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Authors: Julian Barnes

Tags: #Biografía, Relato

Nada que temer (24 page)

BOOK: Nada que temer
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El otro anecdotista quizá se quejase de lo injusto que es este hijo con su madre, totalmente desprovista de culpa, al escribir un cuento en que la convierte en una esposa maltratadora. (Renard descubrió una edición de Pelo de zanahoria que circulaba por Chitry-les-Mines con esta inscripción anónima: «Ejemplar hallado por casualidad en una librería. Un libro en que habla mal de su madre para vengarse de ella.») Más aún, qué indecente es que un hijo describa la decadencia física de su padre; hacerlo contradice el afecto que afirma profesarle; y para afrontar verdades desagradables, el hijo busca algo indigno o risible, como la historia de un anciano confuso que intenta orinar encima de su maquinilla de afeitar eléctrica. Y en parte todo esto podría ser verdad. Aunque el asunto de la maquinilla es más complicado, y me gustaría defender aquí la conducta paterna como algo casi racional. Durante toda su vida se había afeitado con navaja y brocha, y la espuma, a lo largo de decenios, venía envasada en un cuenco o en forma de barra, de tubo o de lata. Como a mi madre le disgustaba el desorden en que dejaba el lavabo —«Puerco cachorro» era la expresión de censura en nuestra casa sin perro—, cuando aparecieron las maquinillas eléctricas no cejó en su empeño de convencer a mi padre de que se comprara una. Él siempre se negó: era un terreno en el que no se dejaba mangonear. Recuerdo que durante uno de sus primeros ingresos en el hospital, al llegar mi madre y yo le sorprendimos a medio afeitar: con una muñeca debilitada, una cuchilla sin filo y una espuma inadecuada, trataba de acicalarse para nuestra visita. Pero en algún momento de sus años de declive, su mujer debió de triunfar en su campaña, quizá porque a él las piernas le fallaban y ya no podía tenerse de pie delante del lavabo. Así que me imagino su rencor por aquella maquinilla eléctrica (que también me figuro que le compraría ella). Debió de ser tanto un recordatorio de su físico deteriorado como la prueba de una derrota definitiva en una larga discusión marital. ¿Cómo no iba a querer mear encima?

«Creo que eres mi mujer.» Sí, seguía siendo el mismo: es nuestra esperanza, a la que nos aferramos, al mirar hacia el momento en que todo se derrumbe. Por eso —y esto ha sido un largo rodeo en busca de una respuesta— dudo que cuando me llegue la hora busque el consuelo teórico de una ilusión que se despide de otra, de un haz fortuito que se deshace. Querré conservar lo que obstinadamente creeré que es mi carácter. Francis Steegmuller, que había asistido al funeral de Stravinski en Venecia, murió a la misma edad que el compositor. En las últimas semanas de su vida preguntó a su mujer, la novelista Shirley Hazzard, qué edad tenía él. Ella le dijo que ochenta y ocho años. «Oh, Dios», contestó Francis. «Ochenta y ocho. ¿Sabía yo esto?» Parece absolutamente propio de él: ese «sabía», tan distinto de un «sé».

«Si yo fuera un escritor de tres al cuarto», escribió Montaigne —aunque no está claro si se consideraba superior o inferior a un plumífero—, «escribiría un compendio de las diversas maneras en que mueren los hombres. (Quienquiera que enseñase a morir a las personas les enseñaría el modo de vivir.) Dicearco escribió un libro con un título así, pero con un propósito distinto y menos útil.»

Dicearco era un filósofo peripatético cuyo libro,
La destrucción de la vida humana
, tuvo el destino plenamente apropiado de no haber sobrevivido. La versión breve de la antología del plumífero Montaigne sería una colección de últimas palabras famosas. Hegel, en su lecho de muerte, dijo: «Sólo un hombre me ha comprendido», y añadió: «y no me comprendió». Emily Dickinson dijo: «Tengo que entrar. Se está levantando niebla.» El gramático Pére Bouhours dijo: «
Je vas, ou je vais mourir: Vun et Vautre se dit
.» (En traducción libre: «Pronto moriré o pronto voy a morir: las dos formas son correctas.») A veces una última palabra puede ser un gesto último: Mozart articuló el sonido de los timbales de su
Réquiem
, cuya partitura inacabada tenía abierta en la colcha de su cama.

