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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (3 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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«Una tos…»

Eso me sacó de mi estado por un momento, como el chasquido de dedos de un hipnotizador pone fin al trance de su paciente.

A mi derecha, al final de la vigueta, estaba de pie un hombre que me miraba directamente a los ojos. De unos sesenta años. Cabellos plateados. Un traje oscuro. Su mirada, iluminada por el reflejo de una luz de la torre, parecía salir de la nada. Me acordaré toda la vida de esa mirada azul acero que le helaba la sangre a uno.

Un sentimiento de ira se mezcló con mi sorpresa. Había tomado todas las precauciones para no ser visto. Estaba seguro de que nadie me había seguido. Tenía la impresión de hallarme en una mala película donde un salvador llega como por ensalmo en el momento propicio para impedir un suicidio.

Había malgastado mi vida, otros se habían adueñado de ella. Mi muerte me pertenecía. Sólo a mí. Ni hablar de dejar que cualquiera tratara de retenerme, de convencerme con argumentos tranquilizadores de que la vida era a pesar de todo bella o de que otros eran más desgraciados que yo, o no sé qué más. De todas formas, nadie podía comprenderme y, por otra parte, yo no pedía nada. Más que nada en el mundo, quería estar solo. Solo.

—Déjeme. Soy un hombre libre. Puedo hacer lo que quiera. Váyase.

Me miró en silencio, y tuve en seguida el sentimiento confuso de que algo fallaba. Parecía… relajado. Sí, eso es, ¡relajado!

Se llevó el cigarro a la boca tranquilamente.

—¡Vamos, salta!

Me quedé paralizado ante sus palabras. Me lo esperaba todo salvo eso. ¿Qué era ese tipo?, ¿un degenerado? ¿Quería verme saltar y gozar con ello? ¡Mierda! ¡Algo así sólo podía sucederme a mí! ¡No era posible! ¿Qué coño le había hecho yo, Dios mío? Echaba pestes. Estaba loco de rabia, una rabia contenida que me quemaba el rostro. No daba crédito. No era posible, simplemente no era posible, no…

—¿A qué esperas? —dijo con toda la tranquilidad del mundo—. ¡Salta!

Estaba completamente desencajado por la situación. Mis pensamientos se entrechocaban sin lograr concentrarse.

Logré articular unas palabras.

—¿Quién es usted? ¿Qué quiere de mí?

Le dio una calada con calma a su cigarro y retuvo el humo un rato, antes de liberarlo en volutas ligeras que se desvanecían en mi dirección. Su mirada clavada en la mía me paralizaba. Ese tipo tenía un carisma que haría que se doblegara incluso la mismísima torre Eiffel.

—Estás enfadado. Pero sufres mucho en lo más profundo de ti —dijo en tono calmado, con un ligero acento que me resultó desconocido.

—Eso no es difícil de adivinar.

—Eres terriblemente desgraciado y ya no soportas vivir.

Sus palabras me turbaron y me llevaron a volver a sentir mi dolor. Acabé asintiendo con la cabeza. El silencio me pareció pesado.

—Digamos que… he tenido grandes problemas toda mi vida.

Una lenta, muy lenta calada al cigarro.

—No hay grandes problemas. No hay más que personas pequeñas.

Una oleada de ira me subió al rostro. Sentí la sangre latir en mis sienes, que comenzaron a arderme. Tragué saliva.

—Qué fácil aprovecharse de mi situación para humillarme. ¿Por quién me toma? Y usted, por supuesto, ¿sabe resolver todos sus problemas?

Con un aplomo increíble, me respondió tranquilamente:

—Sí. Y los de los demás también.

Comenzaba a sentirme mal. Ahora era plenamente consciente de estar rodeado por el vacío. Creo que comenzaba a tener miedo. El miedo había acabado por encontrar su camino y se insinuaba en mí. Las palmas de mis manos se humedecieron. Sobre todo, no debía mirar abajo.

