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Authors: Pablo Tusset

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Oxford 7 (24 page)

BOOK: Oxford 7
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«Emily Deckard @ Oxford 7», pone en el screener.

—Parece que alguien te llama —dice Francisco—. ¿No vas a contestar?

Rick está confuso. En dos segundos ha perdido todo el acopio de determinación. Pulsa para responder a la llamada sin ampliar la pantalla.

—¿Sí? —dice.

«¿Es usted Alonso?», dice la voz. La imagen muestra a una mujer severa pero atractiva, de unos setenta años. Lleva un traje azul muy formal y el cabello recogido en un moño.

—Sí, soy yo —dice Rick.

Mira alrededor. Los fraticelli se han detenido bajo la escalerilla en espera de instrucciones. Francisco está prestando más atención a la llamada que a ellos.

«Me ha dado su código de comunicación el profesor Palaiopoulos», dice la voz de Deckard. «Creo que están con usted tres de sus alumnos, ¿se encuentran bien?»

—Sí... De momento sí —dice Rick.

Deckard detecta la carga emocional en la respuesta.

«Tranquilícese y no haga nada», dice. «¿Puede ponerme al habla con Francisco?»

La situación se le antoja a Rick un punto absurda. A Francisco también, algo en su cara monstruosa que mira a Rick parece expresarlo. Rick se quita el iClock de la muñeca y activa la ampliación a pantalla esférica. Después se lo pasa a Francisco.

—Es para ti —le dice.

Francisco se enfrenta a la emulación 3D que proyecta el aparato.

La rectora Deckard, sentada a la mesa ante el screener de pared, espera volver a ver la misma expresión mezquina y cruel que ya conocía de los vídeos de la policía. No está preparada para enfrentarse ni siquiera a la imagen plana que le muestra su screener. Da un ligero respingo. Se obliga a toser para disimularlo en lo posible. Sin embargo, esa cara espantosa le sirve para confirmar su hipótesis fundamental.

Junta las yemas de los dedos con los antebrazos apoyados al borde de la mesa.

«Tenía ganas de conocerlo», dice.

—Quién coño eres tú —le dice Francisco a la emulación.

«Soy la responsable de su estado actual. Y le aconsejo que en adelante se dirija a mí con más respeto si no quiere que las cosas le vayan aún peor», dice Deckard.

Francisco cloquea a modo de risotada:

—¿Qué? —dice.

«Ya me ha oído.»

—Oye, especie de señorita Rotenmeyer, seas quien seas puedo hacer que te...

Deckard hace un leve movimiento sin desjuntar las manos para interrumpir:

«Disculpe —dice—, le he llamado para comunicarle algo importante, no para ver cómo compensa su inseguridad profiriendo amenazas.»

Los chicos y Rick están viendo la emulación igual que Francisco. Cruzan miradas.

«Bien —sigue diciendo Deckard—, ¿podemos hablar en privado? Estoy segura de que no querrá que nadie más oiga lo que tengo que decirle.»

Francisco queda un momento en silencio. Después vuelve a reír, brevemente:

—Esto puede ser divertido —dice—. ¿Queréis esperarme un minuto?

Francisco camina hacia la zona del escenario donde está el dormitorio y aparta con la mano el pesado cortinaje. Pasa al otro lado y las cortinas se cierran. Rick y los chicos se quedan solos en el escenario. Los fraticelli siguen en la platea. La mayoría se ha sentado en las butacas sin prestar mucha atención a lo que ocurre arriba.

—Vamos, hay que aprovechar el momento —le dice Rick a BB, en voz baja—. Vosotros quedaos ahí quietos —les dice a Mam'zelle y Marcuse.

Rick camina hasta el extremo izquierdo del escenario donde está la cama de hospital. Se detiene junto al cuerpo destapado del policía.

BB lo ha seguido.

—¿Qué pasa si le retiramos el conducto de respiración, eso de ahí? —Rick señala el tubo traqueal que se introduce directamente en la garganta.

—Muerte por asfixia —dice BB.

—¿No hay otra manera?

BB se acerca al armario farmacéutico que hay entre las dos camas. Lo abre, busca entre las ampollas de inyectables.

—Tiapental sódico —dice—. Es un barbitúrico de acción rápida —dice.

—Y eso vale para... ya sabes.

—No exactamente, pero atraviesa la barrera hematoencefálica. Creo que con 100 miligramos intravenosos conseguiremos unos quince minutos de anestesia total. Más que suficiente para retirarle la sonda traqueal sin que se entere. Ni él ni ese hijodeputa cara de patata.

—¿Puedes encargarte tú?, yo no sabría cómo hacerlo —dice Rick.

BB asiente. Rick apoya una mano en el hombro del cuerpo encogido en la camilla.

—Tranquilo —le dice a González con voz suave—. Se acabó la pesadilla.

Después lo cubre con la sábana hasta el pecho y se acerca al armario farmacéutico en busca de algo que pinche, o corte, o al menos sea contundente.