¿Prueban estos momentos que uno muere siendo él mismo? ¿O hay algo inherentemente sospechoso en ellos: algo de comunicado de prensa, de cable de Associated Press, de improvisación preparada? Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, nuestro profesor de inglés —no el que más tarde se suicidó, sino uno con el que estudiamos Rey Lear y, en consecuencia, aprendimos que «La madurez es todo»— dijo a la clase, con algo más que un deje de satisfacción propia, que él ya había redactado sus últimas palabras. Proyectaba decir simplemente: «¡Maldita sea!»

Este profesor había sido siempre escéptico a mi respecto. «Espero, Barnes», me desafió una vez, después de una tarea deficiente, «que no seas uno de esos puñeteros cínicos de la última fila.» ¿Yo, señor? ¿Cínico yo, señor? Oh, no; creo en los corderitos y los setos florecidos y la bondad humana, señor. Pero hasta yo juzgué asaz elegante la auto—despedida que proyectaba, como también Alex Brilliant. a) Nos impresionó su ingenio; b) nos sorprendió que aquel viejo maestro fracasado tuviera tanto conocimiento de sí mismo; y c) determinamos que no viviríamos nuestra vida de tal modo que llegásemos a la misma conclusión verbal.

Espero que Alex hubiese olvidado esto cuando se suicidó con pastillas a causa de una mujer, unos diez años después.

Hacia la misma época, por una extraña coincidencia social, supe que aquel profesor había llegado a la recta final de su vida. Había sufrido un ataque que le dejó paralizado y sin habla. Cada cierto tiempo le visitaba un amigo alcohólico que —creyendo, como creen los alcohólicos, que todo el mundo está mucho mejor con una copita dentro, solía entrar de matute una botella de whisky en la residencia de ancianos, y se la ponía en la boca del maestro mientras él le miraba con ojos desorbitados. ¿Habría tenido tiempo para pronunciar la última palabra antes de sufrir el ataque, o podía pensar en ella entonces, allí postrado, tras haber ingerido la bebida? No hace falta más para convertirte en un puñetero cínico de la última fila.

La medicina moderna, al prolongar el tiempo de agonía, ha propiciado bastante las últimas palabras célebres, puesto que su existencia depende de que quien las pronuncia sepa que ha llegado el momento de hacerlo. Los que están decididos a despedirse con una frase podrían enunciarla, supongo, y luego sumirse en un silencio intencionado y monástico hasta que todo acabase. Pero siempre hubo algo heroico en las últimas palabras famosas, y como ya no vivimos en unos tiempos heroicos su pérdida no será muy lamentada. Deberíamos festejar, en cambio, las últimas palabras que no son grandiosas, sino reveladoras del carácter del moribundo. Francis Steegmuller, horas antes de morir en un hospital de Nápoles, le dijo a una enfermera (es de suponer que en italiano) que le estaba subiendo la cama por medio de una manivela: «Tiene unas manos preciosas.» Una postrera y admirable captura de un momento de placer al observar el mundo, justo cuando lo estás abandonando. Las últimas palabras de A. E. Housman fueron para el médico que le estaba inyectando una dosis final —y quizá intencionadamente suficiente— de morfina: «Muy bien hecho.» No hace falta que impere la solemnidad. Renard registró en su
Diario la muerte
de Toulouse-Lautrec. El padre del pintor, un conocido excéntrico, fue a visitar a su hijo y, en vez de atender al enfermo, se puso inmediatamente a intentar atrapar a las moscas que circulaban por la habitación. El pintor, desde la cama, profirió: «¡Viejo estúpido de mierda!», y a continuación reclinó la cabeza y murió.

Históricamente, el Estado francés sólo admitía dos clases de seres humanos en su territorio: los vivos y los muertos. Nada más en medio. Si estabas vivo, te permitían deambular y pagar impuestos. Si estabas muerto, tenían que enterrarte o incinerarte. Cabría pensar que es una clasificación típicamente burocrática, por no decir ociosa. Pero hará unos veinte años su verdad jurídica fue causa de disputa en los tribunales.

