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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Intriga, Policíaco

Morir a los 27 (46 page)

BOOK: Morir a los 27
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Perdomo volvió a asentir con resignación. El inspector había advertido que, durante el visionado de la película, la periodista había pulsado varias veces el botón con el que se llama a las azafatas. Cuando al cabo de cinco minutos acudió, finalmente, una de ellas, Amanda le solicitó una bandeja de comida. La auxiliar de vuelo le informó que quedaban tan sólo diez minutos para el aterrizaje y que era imposible atender su pedido. La periodista empezó a contarle entonces, ante los oídos atónito de Perdomo, que padecía hipoglucemia aguda y que tenía su vehículo estacionado en el parking del aeropuerto. Ella sería responsable de lo que pudiera sobrevenirle si, como consecuencia de un bajón de tensión al volante, en el camino de Kastrup a Copenhague, perdía el control de su vehículo y se salía de la calzada. La azafata no pareció impresionada con aquella hipótesis tan catastrofista y sugirió a Amanda que tomara un
snack
en cualquiera de las cafeterías del aeropuerto. ¿Sabía la señora que el aeropuerto danés estaba considerado uno de los mejores del mundo y que había recibido numerosos premios internacionales por la calidad de sus instalaciones, incluidos restaurantes y cafeterías? Amanda afirmó que conocía de sobra las excelencias de Kastrup, pero que no disponía de tiempo para detenerse a almorzar en el aeropuerto, ya que su profesión era la de cirujana y le habían programado una operación a corazón abierto para aquella misma tarde. ¿Sería mucho pedir que le trajera al menos un zumo de frutas antes del aterrizaje? ¿O acaso quería hacerse responsable también de que una niñita, a la que tenía que implantar una válvula mitral dentro de dos horas, sufriera las consecuencias de su visión borrosa y de su pulso inestable, ocasionado por su bajo nivel de azúcar en sangre? Incapaz de concebir que ningún ser humano fuera capaz de inventar tal sarta de mentiras con tal de conseguir un
snack
en un avión, la azafata desapareció durante unos segundos y regresó al poco con un zumo de pina, de un sospechoso color gris perla, y un infame bocadillo de jamón y queso, envuelto en papel de celofán, que Amanda estuvo masticando como si fuera un chicle (pues el pan parecía de goma) hasta que el avión tomó tierra en Kastrup.

Faltaban tan sólo siete horas para la gran partida.

63

Lies (Elton John versión)

En cuanto Perdomo y Amanda descendieron del avión y pudieron conectar los teléfonos móviles, se dedicaron a atender las llamadas y mensajes cortos que les habían enviado durante el vuelo. Villanueva había dejado un mensaje de voz en el buzón del inspector, informándole de que ya disponían del ADN de Ivo el búlgaro, por lo que podrían imputarle, como mínimo, el intento de homicidio del agente Charley. Los restos de epidermis encontrados bajo las uñas del agente habían sido suficientes para obtener el mapa genético del peligroso delincuente. Pero la noticia bomba —que llevó a Perdomo a devolverle de inmediato la llamada a su ayudante— era el asesinato de una persona, esa misma mañana, en Madrid. Villanueva informó a su jefe de que el subdito búlgaro Malin Stefanev —el soplón que les había facilitado la información sobre la reaparición de Ivo en el Bernabéu— había sido encontrado muerto en su domicilio del barrio madrileño de La Latina, con la cabeza abierta de un hachazo. Era la marca de Ivo. Éste debía de haber averiguado que Malin le había delatado y, a pesar del peligro que corría en Madrid, había retrasado su huida de la ciudad para ajustarle las cuentas a su antiguo compinche, en el presente a sueldo de la policía española.

—Por eso nos lo encontramos aquel día en la plaza de Santa Ana, jefe —le recordó Villanueva—. Iba camino de liquidar a Stefanev.

Amanda, por su parte, había recibido un SMS de Rami, el cocinero, en el que le informaba de que la lancha que les llevaría hasta el
Revenge
para disputar la partida les recogería en el puerto de Helsingor a las 21 horas. Debían ser puntuales, ya que la embarcación tenía que hacerse cargo también del resto de los jugadores y, en caso de retraso, sólo podría esperarles cinco minutos.

—¡Vamos a conocer a los descendientes de Hamlet! —exclamó entusiasmada la periodista.

Como viera, por la expresión de Perdomo, que éste no tenía la menor idea de a lo que se estaba refiriendo, la periodista le explicó que la ciudad de Helsingor fue la elegida por William Shakespeare para ambientar su más famosa tragedia,
Hamlet
, aunque él la rebautizó como Elsinor.

—Lo de «Algo huele a podrido en Dinamarca» —apostilló Amanda— sigue estando, como ves, plenamente vigente.