—Es verdad que, si saltas, tus problemas desaparecerán contigo… —dijo—. Estaréis en paz. Pero la situación no es así de justa…

—¿Qué quiere decir?

—Eres tú, una vez más, quien va a sufrir. Tus problemas no sentirán nada. No es muy… equilibrado, como solución.

—No se sufre saltando de una torre. El golpe es tan violento que simplemente se deja de vivir sin tener tiempo de sentir lo que sea. Ningún dolor. Me he informado.

Rio suavemente.

—¿Qué es lo que lo hace reír?

—Eso es cierto, si partes de la hipótesis de que todavía sigues con vida en el momento en el que chocas contra el suelo… Es ahí donde te equivocas: nadie llega abajo vivo.

Una larga calada al cigarro. Me sentía cada vez peor. Una especie de mareo. Necesitaba sentarme en algún sitio.

—La verdad —volvió a decir, tomándose su tiempo— es que todo el mundo muere durante la caída de una crisis cardíaca provocada por el horror, el horror abominable de la bajada y la visión insoportable del suelo que se acerca a doscientos kilómetros por hora. Son abatidos por un miedo atroz que les hace vomitar las tripas antes de que su corazón estalle. Los ojos se les salen de las órbitas en el momento de la muerte.

Mis piernas flaquearon y estuve a punto de desmayarme. La cabeza me daba vueltas. Sentía unas náuseas extremas. No mirar abajo. Sobre todo, no hacerlo. Permanecer erguido. Concentrarme en él. No quitarle los ojos de encima.

—Tal vez tenga algo que proponerte —dijo después de un silencio, articulando lentamente.

Me quedé mudo, prendido de sus labios.

—Una especie de trato entre nosotros —continuó, dejando flotar las palabras en el aire.

—¿Un trato? —balbucí.

—Éste: tú renuncias a quitarte la vida y yo me ocupo de ti, de volver a ponerte en el buen camino, de hacer de ti un hombre capaz de gobernar su vida, de resolver sus problemas, e incluso de ser feliz. A cambio…

Le dio una nueva calada al cigarro antes de continuar:

—A cambio, deberás comprometerte a hacer todo lo que yo te diga. Deberás comprometerte… con la vida.

Sus propuestas me turbaron en grado sumo, y eso se añadió a mi malestar. Tenía que hacer un esfuerzo considerable por concentrarme, volver en mí y lograr reflexionar.

—¿Qué entiende usted por «comprometerse con la vida»?

Silencio.

—Deberás respetar tu compromiso.

—Y ¿si no?

—Y si no…, no seguirás con vida.

—¡Habría que estar loco para aceptar semejante trato!

—¿Qué tienes que perder?

—¡¿Por qué iba a poner mi vida en manos de un desconocido a cambio de una felicidad hipotética?!

Su mirada cobró la seguridad de un jugador de ajedrez que sabe que acaba de arrinconar a su adversario.

—Y ¿qué vas a obtener a cambio de tu muerte segura? —dijo señalando el vacío con la punta de su cigarro.

Cometí el error de mirar en la dirección indicada y quedé presa de un violento vértigo. La visión me aterrorizó y, al mismo tiempo…, el vacío me llamaba, como para liberarme de la horrorosa angustia que se adueñaba de mí. Habría querido echarme cuan largo era sobre la vigueta y quedarme inmóvil esperando auxilio. Escalofríos de nervios incontrolables recorrían mis miembros. Era atroz, insoportable.

«La lluvia…»

La lluvia comenzaba a caer ahora… La lluvia. Dios mío… La vigueta de metal se convertiría en una pista de patinaje. Cinco metros me separaban del hombre, de la ventana, de la salvación. Cinco metros de una vigueta estrecha y… resbaladiza. Tenía que concentrarme. Sí, eso es, concentrarme. Sobre todo permanecer muy erguido. Coger aire. Tenía que girarme lentamente hacia la derecha, pero… mis piernas ya no podían moverse. Mis pies estaban como pegados al metal. Haber permanecido demasiado tiempo en esa postura había paralizado mis músculos, que ahora ya no respondían. El vértigo era una bruja maléfica que había hechizado a su víctima. Mis piernas comenzaron a temblar, primero imperceptiblemente, luego cada vez más fuerte. Mis fuerzas me abandonaban.

