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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (23 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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—Cuando te conocí —dice— me diste mucha envidia. Deseaba tener tu cara. Pensé que ir por la vida con esa cara requería mucho más valor que cualquier operación de cambio de sexo. Te permitiría hacer descubrimientos mayores. Te haría más fuerte de lo que yo podría llegar a ser jamás.

Empecé a bajar las escaleras. Brandy con sus zapatos planos, yo sumida en una confusión total, llegamos al vestíbulo y a través de las puerta de la sala de estar oímos la voz prolongada y profunda del señor Parker, escupiendo una y otra vez.

—Eso es. No haga nada más.

Brandy y yo nos paramos un momento junto a la puerta. Nos quitamos las pelusas de papel higiénico la una a la otra, y yo le ahueco a Brandy el pelo por detrás. Brandy se sube un poco las bragas y se estira la chaqueta.

La postal y el libro, metidos en su chaqueta; la polla, metida por debajo de las bragas. No se nota ninguna de las dos cosas.

Abrimos la puerta corredera de la sala y allí están el señor Parker y Ellis. El señor Parker tiene los pantalones bajados hasta las rodillas, y el culo peludo al aire. El resto de su desnudez está hundida en el rostro de Ellis. Ellis Island, antes agente especial de la brigada antivicio, Manus Kelley.

—Sí. Haz solo eso. Es fantástico.

Ellis se merece un sobresaliente en interpretación. Aprieta con las manos las nalgas del universitario futbolista y, con su barbilla cuadrada, de chico de cartel nazi, succiona todo lo que se puede tragar. Ellis gruñe y se atraganta mientras sale de su retiro forzoso.

27

El empleado de la oficina de correos me pide un documento de identidad, pero tiene que conformarse con mi palabra. La foto de mi carnet de conducir podría ser perfectamente de Brandy. Esto significa que tengo que escribir un montón de notas en papelajos para explicarle cómo soy ahora. Todo el tiempo que paso en la oficina de correos, miro de reojo para ver si soy portada del cartel de persona más buscada por el FBI.

Casi medio millón de dólares equivale a doce kilos de billetes de diez y de veinte metidos en una caja. Además, junto con el dinero hay una notita rosa de Evie, que dice: Blablablá, te mataré si me cruzo contigo. Y no puedo sentirme más feliz.

Arranco la etiqueta antes de que Brandy vea a quién va dirigido el envío.

Una ventaja de ser modelo es que mi número de teléfono no aparecía en las guías, y Brandy no podía encontrarme en ninguna ciudad. No estaba en ninguna parte. Y ahora viajamos hacia Evie. Hacia el destino de Brandy. Durante todo el camino de vuelta, Ellis y yo escribimos postales desde el futuro y las lanzamos por la ventanilla mientras nos dirigimos hacia el sur por la Interestatal 5 a tres kilómetros por minuto. Cada dos minutos estamos seis kilómetros más cerca de Evie y de su escopeta. Cada hora, ciento ochenta kilómetros más cerca del destino.

Ellis escribe: «Tu nacimiento es un error que te pasas toda la vida intentando enmendar».

La ventanilla electrónica del Lincoln desciende algo más de un centímetro, y Ellis lanza la postal al aire.

Yo escribo: «Te pasas la vida entera intentando convertirte en Dios, y luego mueres».

Ellis escribe: «Si no compartes tus problemas, lamentarás escuchar los problemas de otros».

Yo escribo: «Dios se limita a observarnos y a matarnos cuando le fastidiamos. No debemos convertirnos en un fastidio».

Pasemos a cuando estamos leyendo los anuncios inmobiliarios del periódico, buscando casas grandes. Lo hacemos cada vez que llegamos a una ciudad nueva. Nos sentamos en la terraza de un café agradable, nos tomamos un capuchino con trocitos de chocolate y leemos el periódico. Luego, Brandy llama a todas las inmobiliarias para saber en cuáles de las casas que se anuncian todavía vive gente. Ellis hace una lista de las casas que asaltaremos al día siguiente.

Nos alojamos en un buen hotel y echamos una cabezada. Pasada la medianoche, Brandy me despierta con un beso. Ella y Ellis se van a vender lo que robamos en Seattle. Seguramente han estado follando. No me importa.

—No —dice Brandy—, la señorita Alexander no llamará a las hermanas Rhea mientras esté en la ciudad. Además, está convencida de que la única vagina que vale la pena tener es la que una misma pueda pagarse con sus propios medios.

Ellis está parado en el umbral de la puerta; parece un superhéroe y me entran ganas de que se lance sobre mi cama y me salve. Pero desde que estuvimos en Seattle es mi hermano. Y una no puede enamorarse de su hermano.

Brandy dice:

—¿Quieres el mando a distancia de la tele? —Brandy enciende el televisor y allí está Evie, asustada y desesperada, con su pelo de arco iris en todos los tonos posibles de rubio. Evelyn Cottrell, Inc. , el fracaso favorito de todo el mundo, se tambalea entre el público del plató con su vestido de lentejuelas, suplicando a la gente que pruebe sus derivados cárnicos.

