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Authors: Lauren Kate

Tags: #Juvenil

Oscuros. El poder de las sombras (3 page)

BOOK: Oscuros. El poder de las sombras
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Luce se volvió hacia la cinta transportadora cuando se encontró ante ella a su compañero de avión sosteniendo las correas de su enorme bolsa de viaje.

—La he visto al pasar —explicó forzando una sonrisa, como empeñado en demostrar sus buenas intenciones—. Es tuya, ¿verdad?

Antes de que Luce tuviera tiempo de contestar, Daniel descargó al muchacho de la enorme bolsa con una sola mano.

—Gracias, chaval. La llevaré yo —dijo con la determinación precisa para poner fin a la conversación.

El chico observó cómo Daniel deslizaba la otra mano en torno a la cintura de Luce y se la acercaba. Era la primera vez desde Espada & Cruz que Luce podía ver a Daniel como el resto del mundo, era la primera ocasión que tenía para observar si el resto de la gente podía captar, con solo mirarlo, que tenía algo extraordinario.

Atravesaron a continuación las puertas correderas y por fin ella pudo aspirar de verdad y por primera vez el aire de la Costa Oeste. En esa época, a principios de noviembre, era fresco y vigorizador; de algún modo, resultaba saludable. No era aquel aire húmedo y frío de la tarde de Savannah cuando el avión había despegado. El cielo era de un intenso color azul, y no había nubes en el horizonte. Todo parecía limpio y reluciente, incluso el aparcamiento mostraba hileras de coches recién lavados. Enmarcándolo todo había una cordillera de montañas de color pardo salpicadas de puntos aislados de árboles verdes donde las colinas se sucedían unas a otras.

Ya no estaba en Georgia.

—No sé si debo sorprenderme —se mofó Daniel—. Te dejo salir un par de días de debajo de mis alas y ya aparece un chico.

Luce abrió los ojos con sorpresa.

—¡Venga ya! Pero si apenas hemos hablado. De hecho, he estado durmiendo todo el viaje. —Le dio un codazo—. Soñaba contigo.

Los labios fruncidos de Daniel dibujaron una sonrisa, y él la besó en la cabeza. Ella se quedó quieta, esperando más, sin darse cuenta de que Daniel se había detenido ante un coche. No era un coche cualquiera.

Era un Alfa Romeo negro.

Luce se quedó boquiabierta cuando Daniel abrió la puerta del acompañante.

—E-este… —farfulló ella—. ¿Sabías que este es el coche de mis sueños?

—Es algo más que eso —le contestó Daniel riendo—. Resulta que antes este coche fue tuyo.

Lanzó una carcajada cuando ella prácticamente pegó un brinco al oírlo. Todavía le costaba asumir aquella parte de su historia referida a sus continuas reencarnaciones. Era tan injusto. Un coche del cual no se acordaba. Vidas enteras de las que no recordaba nada. Tenía muchísimas ganas de conocerlas; le parecía como si sus personificaciones anteriores fueran una especie de hermanas de las que le hubieran separado el día de su nacimiento. Posó una mano en el parabrisas, buscando un atisbo de algo, un
déjà-vu
.

Nada.

—Fue un bonito regalo de tus padres con motivo de tu dieciséis cumpleaños hace un par de vidas. —Daniel miró de reojo, intentando decidir cuánto podía contar, como si supiera que ella ardía en deseos por conocer los detalles pero temiera que no fuera capaz de digerir demasiados a la vez.

—Lo acabo de comprar a un tipo de Reno. Él lo compró después de que tú… bueno, después de que…

«Estallaras en llamas», pensó Luce completando la verdad amarga que Daniel no había querido decir. Ese era el punto en común con todas sus vidas anteriores: el final pocas veces cambiaba.