«La rueda…»

La rueda giraba… El ruido del ascensor, que se ponía en marcha. La rueda empezó a echar agua. La rotación se aceleró mientras se oía el ascensor coger cada vez más velocidad en su bajada. El agua arrojada me alcanzó, fría y cegadora. Ensordecedora. Perdí el equilibrio y me encontré en cuclillas, todavía bajo el acoso de la cascada. A través del tumulto oí gritar al hombre con voz imperiosa:

—¡Ven por aquí! ¡Manten los ojos abiertos! ¡Pon tus pies uno delante del otro!

Obedecí, sometiéndome a su autoridad, obligándome a no escuchar más que sus órdenes y a olvidar mis pensamientos y mis emociones sin embargo desbordantes. Di un paso, luego otro más, como un robot, ejecutando mecánicamente cada una de sus directrices. Logré salir de la cascada y avanzar luego, en estado de trance, hasta su altura. Levanté entonces un pie para franquear la viga horizontal que me separaba de él, pero el hombre cogió con autoridad la mano temblorosa y chorreante que le tendía y me detuvo en mi impulso empujándome hacia atrás. Me quedé tan sorprendido que proferí un grito. Estuve a punto de vacilar sobre el vacío, desequilibrado por su fuerza, pero su mano de hierro me sujetaba firmemente.

—¿Y bien?, ¿te comprometes?

El agua corría por su rostro guiada por las arrugas. Sus ojos azules eran fascinantes.

—Sí.

2

A
l día siguiente me desperté en mi cama, bien abrigado entre mis sábanas secas. Un rayo de sol atravesaba las persianas, y rodé sobre mí mismo para alcanzar la mesilla de noche sin quitarme la crisálida benevolente de las mantas. Estiré el brazo y cogí la tarjeta de visita que había dejado allí al acostarme. El hombre me la había dado antes de despedirnos. «Ven mañana a las once», había dicho por último.

Yves Dubreuil

Avenida Henri Martin, 23

75116 París

Teléfono: 01 47 55 10 30

En realidad no sabía a qué debía atenerme, y no estaba muy tranquilo.

Cogí mi teléfono y llamé a Vanessa para pedirle que anulase todas mis citas del día. Me encontraba indispuesto y no sabía cuándo me recuperaría. Pasado ese trago, me fui pitando a la ducha y me quedé allí hasta que vacié por completo el agua del calentador.

Vivía en un piso de un solo dormitorio en la colina de Montmartre. El alquiler era alto y su tamaño reducido, pero me beneficiaba de una vista preciosa de la ciudad. Cuando estaba algo desanimado, podía permanecer sentado durante horas en el reborde de la ventana y dejar que mi mirada se perdiera en el horizonte en la multitud de edificios y monumentos. Me imaginaba los millones de personas que vivían allí, sus historias, sus ocupaciones. Eran tan numerosos que, a cualquier hora del día o de la noche, necesariamente había alguien trabajando, durmiendo, haciendo el amor, muriendo, discutiendo, despertándose. A menudo me decía: «Esto es increíble», y me preguntaba cuántas personas, en ese preciso instante, habrían estallado en una carcajada, cuántos habrían dicho adiós a su pareja, gozado, llorado, cuántos se habrían marchado, habrían dado a luz, se habrían enamorado… Imaginaba las emociones tan diferentes que cada uno podía sentir en el mismo momento, en el mismo instante.

