Read Musashi Online

Authors: Eiji Yoshikawa

Musashi (4 page)

BOOK: Musashi
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Matahachi volvió a desternillarse de risa y Takezō se encogió de hombros.

—Quizá tengas razón. Ésa podría ser la mejor manera de solucionar las cosas.

Aún tenía sus reservas, pero después de esta conversación visitó la casa. Okō, a quien sin duda le gustaba tener compañía, más concretamente masculina, les hacía sentirse por completo a sus anchas. Sin embargo, de vez en cuando les sobresaltaba al sugerir que uno de ellos se casara con Akemi. Esto parecía aturdir a Matahachi más que a Takezō, el cual se limitaba a hacer caso omiso de la sugerencia o respondía con una observación chistosa.

Era la temporada del suculento y fragante matsutake, que crece al pie de los pinos, y Takezō se relajó lo suficiente para salir en busca de los grandes hongos en la boscosa montaña que se alzaba detrás de la casa. Akemi, con un cesto en la mano, buscaba de un árbol a otro. Cada vez que notaba el aroma de los hongos, su voz inocente reverberaba a través del bosque.

—¡Allí, Takezō! ¡Hay montones de ellos!

Y él, que buscaba en las proximidades, replicaba invariablemente:

—Aquí también hay muchos.

El sol de otoño se filtraba hasta ellos entre las ramas de los pinos, en haces tenues e inclinados. La alfombra de pinaza en el fresco refugio de los árboles era mullida y polvorienta. Cuando se cansaban de buscar hongos, Akemi le desafiaba, riendo.

—¡Veamos quién tiene más!

—Te gano —siempre replicaba él, pagado de sí mismo, y ella le inspeccionaba el cesto.

Aquel día no fue diferente de los demás.

—¡Ja, ja! ¡Lo sabía! —exclamó la muchacha. Llena de júbilo, como sólo pueden estarlo las jovencitas de su edad, sin pizca de timidez o afectado recato, se inclinó sobre el cesto de Takezō—. ¡Tienes un montón de setas venenosas!

Entonces separó las setas malas una tras otra, sin contarlas en voz alta pero con movimientos tan lentos e intencionados que Takezō difícilmente habría podido ignorarlos ni siquiera con los ojos cerrados. Arrojó cada seta venenosa tan lejos como pudo. Una vez finalizada su tarea, alzó la vista, su joven rostro radiante de satisfacción de sí misma.

—¡Ahora mira cuántas tengo más que tú!

—Se está haciendo tarde —musitó Takezō—. Volvamos a casa.

—Estás enfadado porque has perdido, ¿verdad?

Echó a correr por la ladera de la montaña como un faisán, pero de súbito se detuvo en seco, el rostro ensombrecido por una expresión de alarma. Avanzando en diagonal por el bosque, hacia la mitad de la ladera, se aproximaba un hombre gigantesco. Sus pasos eran largos y lánguidos, y sus ojos feroces miraban directamente a la frágil muchacha. Su aspecto primitivo asustaba. Todo en él tenía resabios a lucha por la supervivencia, y presentaba un inequívoco aire de belicosidad: cejas tupidas, el grueso labio superior curvado hacia arriba, una pesada espada, cota de malla y una piel animal con la que se envolvía.

—¡Akemi! —rugió cuando estuvo más cerca de ella.

Una ancha sonrisa apareció en sus labios, mostrando una hilera de dientes amarillentos y cariados, pero el rostro de Akemi siguió sin revelar nada más que horror.

—¿Está en casa esa maravillosa mamá tuya? —preguntó con premioso sarcasmo.

—Sí —dijo ella en un hilo de voz.

—Bien, cuando vuelvas a casa, quiero que le digas algo. ¿Lo harás por mí? —Hablaba con una cortesía burlona.

—Sí.

Entonces el tono del hombre se volvió áspero.