Dado que Elsinor estaba tan sólo a cuarenta y cinco kilómetros de Copenhague y desde el aeropuerto salían trenes hacia allí cada veinte minutos, Perdomo propuso almorzar en el propio Kastrup. Después, y con varias horas de antelación sobre el horario de recogida, se pondrían en marcha hacia el punto de destino, y calmarían la ansiedad de la espera visitando el castillo de Kronborg, residencia oficial del ficticio príncipe de Shakespeare.

El inspector dejó en manos de Amanda la elección del restaurante donde habrían de almorzar. Tras consultar la variada oferta —que incluía un par de italianos, un asador de carne y una barra de tapas escandinavas—, la periodista se decantó por un restaurante de nueva cocina nórdica. Mientras degustaban los exquisitos manjares que habían conseguido que Dinamarca entrara por fin en la Guía Michelin —desde las pequeñas gambas de Groenlandia hasta la sabrosa carne de buey almizclero—, Amanda volvió a preguntar a Perdomo sobre las técnicas del FBI para detectar a los mentirosos.

—Cuanto más preparada vaya a la partida, más oportunidades tendré de ganar el torneo —afirmó con descaro la periodista—. Y no querrás regresar a Madrid teniendo que anunciarle a la desconsolada viuda de Winston que no sólo no has conseguido una muestra del ADN del asesino de su marido, sino que además te has pulido los doscientos mil euros de la provisión de fondos,
my dear
.

Perdomo sonrió ante las refinadas tácticas de manipulación psicológica de su compañera de viaje.

—Está bien —concedió resignado—, pero utiliza la información que te estoy dando con mesura; y sobre todo no le cuentes a nadie cómo te has hecho con ella. Si los criminales empiezan a estar al tanto de las técnicas que empleamos en los interrogatorios, el índice de sentencias condenatorias empezará a descender radicalmente. ¿Has oído hablar del
self-soothing
?

—Sé el inglés suficiente para intentar una traducción literal —respondió la reportera—. Es algo así como «autoalivio», ¿verdad?

—Verdad —dijo Perdomo—. Cuando uno le miente a la policía o al juez, no está cómodo, porque aunque se tenga la falsa declaración muy ensayada, siempre existe la posibilidad de incurrir en una contradicción que te deje en evidencia. Para compensar el estrés que sienten al mentir, los sospechosos suelen efectuar movimientos corporales para tranquilizarse: se acarician las manos, se frotan los muslos, se administran a sí mismos pequeños masajes con el propósito de aliviar la incomodidad que les producen sus propias mentiras.

—¿Tú crees? —preguntó Amanda con recelo—. Yo tengo un amigo, Bernardo, con el que juego al póquer todas las semanas, que desde que se sienta a jugar hasta que se levanta, se pasa toda la partida repitiendo este gesto.

La periodista cruzó los brazos sobre el pecho y se los acarició con las manos.

—Eso es porque para tu amigo Bernardo, el hecho mismo de jugar al póquer supone una situación estresante —explicó Perdomo—. Para poder aplicar las técnicas de las que te estoy hablando, primero hay que observar cómo se comporta el sujeto cuando está relajado —concluyó el inspector. Amanda sonrió.

—Lo que dices suena verosímil —repuso—. A mi amigo, lo que le gusta es tener buenas cartas, no jugar al póquer. Como en el Texas hay que ser muy paciente, porque sólo recibes buenas manos el veinte por ciento de las veces, está tenso durante toda la partida. ¿Qué más secretos del FBI estás dispuesto a compartir conmigo,
coochie-coochie
?

Perdomo fue a responder, pero se detuvo al escuchar el aviso de que un SMS acababa de llegar al móvil de Amanda. Ésta leyó con avidez el texto del mensaje y cuando volvió a dejar el teléfono sobre la mesa, pareció satisfecha.

—Es de Rami —anunció—. Me adelanta algunas de las exquisiteces que nos ha preparado para el descanso de la partida.

—¿Descanso? —preguntó el inspector algo extrañado.

—Sí, descanso —confirmó la periodista—. Como los torneos de póquer son agotadores (nadie puede jugar con concentración plena durante más de dos horas), se suelen hacer pequeños parones de no más de diez minutos. Pero la que me acaba de dar Rami es una noticia extraordinaria: el
break
previsto para degustar los deliciosos aperitivos que ha preparado para los jugadores es de treinta minutos. Eso quiere decir que tendremos tiempo de sobra para hablar con nuestros contrarios y observar qué gestos hacen cuando están relajados.

Perdomo se revolvió inquieto en la silla.

—¿Seguimos sin saber nada de qué jugadores se sentarán a la mesa?

Por toda respuesta, Amanda volvió a coger el teléfono y llamó directamente al cocinero. Por las reacciones de Amanda, era evidente que Rami estaba respondiendo en voz muy baja, señal de que no quería ser espiado a través de los delgados tabiques del
Revenge
. La conversación duró apenas dos minutos y sólo sirvió para revelar la identidad de uno de los jugadores.