Más allá de los cortinajes estan los antiguos boxes del teatro. Contienen los restos amontonados de varios decorados. La única luz allí es la que procede de la pantalla extendida del iClock que Francisco sujeta en la mano. Gracias a ella localiza el escritorio del primer acto de Boris Godunov.

Apoya el iClock en él y se sienta sobre el trono de Edipo Rey.

Lo que ve Emily Deckard desde la planta 48 de la torre Huxley la deja desconcertada. En la penumbra azulada ve unas palmeras de la obertura de
Aída
sobre el fondo nevado del tercer acto de
La Bohème
. Ve un pedazo del cisne de
Lohengrin
, unos farolillos japoneses de
Madame Butterfly
, la pajarera de
La Flauta Mágica
, dos barricas de la taberna de Fausto, el cofre del tesoro ensangrentado de
Barba Azul
. Y justo en primer término, sentado en el aparatoso trono de Tebas, está el que bien podría ser el fantasma de la ópera.

Lo que ve Francisco en la pantalla esférica, más allá de la silla de respaldo alto de Deckard, es la cúpula y los paneles cenitales de Oxford 7. Para él también es un decorado extraño, algo que le recuerda vagamente a las oficinas de la Tyrell Corporation.

«Vamos al grano, no dispongo de mucho tiempo —dice Deckard—. Tengo entendido que está usted interesado en conocer al autor de cierto informe pericial que ha llegado a su poder.»

—Es posible —dice Francisco.

La rectora mantiene las yemas de los dedos juntas:

«Bien, yo soy esa persona. Mi nombre es Emily Deckard. Superdoctora, Emily Deckard. Durante un tiempo colaboré como perito emocional con la policía. Actualmente ocupo el cargo de rectora en Oxford 7, en el Anillo Académico de la Unión Occidental.»

Francisco guarda silencio unos segundos. Trata de acomodarse un poco mejor en el trono. Remueve el trasero, reacomoda las manos en los reposabrazos.

—Por qué —dice.

Deckard no entiende la pregunta, pero nota la incomodidad de su interlocutor. Es desconfiado. Cree que están tratando de tenderle una trampa. Eso es bueno, significa que se siente vulnerable. Pero también es malo, puede cerrarse en banda como reacción defensiva.

«¿Qué más quiere saber?», dice Deckard.

—Por qué —repite Francisco—. Por qué de pronto llega un tipo al que no veía hace cincuenta años con unos mocosos extraterrestres que traen un viejo informe policial. Por qué me traen el informe y luego resulta que se niegan a decirme quién lo ha escrito. Por qué ahora estoy hablando con quien dice ser la autora de ese informe.

«En realidad todo esto sólo tiene que ver con usted de forma accidental —dice Deckard—. Digamos que alguien ha tratado de perjudicarme. La persona que ha enviado a esos chicos con un guía. Esa persona quería provocar su venganza sobre mí. Luego se arrepintió.»

—Y ahora usted me llama para darse a conocer. Por qué.

«Estoy segura de que puede imaginar la respuesta», dice Deckard.

—Sí, para proteger a esos tres cachorritos extraterrestres —dice Francisco.

«Ellos no tienen nada que ver con lo que ocurrió. Ahora ya tiene mi nombre y sabe dónde encontrarme.»

Francisco ríe.

—¿Cree que voy a dejarlos marchar ahora?, ¿sólo porque una desconocida vestida del Ejército de Salvación me haya dado un nombre?

«Puedo darle también mi código de perito, es una clave generada mediante algoritmo de seguridad. Verá que es coherente en los controles de acceso a los archivos policiales y que coincide con el que aparece en el informe.»

—Ese código podría dármelo cualquiera que le haya echado un vistazo a esa cápsula de memoria.

Deckard hace rebotar las yemas de los dedos en contacto.

«Mirémoslo de otra manera: por qué iba yo a exponerme si no fuera de verdad la autora del informe.»

—Cualquiera sabe. Puede que ni siquiera se llame Emily... Loquesea.

«Deckard.»

—Deckard.

«Busque el nombre en cualquier screener y verá mi cara, mi nombre y mi cargo.»

Francisco vuelve a reír:

—De acuerdo, supongamos que fuera cierto todo eso: usted es Deckard y escribió el informe pericial hace diez años... ¿Por qué voy a soltar a esos chicos precisamente ahora que sé que a usted le interesan tanto? Puedo pasar un rato divertido con ellos. Con un poco de suerte puede que alguno de ellos sea hijo suyo... ¿Ese chico tan guapo, quizá?

«Hay algo más —dice Deckard—, algo que protege a esos chicos y también me protege a mí. Usted lo intuye, de lo contrario ya habría terminado con esta conversación. Es obvio que yo no hubiera corrido el riesgo de darle mi nombre si no tuviera un as en la manga. De hecho puedo ver en su lenguaje gestual que me teme: le he hecho daño antes y puedo hacerle aún más daño ahora.»

Francisco queda otra vez en silencio durante unos segundos.

Deckard le mantiene la mirada al otro lado de la pantalla.