—Dile que no me engañe e intente ganar dinero a mis espaldas, y que pronto vendré a buscar mi tajada. ¿Me has entendido? —Akemi no dijo nada—. Probablemente cree que no estoy enterado, pero el tipo a quien vende la mercancía vino a verme. Apuesto a que también estuviste en Sekigahara, ¿no es cierto, pequeña?

—¡No, claro que no! —protestó ella débilmente.

—Bueno, no importa. Dile lo que acabo de decirte. Si me juega otra mala pasada, la echaré a patadas de la vecindad.

Miró un momento a la muchacha con expresión furibunda y luego se marchó pesadamente en dirección al pantano.

Takezō desvió la vista del desconocido que se alejaba y miró a Akemi con preocupación.

—¿A qué viene todo esto?

Akemi le respondió en voz cansada, los labios todavía temblorosos:

—Se llama Tsujikaze y viene del pueblo de Fuwa. —Estas palabras fueron poco más que un susurro.

—Es un saqueador, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué está tan enfadado?

La muchacha permaneció en pie sin decir nada.

—No se lo diré a nadie —le aseguró él—. ¿Ni siquiera puedes decírmelo?

Akemi, claramente abatida, parecía buscar las palabras. De repente se apoyó en el pecho de Takezō y le suplicó:

—Prométeme que no se lo dirás a nadie.

—¿A quién se lo diría? ¿A los samuráis de Tokugawa?

—¿Recuerdas la noche que me viste por primera vez en Sekigahara?

—Claro que la recuerdo.

—Bien, ¿todavía no has imaginado lo que hacía allí?

—No, no he pensado en ello —dijo él con cara de palo.

—¡Pues estaba robando! —Le miró fijamente, midiendo su reacción.

—¿Robando?

—Después de un combate, voy al campo de batalla y me llevo cosas de los soldados muertos: espadas, adornos de las vainas, bolsas de incienso..., cualquier cosa que podamos vender. —Le miró de nuevo en busca de una señal de desaprobación, pero el rostro de Takezō no revelaba nada—. Eso me asusta —añadió suspirando, y entonces se volvió pragmática—, pero necesitamos el dinero para comprar comida, y si me niego a ir mi madre se enfurece.

El sol todavía estaba bastante alto en el cielo. A indicación de Akemi, Takezō se sentó en la hierba. A través de los pinos veían la casa en el pantano.

Takezō asintió como si acabara de explicarse algo. Poco después dijo:

—Esa historia de que cortáis artemisa en las montañas para hacer moxa... ¿Era mentira?

—¡Oh, no, también lo hacemos! Pero mi madre tiene unos gustos muy caros. Nunca podríamos mantenernos sólo con la moxa. Cuando mi padre estaba vivo, vivíamos en la casa más grande del pueblo, qué digo, de los siete pueblos de Ibuki. Teníamos muchos criados, y mi madre siempre llevaba cosas bonitas.

—¿Era tu padre mercader?

—Oh, no, era el jefe de los saqueadores locales. —Los ojos de Akemi brillaron de orgullo. Era evidente que ya no temía la reacción de Takezō y daba rienda suelta a sus verdaderos sentimientos, resuelta y con los puños cerrados mientras hablaba—. Ese Tsujikaze Temma, el hombre que acabamos de ver, le mató. Por lo menos todo el mundo dice que lo hizo.

—¿Quieres decir que tu padre fue asesinado?

La muchacha asintió en silencio, sin poder evitar que las lágrimas acudieran a sus ojos, y Takezō sintió que algo en lo más profundo de sí mismo empezaba a fundirse. Al principio no había sentido mucha simpatía por ella. Aunque era más pequeña que la mayoría de las muchachas de su edad, en general hablaba como una mujer adulta, y de vez en cuando hacía un movimiento rápido que le ponía a uno en guardia. Pero cuando las lágrimas empezaron a desprenderse de sus largas pestañas, él se sintió de repente lleno de compasión. Deseaba abrazarla, protegerla.