Excepto, al parecer, esta vez. Esta vez se podían coger de la mano, besarse y… Luce no sabía qué otras cosas podrían hacer, pero se moría de ganas de averiguarlo. Se reprendió. Tenían que ser cautelosos. Con diecisiete años tienes toda una vida por delante, Luce estaba decidida a quedarse para ver qué era de verdad estar con Daniel.

Él carraspeó y dio un golpecito a la capota negra y brillante del coche.

—Sigue funcionando como el mejor. El único problema es…

Dirigió la mirada al diminuto maletero del descapotable, luego a la bolsa de viaje de Luce y de nuevo al maletero.

En efecto. Luce tenía la mala costumbre de llevar siempre exceso de equipaje. Era la primera en admitirlo. Pero esta vez no había sido culpa suya. Arriane y Gabbe se habían encargado de empaquetar lo que tenía en su habitación en Espada & Cruz, y habían puesto en la bolsa cualquier prenda, ya fuera negra o de color, que pudiera necesitar. Luce había estado demasiado ocupada despidiéndose de Daniel y de Penn para poder encargarse de su equipaje. Se sintió avergonzada y culpable de estar en California con Daniel, tan lejos del lugar donde había dejado enterrada a una amiga. No era justo. El señor Cole no había dejado de asegurarle que la señorita Sophia tendría que responder por lo que había hecho a Penn, pero cuando Luce insistió en saber qué quería decir exactamente con ello, él se limitó a juguetear con su bigote sin decir nada.

Daniel miró con recelo el aparcamiento. Luego abrió el maletero a la vez que asía con una sola mano la enorme bolsa de viaje de Luce. Era imposible meterla ahí, pero entonces se oyó un discreto ruido de aspiración neumática en la parte trasera del coche y la bolsa de viaje de Luce empezó a encogerse. Al cabo de unos instantes, Daniel volvió a cerrar el maletero.

Luce estaba asombrada.

—¡Vuelve a hacerlo!

Daniel no se rió. Parecía nervioso. Se deslizó en el asiento del conductor y puso en marcha el coche sin decir palabra. Aquello era algo extraño y nuevo para Luce: ver su expresión aparentemente tan serena a sabiendas de que había algo que le preocupaba.

—¿Qué ocurre?

—El señor Cole te recomendó actuar con discreción, ¿verdad?

Ella asintió.

Daniel puso la marcha atrás para salir del aparcamiento, giró para dirigirse a la salida y luego pasó una tarjeta de crédito para salir.

—Ha sido una estupidez. Debería haber pensado…

—¿Qué problema hay? —Luce se colocó el cabello negro detrás de las orejas mientras el coche ganaba velocidad—. ¿Temes llamar la atención de Cam metiendo una bolsa de viaje dentro de un maletero?

Daniel tenía la mirada ausente pero negó con la cabeza.

—No se trata de Cam. No.

Al cabo de un momento, él le apretó la rodilla.

—Olvida lo que te he dicho. Yo solo… bueno, los dos tenemos que ir con cuidado.

Luce oyó sus palabras, pero estaba demasiado abrumada para prestar atención. Le encantaba ver a Daniel manejar el cambio de marchas mientras tomaban la rampa que conducía a la autopista y zigzagueaban entre el tráfico. Le encantaba sentir el viento en torno al coche mientras avanzaban a toda velocidad hacia el horizonte cada vez más amplio de San Francisco; y sobre todo le encantaba simplemente estar con Daniel.

En las proximidades de San Francisco, la carretera se volvió más sinuosa. Cada vez que llegaban a lo alto de una colina y empezaban a bajar a toda velocidad por otra, Luce podía ver panorámicas muy distintas de la ciudad. Parecía antigua y nueva a la vez: rascacielos con ventanas como espejos se erguían detrás de restaurantes y bares que parecían tener un siglo de antigüedad. Unos coches diminutos ocupaban las calles, todos aparcados en ángulos que parecían desafiar la ley de la gravedad. Había perros y viandantes por todas partes. El brillo de las aguas azules rodeaba un extremo de la ciudad. Y vio el primer destello de color rojo manzana del puente Golden Gate a lo lejos.

