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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (7 page)

BOOK: Oxford 7
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Deckard se pregunta si le suena de algo ese nombre.

El jefe de seguridad, que también mira la pantalla, interrumpe las rumias de la rectora:

—Parece que el profesor está perfecto de VVM: tiene exactamente el mismo nivel de esta joven que parece tan sana.

—¿Qué? —dice la rectora.

—El nivel de VVM en sangre... 243.786: exactamente lo mismo que el profesor Palaiopoulos.

La rectora mira los números. Cierto. Se fija en los más grandes que encabezaban la lista: Pulsaciones 92, Tensión arterial 90-130.

—Abra las dos fichas a la vez —pide Deckard en el tono neutro de una orden.

El jefe de seguridad obedece y ambas informaciones quedan a la vista, la una junto a la otra.

No sólo el pulso, la tensión y el VVM de Sirhan Palaiopoulos y Gloria Nitouche son idénticos: todas las cifras de la larga lista de sustancias sanguíneas lo son también.

—Abra alguno de los otros dos puntos —sigue ordenando la rectora, sin encontrar ya ninguna oposición en el jefe de seguridad, todavía perplejo ante aquella extraordinaria coincidencia. La ficha que se abre junto a las dos primeras corresponde a Barbara Badland, Alumna, Fornax College, Ingeniería Sanitaria. Los valores numéricos, milagrosamente, siguen siendo los mismos.

—Es increíble —dice el jefe de seguridad—: tres personas reunidas en un apartamento y las tres presentan análisis de sangre idénticos.

El tesorero se acerca a mirar también en el screener.

—Le apuesto una cena en el De Ville a que no son tres sino cuatro —dice la rectora—. Pinche el punto verde que queda.

En efecto, las cifras del cuarto chip subcutáneo vuelven a coincidir con exactitud más que sorprendente. Pero esta vez, la rectora repara con mayor interés en los datos personales: Mijaíl Marcuse, Alumno, Hounting Dogs College, Ingeniería Emocional. Éste, a diferencia de los otros nombres, sí le suena. Quizá más de lo que sería prudente dar a entender por el momento.

—¿Cree que puede ser alguna clase de enfermedad contagiosa? —dice el jefe de seguridad—. Quizá deberíamos avisar inmediatamente al director médico.

—Nada de enfermedades contagiosas —dice la rectora—: han implantado cuatro chips subcutáneos en el mismo brazo, eso es todo.

—Pero eso es ilegal —dice el capitán.

—Completamente. Le sugiero que llame de inmediato al juez de la estación y pida una orden de detención a nombre de Sirhan Palaiopoulos..., Gloria Nitouche y demás sujetos implicados... Quiero tener aquí a quienquiera que lleve esos cuatro chips en menos de media hora. Después llame al puerto de embarque y solicite detener a cualquier estudiante que pretenda salir de la estación. Ah: pídale también al juez que emita una orden de intervención de las comunicaciones de todos los transbordadores que zarpen, creo recordar que es posible en caso de alarma de seguridad. Y usted —le dice al tesorero—, búsqueme de inmediato a Leroy Torres y a Karl Marsalis, tienen que estar en algún lugar del edificio.

En cuanto sus dos colaboradores se retiran apresurados por cumplir tanto con las órdenes como con las sugerencias, la rectora Deckard se acerca de nuevo a la ventana.

Abajo, el hormiguero de estudiantes ha duplicado su densidad de concentración alrededor de la floresta. La mancha semoviente parece saltar de forma vagamente coordinada bajo la lluvia, agitada por una especie de movimiento peristáltico. Algunos de los puntos están rematados por pequeñas pancartas ilegibles desde la altura. Entre dos árboles altos se ha desplegado una mucho mayor, especialmente escalada para que sus letras no ofrezcan dificultad de lectura ni siquiera desde el último piso de la torre Huxley:

«We will fuck you, Deckard»
, dice a modo de declaración general de intenciones.

La rectora sonríe sin ninguna alegría. Después mira su iClock. Las 18.54.

—Comunicador, Secretaría —dice en voz alta.

—Sí, rectora Deckard.

—Póngase de inmediato al habla con el servicio de meteorología y transmita el siguiente mensaje; abra comillas:

«Por razones de ahorro energético, se reduce la temperatura de la lluvia en un grado centígrado a partir de las 19 horas 00 minutos.

»Cierre comillas.

Cuando termina la comunicación, la rectora Deckard vuelve a leer la pancarta desde la ventana:

—Eso será si no se os encoje el pito —dice.

Mucho antes de que aparecieran los modelos esféricos, los Orbiter Series fueron los primeros transbordadores de habitáculo discoidal único, sin puesto de pilotaje singular. Alrededor de la mesa de control se sitúan los asientos formando un anillo abierto, cuyo perímetro sólo permite que dos de los cuatro pasajeros duerman estirados en una única posición posible, siguiendo la curva del respaldo. Sin embargo resulta holgado para comer, usar el screener de mesa o simplemente viajar sentados. El acceso al higienizador se abre en una de las jambas del pequeño túnel que da acceso al habitáculo. En la jamba de enfrente está integrado el horno congelador, una pequeña alacena, la cisterna de agua potable y los contenedores de residuos. Eso ocupa una cuarta parte del discoide, la que por fuera se une a la vela parabólica delantera. El resto de las paredes oblongas del disco, sobre los asientos, está recorrido por ventanillas lo bastante grandes para dar una visión amplia de lo que uno va dejando atrás durante la navegación.