De todos modos, no era una chica que hubiera tenido algo semejante a una educación apropiada. Que no había vocación más noble que la de su padre parecía ser algo que ella nunca ponía en tela de juicio. Su madre la había persuadido de que era del todo correcto despojar a los cadáveres, no para comer con las ganancias sino para llevar un buen tren de vida. Muchos ladrones consumados habrían rechazado la tarea.

Durante los largos años de contiendas feudales se había llegado al punto en que todos los holgazanes inútiles del país se dedicaban a ganarse la vida de esa manera. La gente lo esperaba más o menos de ellos. Cuando estallaba la guerra, los dirigentes militares locales incluso utilizaban sus servicios, recompensándoles generosamente por prender fuego a los suministros del enemigo, extender falsos rumores, robar caballos de los campamentos enemigos y cosas por el estilo. Muy a menudo se les compraba sus servicios, pero incluso cuando no era así, una guerra ofrecía innumerables oportunidades. Además de buscar objetos valiosos entre los cadáveres, a veces incluso podían obtener recompensas por matar samuráis con cuyas cabezas simplemente habían tropezado y las habían recogido. Una gran batalla posibilitaba a aquellos carroñeros sin escrúpulos vivir cómodamente durante seis meses o un año.

En las épocas más turbulentas, incluso el granjero ordinario y el leñador habían aprendido a beneficiarse de la desgracia humana y el derramamiento de sangre. La lucha en las afueras de su pueblo podía impedir trabajar a aquellas almas sencillas, pero se habían adaptado ingeniosamente a la situación y descubierto la manera de ir revolviendo y examinando los restos de la vida humana, como buitres. Debido en parte a esas intrusiones, los saqueadores profesionales mantenían una vigilancia estricta de sus territorios respectivos. Una férrea ley establecía que los cazadores furtivos, es decir, los bandidos que invadían el terreno de otros bandidos más poderosos, no podían salir indemnes. Quienes se atrevían a violar los derechos que se habían otorgado a sí mismos aquellos matones corrían el riesgo de ser cruelmente castigados.

Akemi se estremeció y dijo:

—¿Qué vamos a hacer? Los sicarios de Temma vienen hacia aquí, estoy segura.

—No te preocupes —la tranquilizó él—. Si aparecen por aquí les saludaré personalmente.

Cuando descendieron de la montaña, el crepúsculo dominaba el pantano y todo estaba quieto. Una estela de humo, procedente del fuego para calentar el baño de la casa, ascendía por encima de una hilera de altos juncos, como una ondulante serpiente aérea. Okō, que había terminado de aplicarse su maquillaje nocturno, estaba en pie junto a la puerta trasera. Cuando vio a su hija que se aproximaba al lado de Takezō, le gritó:

—¡Akemi! ¿Qué has estado haciendo hasta tan tarde?

Su mirada y el tono de su voz eran severos. La muchacha, que hasta entonces había caminado distraída, se paró en seco. Era más sensible a los estados de ánimo de su madre que a cualquier otra cosa en el mundo. Su madre había nutrido aquella sensibilidad y, al mismo tiempo, aprendido a explotarla, a manipular a su hija como si fuera una marioneta con una simple mirada o un gesto. Akemi se apresuró a huir del lado de Takezō y, ruborizándose ostensiblemente, entró corriendo en la casa.

Al día siguiente Akemi habló a su madre de Tsujikaze Temma. Okō montó en cólera.

—¿Por qué no me lo dijiste en seguida? —le gritó, yendo de un lado a otro como una loca, tirándose del cabello, sacando objetos de cajones y armarios y amontonándolos en medio de la habitación—. ¡Matahachi! ¡Takezō! ¡Echadme una mano! Tenemos que esconderlo todo.

Matahachi movió una tabla que le había señalado Okō y se alzó por encima del techo. No había mucho espacio entre el techo y las vigas. Uno apenas podía reptar, pero aquel hueco servía a los fines de Okō y, muy probablemente, de su difunto marido. Takezō, de pie en un taburete entre madre e hija, empezó a pasar objetos a Matahachi, uno tras otro. Si Takezō no hubiera oído la explicación que le dio Akemi el día anterior, se habría asombrado ante la variedad de artículos que ahora veía.