Su mirada iba frenéticamente de un lado a otro para no perderse ni un solo detalle. Pese a haberse pasado durmiendo la mayor parte de los días previos, de pronto se sintió sobrecogida por un agotamiento extremo.

Daniel extendió el brazo hacia ella e hizo que reclinara la cabeza en su hombro.

—Es un hecho poco conocido que los ángeles somos almohadas magníficas.

Luce se rió y levantó la cabeza para besarle la mejilla.

—No creo que pueda dormirme —dijo acariciándole el cuello con la nariz.

En el Golden Gate, una multitud de viandantes, ciclistas embutidos en mallas y corredores flanqueaba los coches. Más allá se veía la resplandeciente bahía, salpicada de veleros blancos, y ya empezaban a aparecer las primeras tonalidades violáceas del atardecer.

—Hace días que no nos vemos. Ponme al día —pidió ella—. Dime qué has estado haciendo. Cuéntamelo todo.

Por un instante le pareció que Daniel apretaba las manos sobre el volante.

—Si te has propuesto no dormirte —contestó con una sonrisa—, no debería detenerme en detalles insignificantes de la reunión de ocho horas del Consejo de Ángeles a la que asistí todo el día de ayer. Verás, el Consejo se reunió para debatir una enmienda a la propuesta 362B que detalla el formato aprobado de la participación querúbica en el tercer circuito de…

—Vale, vale. Lo he captado —dijo ella interrumpiéndolo.

Daniel bromeaba, pero era un tipo de broma nueva y desacostumbrada para ella. De hecho, a él no le incomodaba admitir que era un ángel, y eso a ella le encantaba, o por lo menos seguro que le encantaría en cuanto tuviera tiempo de asimilarlo. A Luce le parecía que tanto la razón como su corazón se esforzaban por adaptarse a los cambios ocurridos en su vida.

Pero, como ahora estaban juntos de nuevo, todo resultaba infinitamente más simple. Ya no había nada que los separara. Ella le tiró del brazo.

—Dime al menos adónde vamos.

Daniel se estremeció y Luce notó cómo el corazón le daba un vuelco. Quiso posar su mano en la de él, pero Daniel la rechazó para cambiar de marcha.

—A una escuela en Fort Bragg llamada Escuela de la Costa. Mañana comienzan las clases.

—¿Nos matriculamos en otra escuela? —preguntó—. ¿Por qué?

Aquello tenía visos de ser permanente para lo que se suponía era un viaje provisional. Sus padres ni siquiera sabían que había abandonado el estado de Georgia.

—La Escuela de la Costa te gustará. Es muy moderna, mucho mejor que Espada & Cruz. Creo que allí podrás… desarrollarte. Y no sufrirás ningún daño. Es una escuela con un nivel de protección especial. Dispone de una coraza de camuflaje.

—No lo entiendo. ¿Por qué necesito una coraza protectora? Creí que bastaba con estar lejos de la señorita Sophia.

—No se trata solo de la señorita Sophia —explicó Daniel con tono tranquilo—. Hay otros.

—Pero ¿quiénes? Tú puedes protegerme de Cam, de Molly y de quien sea.

Luce se rió presa de una intuición gélida.

—Tampoco se trata de Cam, ni de Molly. Luce, no puedo hablar de ello.

—¿Conoceremos alguien más allí? ¿Algún otro ángel?

—Hay algunos. No conoces a ninguno, pero seguro que te llevarás bien con ellos. Hay algo más. —Adoptó un tono de voz categórico y clavó la mirada al frente—. Yo no voy a matricularme. —No apartó siquiera los ojos de la carretera—. Solo estarás tú. Pero será por poco tiempo.

—¿Cuánto?

—Unas pocas… semanas.