—No puede ser que la simple leche huela así de mal —dice Mam'zelle cuando los cuatro pasajeros se han acomodado—. Tiene que ser otra cosa.

—Con la calefacción fermenta —dice Rick—. Tengo que desmontar la tapicería un día de éstos. De todas maneras sólo huele mal los primeros diez minutos, luego te acostumbras.

—Espero que no pase lo mismo con el higienizador —le dice Mam'zelle a BB, pero naturalmente lo oyen todos.

—El higienizador huele mejor que tú —murmura Rick—. He puesto ambientador de cataratas de Iguazú, comprado en Earth. ¿Os importa que me quite los zapatos? No sé viajar con los zapatos puestos... —Silencio ominoso—. No pongáis esa cara, ¿vale?, llevo plantillas de carbono...

Durante las primeras órbitas de alejamiento, Oxford 7 ocupa toda la visión tras las ventanillas. Luego sólo una parte. Poco a poco, a medida que la carga centrífuga orbital va remitiendo, mengua aún más hasta convertirse en una mazorca de maíz flotando en media sombra. Earth y Moon aparecen por detrás cuando se abre la perspectiva y, en los últimos giros, el conjunto formado por estación espacial, planeta y satélite se desplazan hacia un lado dejando un fondo negro. Sobre él empiezan a circular otros cuerpos celestes aparentemente más pequeños. Son estrellas blancas, o los reflejos tornasolados de otras estaciones espaciales del Anillo Académico. Finalmente, el transbordador alcanza la órbita de escape y abandona el giro por la tangente crítica, calculada con exactitud para apuntar en dirección parabólica a Earth.

Una vez en rumbo, el generador de gravedad entra en funcionamiento. El piloto rojo se apaga y se encienden las luces de travesía. La mayor parte del habitáculo queda en suave penumbra, manchada por los destellos multicolor del screener y las luces de control.

—Bueno, ya os podéis desabrochar los cinturones y poneos cómodos —dice Rick— ¿Os enfrío un shot de cerveza? Cortesía de la casa.

Nadie contesta, hasta que Mam'zelle dice «gracias» a modo de aceptación.

Rick introduce en el horno congelador una enorme lata de 33 centilitros de cerveza que saca de un armario junto con cuatro vasitos. Espera a que suene la campanilla y retira la lata y los vasos empañados de humedad helada.

Sirve la bebida en la mesa de control.

—Por las vacas ambidextras —dice, antes de apurar su vaso de un solo trago y volver a llenarlo de inmediato.

—¿Le gusta Miles Davis? —pregunta Marcuse, que ha encendido el screener y revisa la última semilla musical que se ha introducido.

—No, sólo pongo Miles Davis cuando quiero que me entren ganas de vomitar... ¿Qué pasa?, ¿creéis que habéis descubierto la música artesanal, mocosos? Yo escuchaba a Miles Davis cuando vosotros erais sólo una nube de probabilidad. De hecho en mis tiempos de estudiante sólo había música precomputacional.

—¿Estudiante universitario? —pregunta Mam' zelle con inequívoco deje de incredulidad.

Rick interrumpe su abrir y cerrar diferentes compartimentos de la cocina para volverse hacia ella:

—No seas impertinente, niña —la música, activada por Marcuse, ha empezado a sonar—. Tomad nota:
Kind of Blue
, 1959. Miles a la trompeta, John Coltrane al saxo tenor, Cannonball Adderley al alto, Paul Chambers al contrabajo y Bill Evans en el piano... Eso es lo que yo llamo un buen equipo.

Los chicos apenas sorben un poco de cerveza y se arrodillan hacia atrás en el asiento para contemplar a través de las ventanillas el paso sobre una estación cerealista automática. En su superficie rotativa semiesférica, se suceden en degradado una primera banda marrón de sustrato recién sembrado, después otra franja que muestra incipientes brotes, se convierte poco a poco en una alfombra de verde intenso y, finalmente, termina en un casquete dorado en la parte que recibe el sol de lleno. Allí se distinguen los robots de siega en plena tarea, como gusanitos negros que avanzan rasurando la superficie.

Rick se sienta a la mesa trayéndose un bote sin marca comercial y una caja con aspecto de ser de madera. La abre y elige una de las tres pipas que contiene:

—¿Fumáis?

Marcuse lleva dos días tratando de localizar a su proveedor habitual de tabaco y se siente reconfortado por el olor que sale del bote. Es como el aroma de un hogar añorado. Se olvida de la estación agrícola y se gira hacia la mesa:

—A veces —dice prudentemente.