—Está bien, estoy muerto de miedo y voy a hacer ahora mismo lo que usted me diga —dice Francisco—. ¿Es eso lo que espera conseguir con sus trucos de ingeniería emocional para adolescentes?

«Todavía no. Necesita saber algo más. Su inteligencia emocional se ha rendido ya, pero su lógica se resiste todavía. Le daré una pista para ayudarlo a racionalizar la situación. Piense un poco, ¿cree que lo único que sé de usted es lo que le dije a la policía? Un informe pericial requiere remover una cantidad ingente de información biográfica, preguntar, hacer entrevistas, eso sin contar con que los métodos de análisis conductuales ofrecen mucho más de lo que normalmente le interesa a la policía o a un juez instructor.»

Francisco ríe brevemente. Después tose.

—Hace años que ningún policía se atreve a meterse en mi territorio. El último que lo intentó subrepticiamente lleva seis meses arrepintiéndose. ¿Qué puedo temer de la policía y los jueces? —abre la boca y sacude la lengua reseca—, ¿que me retiren los tratamientos hormonales?

«Me ha entendido mal. Quizá no tiene nada que temer del sistema porque ha conseguido crear su antisistema fuera de él. Es evidente que se siente a salvo en su castillo sitiado. Sin embargo ningún rey está del todo a salvo intramuros. Existe el enemigo interior, el más cercano, el que duerme junto a usted, el que tiene a la espalda...»

—En mi reino no hay enemigos, sólo admito adeptos.

«Quizá si cierta información llegara a oídos de sus adeptos dejarían de serlo.»

Francisco ladea la cabeza. Quisiera expresar incredulidad, pero sus facciones abotargadas sólo son capaces de expresar emociones mucho más simples.

—¿Qué clase de información? —dice.

Ahora es Deckard la que sonríe:

«¿Quiere que le dé un detalle completo a través del intercomunicador? Sabe usted perfectamente que la policía de Barcelona está interceptando esta conversación. ¿Qué cree que harían si de pronto se enteraran de algo que pudiera crearle dificultades dentro del castillo?»

—No hay nada que pueda crearme dificultades dentro del castillo.

«Le aconsejo que haga un poco de memoria —dice Deckard—, pero dese prisa. Mi trato es éste: en media hora voy a volver a comunicar con este código. Si para entonces esos chicos están en un lugar seguro, me olvidaré por el momento de todo este asunto. De lo contrario procederé de inmediato contra usted.»

Deckard consulta su iClock:

«Y ahora discúlpeme —dice—: soy una mujer muy ocupada.»

Lo último que Francisco ve es el gesto de Deckard para cortar la comunicación.

La pantalla esférica se vuelve gris oscuro sobre el escritorio de Boris Godunov y el rostro del fantasma se oscurece sobre el trono de Edipo Rey.

Nada más cortar la comunicación, Emily Deckard se desabrocha el cuello de la blusa y se quita la chaqueta.

—Comunicador: llamada externa —dice—. New Dolder Grand Hotel, Alfa Zürich, Confederación Helvética Exterior.

Suena la advertencia del departamento de seguridad:

«Se informa al usuario de que esta comunicación tiene la consideración de pública, y como tal podrá ser usada a efectos fiscales, de seguridad y publicitarios.»

Emily se ha ido quitando la ropa de camino al vestidor.

Después de la advertencia suena una voz humana, masculina, de acento alemán:

«New Dolder en Alfa Zürich, ¿en qué podemos servirle?»

—Soy la superdoctora Emily Deckard, tengo ficha de cliente. Quería reservar una suite senior para este mismo ocaso. Con vistas a Earth, si es posible.

«Un momento, por favor.»

Mientras en el hotel consultan la disponibilidad, Emily ha abierto una maleta magnética sobre la cama.

En bragas y sujetador, vuelve al vestidor para mirar en el armario. Desestima sus cinco trajes azules. Amontona sobre su brazo ropa deportiva, interior y zapatos. Vuelve al dormitorio y echa el montón sobre la cama.

«Tenemos libre uno de los apartamentos de orientación variable, superdoctora. Es el mismo que ocupó en su última visita.»

—Bien, me quedaré al menos una semana.

«Será un placer verla de nuevo, superdoctora. ¿Desea que carguemos el importe a su cuenta en Credit Suisse?»

El montón de ropa que ha arrojado sobre la cama es demasiado voluminoso. Emily trata de elegir sólo algunas piezas. Finalmente echa a la maleta unas cuantas bragas y sujetadores.

Después sale al salón. Abre el escritorio Thompson y saca su pequeño screener portátil.

Se queda en mitad de la alfombra mirando alrededor.

En realidad no hay gran cosa suya en el apartamento.

Toma una pequeña estatuilla del dios Anubis que hay sobre la chimenea.

Se dirige al baño y elige algunos cosméticos que introduce en el neceser.

¿Eso es todo?, piensa.

Su iCar. No había pensado en su iCar. Necesitará hacer el viaje en ferry si es que quiere llevárselo.

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