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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Órbita Inestable (30 page)

BOOK: Órbita Inestable
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(Mientras tanto: Lyla repitiendo una y otra vez con maravilla infantil ante su propia perspicacia: «¡Encontré a un hombre con siete cerebros, encontré a un hombre con siete cerebros!». El primero en ser equipado, furioso, el etiquetado PAT, aferrando ciegamente lo primero que le vino a mano y agarrando entre todo lo que había una pica…, cuando se encontraban con un cliente capaz de comprarlo todo de la cara variedad de artículos ofrecidos, los Gottschalk no se detenían ante nada, especialmente no en alabar las virtudes de un arma que nunca necesitaba ser recargada ni reenergetizada.)

El torbellino de imágenes cesó, y una se afirmó: una extensión de terreno plano por el cual avanzaba con paso firme un gigante armado de una lanza.

(Alertados por el asustado Hughie, desconocidos procedentes de otras habitaciones del apartamento se apiñaron en el umbral —no había puerta—, algunos flipados, algunos borrachos, algunos simplemente curiosos y hambrientos de sensaciones.)

Las tensiones musculares de un cuerpo calmado. El cuidadoso enrollar en un tiempo ilimitado de una larga tira de tela. En confusa sobreimposición, la sensación de un caballo entre las rodillas y el mugir de un ganado en estampida. La memoria señaló y Lyla reconoció: una honda. ¡Los honderos baleares alardeaban de ser capaces de derribar a un toro corriendo lanzándoles una piedra entre sus dos cuernos!

Pero ¿qué tenía que ver todo aquello con la imagen de…, de Goliath?

Fissst. La piedra y su blanco. Golpeando a un lado de la mandíbula con tal fuerza que la cabeza saltó hacia atrás y luego se inclinó hacia un lado, como bostezando, seguida por el resto del cuerpo, hasta el suelo.

(Y ahora un quemador, el arma recomendada sobre el cadáver caliente de Dan, con su rayo graduado a máxima amplitud haciendo casi imposible fallar el blanco en un radio de veinte metros.)

Cambio a…, tan rápido que no pudo seguirlo, como abanicar unas cartas e intentar ver las imágenes de los reyes, un arcabucero apoyado sobre su horca y el olor de la mecha, tendido boca abajo y las manos engarfiadas en el empapado terreno aguardando el ensordecedor estallido de una granada, aguardando fríamente con el dedo en el gatillo de la ametralladora a que el estúpido enemigo rompa líneas y abandone sus trincheras para ser segado por la guadaña de la muerte, maniobrando con movimientos muy lentos bajo el agua para pegar un mensaje fatal al casco que se cierne como una oscura nube tormentosa entre aquel lugar y el sol, la sacudida de la pluma de su sombrero ladeado significando que había sido acortada por una bala de mosquetón, los destellos del sol en los radios de la rueda de un carro y la crin de un fogoso caballo tirando de ese carro, tres rojas gotas cayendo de la punta de una barbada flecha arrancada por un cirujano filo cortante fuego ardiente vibración musical presión de un dedo sobre plástico agudo dolor de un hueso vuelto a su sitio mundo desvaneciéndose bajo una máscara de sangre…

(Y en los momentos apropiados durante la secuencia, el destino de los supervivientes. Una pata de mesa convertida en jabalina, una de las piezas antiguas. Un fragmento de mármol. Un fragmento de cemento. El quemador iluminando la habitación pero tan sólo cortando el ya mutilado rostro del dial verderrojo seccionando su única manecilla. El látigo restallando desde un lugar cerca del armario pero no contra nadie sino contra el propio armero, derribándolo con un tremendo resonar. Mikki aferrando una pistola láser pero el aislamiento de plástico del depósito de energía diseñado para resistir trece meses reventando en aquel preciso momento y ella saltando hacia atrás gritando con su brazo quemado hasta el codo, con grandes trozos colgantes de despellejada epidermis. Madison la remató con la otra pata de la mesa, de forma casi casual. Quedaba solamente Putzi, abandonado todo intento de armarse.)

Repentinamente, por última vez, la secuencia de vertiginosos atisbos temporales se afirmó. Una habitación desnuda a la que le faltaba una pared. Más allá, un jardín de arena y piedras. Un grupo de pensativos y silenciosos observadores. Una estera de caña trenzada ocupaba el centro de la habitación. Avanzando desde el extremo más alejado, un hombre desnudo excepto por un taparrabo.

—¡Ohhh…!

El sonido de su propia voz arrancó a Lyla de lo irreal a lo real. Sentía náuseas, y el sudor cubría cada centímetro de su piel, y cada fibra de su cuerpo y mente deseaban huir y ocultarse. No era miedo, ni rabia, ni nada tan claro y normal. No era deseo tampoco. Era el puro y desnudo y no calificado deseo de matar, la dedicación a la muerte, una sagrada búsqueda de supresión de una vida humana.