Takezō sabía que las dos mujeres se dedicaban a aquello desde hacía largo tiempo, pero aun así resultaba pasmoso ver la cantidad de cosas que habían acumulado. Había una daga, una borla de lanza, una manga de armadura, un casco sin coronamiento, un relicario portátil en miniatura, un rosario budista, un estandarte... Incluso había una silla de montar lacada, bellamente tallada y decorada con taracea de oro, plata y madreperla.

Matahachi se asomó a la abertura en el techo y, con una expresión de perplejidad, preguntó:

—¿Ya está todo?

—No, hay una cosa más —dijo Okō, y salió precipitadamente. Regresó al cabo de un momento, trayendo una espada de madera de roble negro, que medía cuatro pies de largo.

Takezō empezó a pasar la espada a Matahachi, que aguardaba con los brazos extendidos, pero el peso, la curvatura y el perfecto equilibrio del arma le impresionaron tanto que no podía soltarla. Se volvió a Okō, mirándola tímidamente.

—¿Crees que podría quedármela? —le preguntó, con una nueva vulnerabilidad reflejada en los ojos. Se miró los pies, como si dijera que ya sabía que no había hecho nada para merecer la espada.

—¿La quieres de veras? —replicó en un tono suave y maternal.

—¡Sí..., sí..., la quiero de veras!

Aunque ella no había dicho que podía quedársela, le sonrió, mostrando un hoyuelo, y Takezō supo que la espada era suya. Matahachi saltó desde el techo, rebosante de envidia, y tocó la espada codiciosamente, haciendo reír a Okō.

—¡Mira qué pucheros hace el hombrecito porque no ha recibido un regalo!

Intentó apaciguarle dándole un bonito monedero de cuero tachonado de ágatas, pero Matahachi no parecía muy satisfecho y no dejaba de mirar la espada de roble negro. Sus sentimientos estaban heridos y el monedero apenas sirvió para aliviar su magullado orgullo.

Al parecer, cuando vivía su marido, Okō había adquirido el hábito de darse cada noche un despacioso baño caliente, maquillarse y luego beber un poco de sake. En una palabra, dedicaba casi tanto tiempo a su aseo personal como la geisha mejor pagada. No era la clase de lujo que podía permitirse la gente ordinaria, pero ella insistía en hacerlo e incluso enseñó a Akemi a seguir los mismos pasos, aunque a la muchacha le parecía aburrido y las razones para hacerlo insondables. A Okō no sólo le gustaba vivir bien, sino que estaba decidida a mantenerse eternamente joven.

Aquella noche, cuando estaban sentados alrededor del hogar, que era un hoyo en el suelo, Okō sirvió sake a Matahachi e intentó persuadir a Takezō para que bebiera también. Como él se negaba a hacerlo, la mujer le puso la taza en la mano, le agarró por la muñeca y le obligó a llevarse la bebida a los labios.

—Los hombres tienen que ser capaces de beber —le regañó—. Si no puedes hacerlo solo, te ayudaré.

De vez en cuando, Matahachi la miraba inquieto. Consciente de su mirada, Okō se tomaba más familiaridades con Takezō. Juguetonamente le puso la mano en la rodilla y empezó a tararear una popular canción de amor.

Por entonces Matahachi ya estaba harto. De repente se volvió a Takezō y le dijo impulsivamente:

—¡Deberíamos ponernos en marcha cuanto antes!

BOOK: Musashi
4.25Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Silken Threads by Patricia Ryan
Harriet Beecher Stowe : Three Novels by Harriet Beecher Stowe
Younger by Pamela Redmond Satran
Macbeth and Son by Jackie French
Spawn of Man by Terry Farricker
The Hell Screen by I. J. Parker
Maps for Lost Lovers by Nadeem Aslam
Saving Katya by Edwards, Sandra