De haber estado Luce al volante, en ese momento habría apretado los frenos.

—¿Unas pocas semanas?

—Si pudiera estar contigo, lo haría. —Daniel empleaba un tono tan tajante, tan firme, que Luce se sintió aún más contrariada—. Acabas de ver lo que ha ocurrido con tu bolsa de viaje y el maletero. Ha sido como si hubiera arrojado una bengala al cielo para comunicar a todo el mundo dónde estamos. Para poner en guardia a todo aquel que me esté buscando a mí, y por lo tanto también a ti. Soy demasiado fácil de localizar, a los demás les resulta muy sencillo seguirme el rastro. Y eso de tu bolsa de viaje no es nada en comparación con las cosas que hago cada día que podrían llamar la atención de… —Negó con la cabeza soltando un suspiro—. No pienso ponerte en peligro. Para nada.

—Pues entonces no lo hagas.

Daniel tenía una expresión dolida.

—Es muy complicado.

—Deja que lo adivine: no me lo puedes contar.

—Ojalá pudiera.

Luce dobló las rodillas y se las acercó al pecho, se inclinó a un lado apartándose de él y se apoyó en la puerta del pasajero. Bajo el amplio cielo de California, fue presa de una sensación claustrofóbica.

Durante media hora, los dos circularon en silencio. Atravesaron varios tramos de niebla, y subieron y bajaron terrenos pedregosos y áridos. Pasaron los carteles que anunciaban Sonoma y, cuando el coche atravesaba unos exuberantes campos de viñas, Daniel dijo:

—Faltan tres horas para Fort Bragg. ¿Vas a seguir enfadada conmigo todo el rato?

Luce no le hizo caso. No dejaba de cavilar y se negaba a plantear los cientos de preguntas, frustraciones y acusaciones, así como a pedir excusas por actuar como una niña consentida. En el desvío hacia el valle de Anderson, Daniel enfiló hacia el oeste e intentó de nuevo cogerla de la mano.

—¿Me podrás perdonar a tiempo para disfrutar de nuestros últimos minutos juntos?

Era lo que Luce quería. En realidad, no quería pelearse en ese momento con Daniel. Pero la sola mención de que había algo parecido a «nuestros últimos minutos juntos», la sola referencia a que la iba a abandonar por razones incomprensibles para ella y que él se negaba a explicarle la crispaba y la asustaba. En ese mar tormentoso que formaban el cambio de estado y de escuela, y los nuevos peligros por doquier, Daniel era la única roca a la que podía asirse. ¿Y la iba a dejar en ese momento? ¿Acaso aún no había sufrido bastante? ¿Acaso ambos no habían sufrido bastante?

Solo cuando hubieron atravesado los bosques de secuoyas y sobre ellos se abrió un cielo estrellado y de color azul marino, Daniel dijo algo que le llamó la atención. Acababan de pasar un cartel que decía BIENVENIDOS A MENDOCINO y Luce miraba en dirección oeste. La luna llena brillaba sobre un conjunto de edificios: el faro, varios tanques elevados de cobre para el agua, e hileras de casas viejas de madera, antiguas pero bien conservadas. En algún lugar detrás de aquellas construcciones estaba el océano que ella oía pero no podía ver.

Daniel señaló hacia el este, en dirección a un bosque de secuoyas y arces oscuro y frondoso.

—¿Ves el camping de caravanas de ahí delante?

Ella no lo habría visto si no se lo hubiera señalado; tuvo que esforzarse para distinguir una estrecha carretera asfaltada en la que un letrero de madera con forma de pastel de lima y letras blancas anunciaba CASAS MÓVILES MENDOCINO.

—Antes vivías justo ahí.

—¿Qué? —Luce inspiró tan rápidamente que empezó a toser. El camping parecía un lugar triste y solitario, formado por una hilera de casas de techo bajo y de mala calidad dispuestas a lo largo de una avenida de gravilla.

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