Buscó a Madison y vio una máquina: negros miembros de acero rematados por crueles cuchillos. Opuesto a él, simplemente un hombre, ridículo, estúpido, condenado. Una pierna que se dobla, sólo lo suficiente, un brazo que se alarga para aferrar, y crash. Lyla se dobló sobre sí misma y vomitó entre sus pies. De una forma desprendida, se dijo a sí misma que Madison había arrojado a Putzi a través de la ventana de la que había arrancado los cortinajes. De forma desprendida, oyó a alguien gritar:

—¡Cristo, son cuarenta y cinco pisos de altura!

De forma desprendida, dedujo que había pánico a su alrededor, porque hubo más gritos y el sonido de pies corriendo, y luego silencio en la habitación, aunque la música seguía sonando todavía en algún otro lugar. Pero encima ya nadie bailaba. Imaginó que estaba sola excepto Madison y otras dos o tres personas demasiado perdidas en su drogada fantasía como para darse cuenta de nada tan poco importante como una muerte.

Pero se sentó con la cabeza entre las rodillas mientras la náusea pasaba, pensando en Dan.

Finalmente alzó la vista, y estaba en lo cierto. Madison estaba de pie junto a la rota ventana sobre la cual, automáticamente, habían descendido con un golpe seco las protecciones de acero en respuesta al cristal roto. Pero no con la suficiente rapidez como para detener el salto de Putzi hasta la calle. El nig estaba rígidamente atento, los hombros echados hacia atrás, los ojos fijos en la nada.

Avanzando muy cuidadosamente para evitar su propio vómito, Lyla se puso en pie y co-jeó rígidamente hacia él. Había habido suficiente cantidad de droga en la dosis que había tragado accidentalmente como para inducir los espasmos musculares a los que normalmente se abandonaba y que ahora había resistido; tenía la sensación como si le hubieran golpeado sistemáticamente cada centímetro de su cuerpo.

Mortalmente aterrada, pero de alguna forma empujada hacia adelante, se le acercó y di-jo tímidamente:

—¿Harry?

El se volvió en respuesta; ella retrocedió, y él captó el movimiento Y dijo:

—No se preocupe, no está usted en mi lista para esta misión.

¿Qué? Ella agitó la cabeza, asombrada. Nebulosamente, pensó: quizá esté loco, pero lo más probable es que se trate de la píldora sibilina. Pero nunca oí que le hiciera esto a nadie, hombre o mujer. ¿Qué fue lo que le ocurrió? El solo venció a ocho hombres y a una viciosa mujer, y aquí están los cuerpos y las heridas para probarlo. Los venció a todos.

—Los venció —dijo.

Sin mirarla directamente a ella, sino a un punto en el espacio en algún lugar sobre su hombro izquierdo, Madison respondió, sin mover ni un músculo de su cuerpo excepto los labios:

—Incluso en este relativamente tardío estadio le resultaba posible a un hombre desarmado con la determinación suficiente vencer a una oposición considerable. No fue hasta después del golpe Gottschalk de 2015 y la subsiguiente introducción del sistema C de armas integradas que el combate cuerpo a cuerpo se convirtió en algo efectivamente sin sentido.

Desconcertada, Lyla agitó la cabeza.

—¿2015? —repitió estúpidamente—. Pero Harry, si solamente nos hallamos en el verano de 2014.

Ignorándola, recitando tan átonamente como un automatismo barato, Madison prosiguió:

—El equipamiento de individuos con armamento adecuado para arrasar una ciudad de mediano tamaño, sin embargo, no terminó inmediatamente con tales combates. Durante un tiempo se hicieron intentos de codificar el comportamiento humano sobre bases análogas al legendario código de la caballería; sin embargo, eso representaba una inversión tan radical de las tendencias psicológicas corrientes que…

Los ojos de Lyla se desorbitaron aterrados cuando miró más allá de él. Una línea de color rojo oscuro apareció en las pantallas de acero que cerraban la ventana. Al otro lado, sin la menor duda, un planeador de la policía urgentemente llamado estaba cortándolas con una lanza térmica.

—¡Harry!

Aferró su brazo, pero él siguió tan inmóvil como una estatua. Su voz átona prosiguió:

—… fue una tentativa condenada desde el principio, y por lo tanto resultó inevitable…

—¡Harry!

El acero se abrió, y a través de la fina abertura rezumó una nube de pálido vapor.