Me alquilaba el apartamento una mujer de edad avanzada, la señora Blanchard, quien, para mi desgracia, vivía en el situado justo debajo del mío. Era viuda desde hacía ya una veintena de años, pero daba la impresión de estar siempre de luto. Católica ferviente, iba a misa varias veces por semana. A veces la imaginaba arrodillándose en el viejo confesonario de madera de la iglesia de Saint-Pierre de Montmartre, reconociendo en voz baja detrás de la celosía las habladurías que había proferido la víspera. Tal vez confesase también el acoso al que me sometía: en cuanto yo hacía el menor ruido más allá de la norma establecida —es decir, el silencio absoluto—, subía y golpeaba mi puerta enérgicamente. Yo la entreabría y veía su rostro desquiciado formular reproches exagerados e invitarme a un mayor respeto hacia el vecindario. Por desgracia, la edad no le había hecho perder el oído, e incluso me preguntaba cómo podía oír ruidos tan insignificantes como un zapato rodando o un vaso dejado con algo de fuerza sobre la mesita. A veces me la imaginaba encaramada a un viejo escabel, equipada con un estetoscopio que aplicaba a su techo, el ceño fruncido, al acecho del más mínimo sonido.

La mujer había aceptado alquilarme el apartamento de mala gana, no sin advertirme del favor que me concedía: por norma no lo alquilaba a extranjeros pero, como su marido había sido liberado por los norteamericanos durante la segunda guerra mundial, había hecho por mí una excepción de la que debía mostrarme digno.

Ni que decir tiene que Audrey nunca había estado en mi casa, de lo contrario, habría temido que los agentes de la Inquisición irrumpiesen en ella con sus oscuros hábitos, el rostro velado por la sombra de su capucha, y nos sometiesen a tortura, colgando a Audrey desnuda en el gancho de la lámpara, los pies y las manos unidos por cadenas, mientras las llamas de un fuego crepitante comenzaban a lamer su cuerpo.

Esa mañana salí —cerrando con cuidado la puerta— y bajé corriendo los cinco pisos del edificio. Nunca me había sentido tan ligero desde mi separación de Audrey. Sin embargo, no había ninguna razón objetiva para sentirme mejor. Nada había cambiado en mi vida. Pero así era: alguien se interesaba por mí, y, fueran cuales fuesen sus intenciones, eso tal vez bastaba para darme un poco de consuelo. En efecto, tenía un pequeño nudo en el estómago, parecido a los nervios que sentía antes de ir al despacho cuando sabía que, excepcionalmente, tendría que tomar la palabra en público.

Al salir me topé con Étienne, el mendigo del barrio. La entrada del edificio estaba en alto, y una pequeña escalera de piedra descendía hasta la calle. Tenía la costumbre de esconderse debajo, lo que sin duda debía de plantearle un dilema a la señora Blanchard, dividida entre su caridad cristiana y su pasión por el orden. Esa mañana, Étienne había salido de su agujero y tomaba el sol, el cabello hirsuto, pegado a la pared del edificio.

—Hace bueno hoy —le dije al pasar.

—Hace el tiempo que hace, chaval —me respondió con su voz ronca.

Salté al metro y la visión de los parisinos con cara de fracaso, yendo al trabajo como si fueran al matadero, me devolvió la apatía de la víspera.

Me apeé en la estación de Rue de la Pompe y emergí en un barrio de alto copete de la capital. De inmediato me quedé sobrecogido por el contraste entre el olor fétido de los oscuros corredores del subsuelo y el aire fresco, el aroma verde del luminoso vecindario. Los escasos coches que circulaban y la proximidad del bosque de Boulogne, debían de ser la razón de ello. La avenida Henri Martin era una vía curva muy bonita, con una cuádruple hilera de hermosos árboles en su centro y a los lados, y suntuosos edificios haussmanianos de piedra tallada en segundo plano, detrás de altas verjas labradas, negras y doradas. Vi unas pocas mujeres elegantes y caballeros con prisas. Algunos debían de haberse hecho tantos
liftings
sucesivos que era imposible determinar su edad. El rostro de una de ellas me hizo pensar en Fantomas, y me pregunté qué debía ganar una persona con desembarazarse de la huella del tiempo si al final terminaba pareciendo un extraterrestre.

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