Si necesita algo de mi familia…

—No hable con nadie, José. Recuérdelo.

La puerta del despacho se cerró y las botas camperas giraron sobre sus talones mostrando sus plateados refuerzos.

El Negro llamó al ascensor. El zumbido del motor sobresaltó a Guzmán tanto como si Clavé lo hubiese descubierto escuchando. Tal era el silencio imperante en el edificio y la tensión con que el abogado había seguido, o espiado, aquella escena.

* * *

Capítulo 20

G
UZMÁN aguardó en el rellano de la séptima planta hasta que abajo, en la primera, quebrando una espiral de silencio, oyó abrirse y cerrarse la puerta del ascensor, e inmediatamente después la de la calle. Eso significaba que José Clavé había abandonado el edificio.

El abogado volvió a subir al octavo y llamó de nuevo al despacho de su colega. Transcurrió un buen rato sin que nadie abriera. Insistió. Desde el otro lado de la puerta, le llegó una advertencia.

—¡Estoy hablando por teléfono, haga el favor de esperar!

La primera impresión no era precisamente alentadora, pensó Guzmán. Irritado, estuvo a punto de marcharse, pero decidió armarse de paciencia y esperar. Finalmente, la puerta se abrió y Eloísa se materializó ante él. Al reconocerle, se llevó una sorpresa. Su mano libre —la otra sostenía el teléfono— le indicó que pasara y tomara asiento en una de las sillas alineadas en el corto pasillo, centradas por una mesita de acero y cristal con revistas para amenizar la espera. Pero a Guzmán le pareció impropio sentarse y permaneció de pie mientras Eloísa, sin dejar de hablar por teléfono, regresaba a su despacho, situado en el extremo del corredor, se sentaba en una butaca de cuero blanco y se ponía a tomar notas.

—¡Esa clase de cosas las tengo muy, pero que muy claras! —afirmó con rotundidad.

A su espalda, filtrándose a través de los estores, la última palidez de la tarde doraba su cabello. A Guzmán ya no le pareció tan delgada como cuando se habían conocido en la cafetería de los juzgados, durante la primera y única vez que se habían visto. El rostro de Eloísa se le antojaba ahora más carnal, menos etéreo, y ligeramente hinchado, como si tuviera fiebre o acumulase falta de sueño. Llevaba los labios sin pintar. El inferior tendía a descolgarse, desnudando sus perfectos dientes.

—Otro colega le pediría el doble, pero a mí no se me caen los anillos por ajustarme a tarifas mínimas —estaba diciendo ella—. Defenderé su caso por trescientos cincuenta euros, es mi última palabra. Soy de buena familia, pero estoy hasta el moño de deudas, señor Gracia, y perdone la expresión. Discúlpame tú también —agregó Eloísa, tapando el auricular con la mano y guiñando un ojo a Guzmán.

El abogado permanecía en la salita de espera, con las manos en los bolsillos. Eloísa continuó quejándose por la línea al señor Gracia.

—Tengo que pagar un montón de facturas, el alquiler de esta oficina, la comunidad, el garaje, la guardería de la niña y no sé cuántos gastos fijos más. Por si fuera poco, están mis vicios. De vez en cuando, me gusta comprarme ropa, y no soy una chica de gustos sencillos.

Esa jocosa observación hizo que Guzmán se fijase en lo que Eloísa llevaba puesto. Su camisa de color yema hacía destacar la blancura de su piel y el escote insinuaba los pechos. Turbado, optó por desviar su atención hacia los cuadros del corredor. Eran obras abstractas. Compuestas, unas, por meros trazos geométricos. Otras, a base de manchas de color, como si —se le ocurrió al abogado, que no entendía de arte— sus autores hubiesen arrojado la pintura contra el lienzo, extendiéndola con una espátula, incluso con los propios dedos.

El resto de la decoración era estándar, común a otros tantos despachos de abogados: la orla de promoción de Derecho, diplomas de cursos y congresos, una librería con textos jurídicos y
souvenirs
que revelaban un gusto exótico: escarabajos sagrados, guerreros masai, cabezas de la isla de Pascua…

Hasta que Eloísa no hubo colgado el teléfono, Guzmán no se acercó a su escritorio. Al entrar al despacho descubrió unas cuantas fotografías, alrededor de una veintena, todas ellas primeros planos de hombres y mujeres. Estaban clavadas en un tablero de corcho apoyado contra la pared.

—¿Quiénes son, clientes tuyos? —curioseó.

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