El caso se presentó cuando una mujer apenas entrada en la mediana edad, a punto de morir de cáncer, fue congelada criónicamente y depositada en una unidad de refrigeración por su marido. El Estado francés, negándose a aceptar que ella no estaba muerta, le exigió que la sepultara o la incinerase. El marido llevó el caso a los tribunales y a la postre obtuvo el permiso de mantener a su esposa en el sótano de su casa. Un par de decenios después, él también cuasi murió y fue asimismo criónicamente congelado a la espera de la reunión conyugal que tan profundamente había previsto.

Para los tanatoliberales, que buscan una posición intermedia entre el enfoque de libre mercado de la vida —tira el producto después de usarlo— y la utopía socialista de la eternidad para todos, la criónica podría ofrecer una respuesta. Te mueres, pero no mueres. Te extraen la sangre, te congelan el cuerpo y te mantienen vivo, o al menos no totalmente muerto, hasta que llegue el momento en que tu enfermedad sea ya curable, o la esperanza de vida se haya prolongado tanto que despiertes con muchos años nuevos por delante. La tecnología reinterpreta la religión y depara una resurrección creada por el hombre.

Esta historia francesa terminó hace poco de un modo lúgubremente conocido; un fallo eléctrico elevó la temperatura de los cuerpos hasta un nivel que hizo imposible el retorno a la vida, y el hijo de la pareja tuvo que enfrentarse a la pesadilla de todos los dueños de un congelador. Lo que más me impresionó del episodio, sin embargo, fue la fotografía de periódico que lo ilustraba. Sacada en el sótano de la casa francesa, mostraba al marido —a la sazón «viudo» desde hacía muchos años— sentado junto a la obsoleta maquinaria que albergaba a su mujer. Encima del congelador había un florero y una fotografía enmarcada de la mujer en su seductora plenitud. Y allí, al lado de aquel recipiente de esperanza absurda, se sentaba un anciano demacrado y de aire deprimido.

Nunca iba a funcionar, ¿no? Y deberíamos agradecerles que no lo hiciera. ¿Detener el tiempo? ¿Dar cuerda otra vez a los relojes (o mover las agujas hacia atrás, algo que mi madre nunca habría consentido)? Imagínate que eres una joven vibrante, que «muere» en la treintena; imagina que despiertas y descubres que tu fiel marido ha consumido su lapso natural antes de ser congelado a su vez, y que ahora estás casada con alguien que ha envejecido veinte, treinta, cuarenta años en tu ausencia. ¿Reanudas tu vida donde la habías acabado? Imagínate la mejor de las posibilidades: que los dos «morís» más o menos a la misma edad, en la cincuentena, pongamos, y que resucitáis cuando existe una curación de vuestras enfermedades. ¿Qué ha ocurrido exactamente? Habéis vuelto a la vida sólo para volver a pasar por la muerte, sin revivir esta vez la juventud. Deberías haber recordado e imitado el ejemplo de Pomponio Ático.

Recobrar tu juventud, engañar no sólo a tu segunda muerte, sino también a la primera, la que Montaigne juzgaba la más dura de las dos: esto es la auténtica fantasía. Vivir en Tir Na Nog, el mítico país celta de la eterna juventud. O entrar en la fuente de la juventud: el popular atajo materialista al paraíso del mundo medieval. Mientras te empapabas en sus aguas, tu piel al instante se tornaba rosada, las bolsas se reabsorbían y esas colgaduras fláccidas se tensaban. No había nada de la burocracia del juicio divino y del previo pesado de las almas. La magia tecnológica del agua rejuvenecedora, que devuelve la juventud allí donde la tosca criónica sólo puede proporcionar una vejez aplazada. No por eso van a rendirse los crionófilos: los que actualmente se congelan contarán sin duda con la tecnología de las células madre para poner en hora el reloj biológico en cuanto les toque su propio tipo de
réveil mortel
: «
Oh, racional criatura / que desea vida eterna