—Rami —dijo Amanda, tras colgar el teléfono— dice que a O'Rahilly no le gusta compartir con la tripulación información alguna sobre las personas que sentarán en la mesa. Tampoco el resto de los jugadores sabe quiénes serán sus contrincantes. Esto le otorga al irlandés una posición ventajosa sobre sus rivales, puesto que ninguno puede llevar a cabo averiguaciones previas sobre la manera de jugar de sus contrarios. Sin embargo, uno de ellos se ha hecho ya habitual de la partida, porque es muy amigo de O'Rahilly, además de su confesor personal. Es el padre Hughes.

Perdomo se atragantó con una minúscula gamba de Groenlandia, al escuchar que un sacerdote católico se sentaría a jugar con ellos.

—¿De dónde saca un cura cien mil euros para jugar al póquer? —preguntó estupefacto.

—No ha acabado de contarme la historia —respondió Amanda—, pero parece que el dinero le viene de una indemnización millonaria: sacerdote acusado por los padres de un niño de abusos deshonestos, juicio en el que el cura consigue demostrar que no sólo es inocente sino que el padre del chaval ha falsificado pruebas para imputarle un delito sexual y demanda civil del religioso exigiendo un fortísimo resarcimiento económico, por daños a su imagen y a la de la parroquia donde ejerce su ministerio. No he podido averiguar cuánto logró sacarle a la familia del chico ni los tenebrosos motivos por los que el padre de la criatura le imputó un falso delito al padre Hughes. Lo que está claro es que el dinero de la indemnización no ha ido a parar al cepillo de la iglesia, y que el páter opta esta noche a levantarse casi un millón de euros.

—¡Joder con el páter! —exclamó Perdomo.

—Los curas se me dan de miedo, Perdomito —dijo la otra, entusiamada—. Cuando estaba en la facultad, me llevé a la cama a uno de ellos.

—¿Te acostaste con un sacerdote? —preguntó, atónito, el policía—. ¡Eso sí que no me lo creo!

Amanda empezó a canturrear coquetamente:

I've lied for a stolen moment

I've liedfor one more clue

I've lied about most everything

But I never lied to you.

—Es una canción de Elton John que se titula
Lies
—reveló la periodista—. Nunca te mentiría sobre algo tan importante como mis conquistas amorosas,
my dear
. Nos acostamos una sola vez y cuando yo le dije que me había enamorado de él, el cabronazo me contestó que tenía que ser fuerte y olvidarle, porque él quería seguir con su ministerio.

—Te creo —dijo Perdomo, impresionado.

—¿Algo más que tenga que saber sobre cómo atrapar a un mentiroso? —insistió Amanda.

Perdomo estuvo tentado de pedirle más detalles a Amanda sobre su
affaire
con el sacerdote. ¿Dónde se habían conocido? ¿Quién de los dos había dado el primer paso? ¿Cuántos años tenía ella cuando ocurrió todo? Pero comprendió que si daba muestras de curiosidad, la periodista podría llegar a explayarse sobre el tema durante toda la comida. El inspector no quería, además, que Amanda se sintiera con derecho a sonsacarle a él información sobre sus relaciones íntimas, con el argumento de que ella sí se había prestado a abrirle su corazón. Decidió, por tanto, soslayar el asunto y ceñirse a la conversación que habían interrumpido.

—Los ojos proporcionan gran información —continuó, adoptando cierto aire profesoral—. En el momento de la mentira, el sospechoso apenas parpadea. Está ejerciendo un control tan férreo sobre sí mismo que los músculos de la cara se le paralizan, como si se hubiera inyectado bótox. Ten en cuenta, Amanda, que cuando se miente, no sólo hay que inventar una historia plausible, sino recordar luego cada detalle de la misma, para no incurrir en contradicciones. Superado este momento de tensión, se produce una relajación, y los párpados, que habían permanecido casi inmóviles, llegan a moverse hasta ocho veces más deprisa de lo normal.

—Jamás he visto a ningún jugador de póquer que aletee sus pestañas como un colibrí —argüyó Amanda—. Pero es cierto que muchos jugadores llevan gafas oscuras para evitar que sus ojos les delaten, así que no seré yo quien ponga en cuestión los datos del FBI.

—Sobre todo porque son fruto de años de investigación —replicó Perdomo—. Se crean grupos de estudio y se pide a los voluntarios que se dejen colocar electrodos en los ojos, para medir cada reacción, de modo que los resultados son muy precisos.

Un camarero lleno de piercings en la cara se acercó por fin a traerles el postre de nueva cocina nórdica, incluido en el menú degustación:
créme brülée
de palomitas, ensalada de frutas y mermelada de limón. Los dos comensales lo encontraron delicioso.

—Tal vez haya otro movimiento ocular que sí hayas observado sobre una mesa de póquer —continuó Perdomo—. El FBI lo llama
hooding
. Es una especie de parpadeo de larga duración, una caída de ojos prolongada que realiza el sospechoso un segundo antes de mentir.

Perdomo reprodujo el movimiento al que se estaba refiriendo, para que Amanda lo comprendiera más claramente.

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