—¡Pero no pueden simplemente gasearnos sin hablar con nosotros! —gritó Lyla—. No pueden…

77
Uno sigue adelante pese a todo

a través de la sequía y los incendios forestales y las malas estaciones de caza, al hielo y a las inundaciones y a los deslizamientos de tierras, a la peste y a la filoxera y a la erupción del amistoso volcán vecino;

a los arios e hicsos y hunos, romanos y visigodos y mongoles, moros y cristianos y sarracenos, turcos y zulúes y británicos, americanos y alemanes y franceses;

a la profanación de los lugares sagrados, al acantonamiento de las tropas incomprensibles, a las silenciosas y horribles vaharadas de las enfermedades que arrastran las brumas de la noche;

apretujado en una ventosa caverna y con el fuego apagado en medio del invierno;

apretujado en una estación de metro, hundiendo la cabeza entre los hombros a medida que estallan las bombas;

apretujado en las casas de lujo estilo rancho de Montego Bay, sabiendo que no habrá piedad para una piel que está simplemente bronceada;

a la música de las sirenas de las incursiones aéreas;

al rítmico tamborilear de las olas en la playa;

al melancólico coro de los lobos;

uno sigue adelante, pese a todo, uno intenta decir «Shibboleth»
[4]
contra todas las probabilidades, y de alguna forma uno sigue adelante, uno al menos;

escapando de la fila ante la puerta de la cámara de gas, un judío que recordará;

escapando de las celdas debajo del Coliseo, un cristiano que no olvidará;

escapando de los campos de lodo del Marne, un tommy, un poilu y un boche;

de alguna manera, uno al menos sigue adelante;

luchando como ratas sobre un mendrugo de pan entre las ruinas de Hiroshima;

alzándose sobre una rodilla, con la otra destrozada, para esbozar un saludo en las ruinas de Dresde;

despreciando al diplodocus, al triceratops y al mastodonte, olvidando durante cuántos millones de años han perpetuado su especie;

imaginando a nuestros tatara-tatara-tataranietos como pilares de la fe con la Biblia en una mano y la cruz en la otra;

incapaz de resistirse a la rueda de un coche rápido y a una falda alzada hasta la cadera;

uno sigue adelante con el escaso alimento de una ilusión parecida a una sopa aguada;

a una Guerra de los Cien Años o a una Guerra de los Seis Días;

a una vendetta de generación en generación o a un fugaz momento de furia;

uno cojea, pero sigue adelante;

el ejército avanza colina abajo violando y masacrando, pero uno sigue adelante;

el sacerdote echa a suertes en una mala estación los nombres de las vírgenes que deberán morir en el altar, pero uno sigue adelante;

la antorcha es arrojada sobre la casa y se inicia el largo viaje hacia el poblado desconocido con todas las posesiones que se pueden cargar, pero uno sigue adelante;

de alguna forma, uno sigue adelante;

de alguna forma;

allá donde un no-César no enterrado sangró, algún campesino olvidado hace mucho tiempo, ahora hay una rosa;

allá donde mudos Milton carentes de gloria contuvieron sus lenguas, ahora pasa una carretera de cemento;

allá donde los seguidores, no los conductores, perdieron su último aliento, se extiende un disco vitrificado como el espejo de algún distorsionado telescopio, mirando hacia un estremecedor espacio-tiempo;

y nada crece sobre el cristal;

excepto un pequeño depósito de limo en las paredes del acuario de casa donde acuden a pastar los caracoles, envidiables caracoles cuyo mundo es pequeño y que llevan la casa a sus espaldas;

intacta;

no abierta a los vientos, con el techo inclinado en un ángulo absurdo y la chimenea llena de cenizas frías;

no centrado en el punto de mira de un francotirador al otro lado de la calle;

no señalado en el plan maestro de los Patriotas X como habitado completamente por blancs;

no hipotecado, no faltándole ninguna teja en su techo;

de alguna forma, pese a todo, uno sigue adelante;

hasta que uno llega a una señal que dice STOP,

y, siendo obediente, uno…

Han empezado a construir ya la señal.

Los materiales necesarios estaban alrededor desde hacía mucho tiempo.

Oh…, años y años.

Simplemente necesitaban que alguien acudiera a clavar unos cuantos clavos.

De todos modos, finalmente, uno hubiera terminado cansándose.

78
No, por supuesto, la logorrea no es lo que ocurre cuando se rompe una obstrucción formada por troncos, pero el resultado es casi el mismo para cualquiera que se halle en su camino

El vuelo de Conroy desde Manitoba aterrizó a las nueve cincuenta, pero no consiguió pasar por aduanas e inmigración hasta las diez y cuarenta y tres pese a ser poseedor de un pasaporte de los Estados Unidos. Los pasaportes eran una moneda devaluada, sujeta a negociación.

Mientras aguardaba impacientemente, Flamen pensó que era como si, después de haber dejado entrar a Morton Lenigo ayer, los oficiales estuvieran decididos a contrarrestar su lapsus registrando a todos los demás cinco veces más cuidadosamente de lo habitual.

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