Juzgué demasiado deprisa a Somerset Maugham. «La gran tragedia de la vida no es que los hombres perezcan, sino que dejen de amar.» Mi objeción era la de un joven: sí, amo a esta persona y creo que durará, pero aunque no dure habrá otra para mí y también para ella. Los dos volveremos a amar y quizá, adiestrados por la desdicha, la próxima vez lo hagamos mejor. Pero Maugham no negaba esto; miraba más allá. Recuerdo una historia didáctica (quizá de Sir Thomas Browne) de un hombre que acompañaba a una serie de amigos hasta la tumba, sintiendo cada vez menos tristeza, hasta que llegaba un momento en que observaba la fosa con ecuanimidad y la veía como si fuera la propia. La moraleja no era que mirar al pozo surte efecto, que filosofar nos enseñará a morir; la historia era más bien un lamento por la pérdida de la capacidad de sentir algo, al principio por tus amigos, luego por ti mismo y al final por tu propia extinción.

Tal sería, en realidad, nuestra tragedia, de la cual la muerte bien podría ofrecernos el único alivio. Siempre he desconfiado de la idea de que la vejez depara serenidad y he sospechado que muchos viejos estaban tan atormentados emocionalmente como los jóvenes, aunque socialmente se les prohibiera confesarlo. (Esta era la razón objetiva de brindar a mi padre una aventura septuagenaria en aquel relato.) Pero ¿y si yo me equivocase —doblemente— y esta obligada fachada de serenidad enmascarase no unos sentimientos turbulentos sino lo opuesto: indiferencia? A los sesenta, miro a mis muchos amigos y reconozco que algunos de ellos son menos amistades que recuerdos de amistades. (Hay todavía placer en el recuerdo, pero aun así.) Llegan nuevas amistades, por supuesto, pero no tantas como para ahuyentar el temor de que algún terrible enfriamiento —el equivalente emocional de la muerte del planeta— nos acecha. A medida que a uno le crecen las orejas y se le parten las uñas, el corazón se le encoge. De modo que aquí topamos con otro «¿preferirías?». ¿Preferirías morir transido por el dolor de que te arranquen de aquellos a quienes has amado tanto tiempo, o morir cuando tu vida emocional toca a su fin, cuando observas el mundo con indiferencia, tanto por los demás como por ti mismo? «No hay recuerdos del éxito / que expíen el olvido posterior / ni tornen el duro final algo mejor.» Turguéniev, que acababa de cumplir sesenta, escribió a Flaubert: «Esto es el comienzo del fin de la vida. Un proverbio español dice que la cola es la parte más difícil de desollar... La vida se vuelve completamente egocéntrica, una lucha defensiva contra la muerte; y esta exageración de la personalidad significa que deja de ser interesante, incluso para la persona en cuestión.»

No sólo es arduo mirar al pozo, sino mirar a la vida. Es difícil para nosotros contemplar fijamente la posibilidad, y no digamos la certeza, de que la vida sea una cuestión de azar cósmico, que su propósito fundamental sea la mera perpetuación de sí misma, que se despliegue en el vacío, que nuestro planeta flote a la deriva un día en un helado silencio, y que la especie humana, tal como se ha desarrollado, con todo su frenesí y su complejidad extrema, desaparezca totalmente y no se note su falta, porque no habrá nada ni nadie que nos eche de menos. Esto es lo que significa crecer. Y es una perspectiva aterradora para una especie que durante tanto tiempo ha recurrido a dioses en busca de explicación y consuelo. He aquí a un periodista católico reprendiendo a Richard Dawkins por envenenar el corazón y la cabeza de los jóvenes: «Monstruos intelectuales como Dawkins, el enemigo de Dios, divulgan su evangelio desesperanzado de nihilismo, futilidad, vacuidad, el vacío de la vida, el sinsentido en cualquier parte y en cualquier momento y, por si no conocéis esta útil palabra, la flocinaucinihilipilificación.» (Significa «considerar sin valor».) Por detrás del exceso y de la tergiversación del ataque se huele el miedo. Cree en lo que yo creo —cree en Dios, y en una finalidad, y en la promesa de la vida eterna—, porque la alternativa es un puto horror. Serías como esos niños que atraviesan temerosos el bosque austríaco de noche. Pero en vez del agradable Herr Witters que te exhorta a pensar sólo en Dios, estaría el odioso tío Dawks, el profesor de ciencias, asustándote con cuentos de osos y de muerte y ordenándote que admires las estrellas para apartar el pensamiento de las cosas.

BOOK: Nada que temer
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