—Hay que medicarse cada día, ¿eh? —dice Rick mientras empieza a cargar la pipa.

—¿Es de madera? —dice Marcuse.

—Raíz de brezo.

—Yo suelo liar cigarrillos...

—Aaagh, eso es quemar rastrojos.

La estación agrícola termina de alejarse en la oscuridad y las chicas se vuelven también hacia la mesa central para sorber un poco de cerveza. Mientras Rick carga la gran cazoleta bola de asno apretando la picadura con la punta del índice, Marcuse toma el bote para oler.

—Guau —dice.

La chicas quieren también probar eso que parece tan delicioso. Marcuse les pasa el bote. Ambas aplican la nariz con fruición, aspirando profundamente. El olor les recuerda vagamente al chocolate.

—No se encuentra nada así en una estación espacial, ¿eh? —dice Rick—. Nada que ver con esa paja mezclada con hebras de tabaco reseco que os pasan; esto es burley germinado en tierra de verdad, sin cortar, cuatro por ciento de nicotina.

—¿Dónde lo compra? —dice Marcuse.

—Me lo traen directo de una plantación clandestina de Kentucky. —Rick guiña un ojo—. Pero hay que saber fumarlo, he visto a más de un tipo duro ponerse verde a la tercera chupada.

—¿A cuánto el gramo?

—Demasiado caro para vosotros. Y para mí también, pero conozco a un estupa que me debe un favor. ¿Otra cerveza?; no os preocupéis, tengo media docena de latones como éste en la despensa. —Rick se levanta para enfriar otra lata y rellenar los vasos, en especial el suyo, que se ha quedado a cero—. Por los topos relojeros —dice; vacía la mitad de la bebida de un trago y se dispone a encender metódicamente la pipa, dándole tientos con el atacador a medida que va prendiendo. Enseguida, coloreadas por la luz del screener, grandes volutas de humo aromático forman una nube densa ante su cara. Cuando ha comprobado que toda la superficie de la cazoleta arde uniformemente en una brasa anaranjada, le tiende la pipa a Marcuse:

—Hay que aspirar muy lento, despacio. Y no se te ocurra respirar el humo porque toserás; se trata de que inunde la boca y la nariz para que las mucosas absorban la nicotina, nada más.

Marcuse toma aquel objeto que parece alguna clase de adminículo mágico y da una chupada prudente seguida de otra más decidida, de la que extrae una bocanada visible de humo. Luego pasa la pipa a BB, sentada a su derecha. BB la toma y prueba. Tose un poco y hace una mueca que tanto puede expresar desagrado como sorpresa y que termina siendo de franca aversión. Le pasa la pipa a Mam'zelle y bebe un trago de cerveza para enjuagarse la boca.

—Sabe a hidrocarburo requemado —dice.

Mam'zelle en cambio parece más complacida. Suele fumar algún cigarrillo antes de acostarse, y aquella nueva modalidad parece agradarle lo bastante como para dar cuatro o cinco buenas chupadas.

—Se apaga —dice.

Rick recupera la pipa para darle con el atacador:

—¿Alguien ha dicho que fuera fácil?

La atmósfera a media luz, fuertemente perfumada por el humo que forma vetas sinuosas, parece expandirse siguiendo el tempo lento de los fraseos de Miles Davis. Afuera, la oscuridad es casi absoluta, apenas perforada por diminutos brillos espaciados. La sensación de estar flotando en una nada matricial va creciendo a medida que el alcohol y el tabaco hacen su efecto. Se ha fraguado uno de esos silencios que en condiciones ordinarias resultarían incómodos pero que, en este momento, les parece a los cuatro pasajeros la sutil expresión de una complicidad inesperada.

Marcuse se desmadeja contra el respaldo del asiento:

—¿Dónde conoció al profesor Palaiopoulos? —dice.

Rick termina una bocanada antes de contestar:

—En Barcelona. ¿Es la primera vez que viajáis allí?

Los tres asienten.

—Suena como Samarcanda... —dice Mam'zelle.

—Allí nací yo, nada menos que en Hospitalet, el corazón de la Cataluña real... Ahora no es más que un puerto local, pero en sus buenos tiempos la ciudad llegó a tener alguna notoriedad. En 1992 fue sede de unos juegos olímpicos; mi madre estaba por aquel entonces embarazada de mí. De pequeño siempre me hablaba de la fiesta de clausura —canturrea en español—: «Amigos para siempre naino, naino, naino na...» Luego se complicó la política local y se fue todo a la mierda.

—¿Y qué hacían Palaiopoulos y usted juntos en Barcelona? —dice Marcuse.

—Ah, ésa es una larga historia —dice Rick.

Mam'zelle se incorpora un poco para dar otro sorbito a su cerveza. BB recupera la mirada perdida en la lejanía tras las ventanillas para atender a la conversación. Los tres miran a Rick. Él, ante la expectación, rellena su vaso.

—Fue a principios de los diez —dice—, justo después del crack. Tiempos difíciles; pero ya habréis oído hablar mil veces de eso...

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