Brandy cambia de canal.

Brandy cambia de canal.

Brandy cambia de canal.

Evie está en todas partes pasada la medianoche, ofreciendo lo que lleva en una bandeja de plata. El público la ningunea; todos se miran en el monitor, atrapados en ese lazo de realidad que consiste en mirarse a uno mismo mirándose a uno mismo, intentando descifrar quién es exactamente esa persona, como hacemos todos cuando nos miramos en un espejo.

La cámara se detiene en Evie, y yo casi la oigo decir: Ámame.

Ámame, ámame, ámame, ámame, ámame, ámame, ámame. Seré quien tú quieras que sea. Úsame. Cámbiame. Puedo ser delgada, con los pechos grandes y el pelo largo. Destrózame. Conviérteme en un objeto, pero ámame.

Volvamos a cuando Evie y yo posamos en un desguace, en un matadero, en un depósito de cadáveres. Íbamos a cualquier parte donde el contraste nos hiciera salir bien, y me doy cuenta de que lo que menos me gusta de Evie es que sea tan frívola, tan tonta y necesitada. Pero lo que más detesto es que sea casi como yo. Lo que de verdad detesto es a mí misma, y por eso detesto a casi todo el mundo.

Pasemos al día siguiente, cuando encontramos unas cuantas casas, una mansión, un par de palacios y un castillo lleno de fármacos. A eso de las tres de la tarde nos reunimos con un agente inmobiliario en el salón de una mansión de West Hills. Estamos rodeados de camareros y floristas. La mesa del comedor está dispuesta y abarrotada de plata y cristal, de tazas de té, samovares, candelabros y cristalería. Una mujer que parece un espantapájaros, con un traje de cuadros sin el menor estilo, desenvuelve los regalos de plata y cristal y toma notas en un cuadernito rojo.

Un flujo constante de flores gira a nuestro alrededor: ramos de iris y de rosas y cosas así. La mansión está inundada por el dulce olor de las flores, los canapés y los champiñones rellenos.

No es nuestro estilo. Brandy me mira. Hay demasiada gente.

Pero la agente ya está allí, sonriendo. Arrastrando las palabras, con un acento tan plano y alargado como el horizonte de Texas, se presenta como la señora Leonard Cottrell. Y está encantada de conocernos.

La señora Cottrell coge a Brandy del brazo y la conduce por la primera planta, mientras yo decido si plantar cara o largarme.

Dame terror.

Flash.

Dame pánico.

Flash.

Tiene que ser la madre de Evie, ya os habréis dado cuenta. Y esta tiene que ser la nueva casa de Evie. Y me pregunto cómo hemos llegado hasta allí. ¿Por qué precisamente ese día? ¿Qué posibilidades hay?

La señora Cottrell nos acompaña, y pasamos junto a la secretaria y los regalos de boda.

—La casa es de mi hija, pero ella se pasa el día en la sección de muebles de Brumbach’s, en el centro. Hasta ahora hemos sido muy tolerantes con sus pequeñas obsesiones, pero ya está bien; por eso hemos decidido casarla con un zopenco.

Se acerca confidencialmente para decir:

—Ha sido más difícil de lo que se imaginan conseguir que sentara la cabeza. ¿Saben?, la última casa que le compramos la incendió.

Detrás de la secretaria hay un montón de invitaciones de boda, grabadas en oro. Son las excusas. Lo sentimos, pero no podremos asistir.

Al parecer, ha habido un montón de excusas. Y eso que las invitaciones son bonitas, grabadas en oro, con los bordes cortados a mano, un tríptico con una violeta seca en su interior. Robo una de las excusas y sigo a la señora Cottrell, a Brandy y a Ellis.

—No —está diciendo Brandy—, hay demasiada gente. No podemos ver la casa en estas condiciones.

—Entre nosotras —dice la señora Cottrell—, vale la pena celebrar una boda por todo lo alto, cueste lo que cueste, si logramos encasquetarle a Evie a un pobre diablo cualquiera.

—No queremos entretenerla —dice Brandy.

—Y además —insiste la señora Cottrell—, hay un subgrupo de «hombres» a quienes les gustan las «mujeres» como Evie.

—Tenemos que irnos —dice Brandy.

—¿Hombres a quienes les gustan las mujeres chifladas? —dice Ellis.

—Se nos rompió el corazón un día que Evan vino a hablar con nosotros. Tiene dieciséis años y nos dice: «Mamá, papá, quiero ser una chica» —explica la señora Cottrell—. Pero pagamos lo necesario. La desgravación fiscal es la desgravación fiscal. Evan quería ser una modelo famosa. Empezó a llamarse Evie, y al día siguiente yo cancelé mi suscripción a
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. Me pareció que ya le había hecho suficiente daño a mi familia.

Brandy dice:

—Enhorabuena. —Y me empuja hacia la puerta principal.

Y Ellis pregunta:

—¿Evie era un hombre?

Evie era un hombre. Y yo tengo que sentarme. Evie era un hombre. Y yo le vi las cicatrices de los implantes. Evie era un hombre. Y yo la he visto desnuda en los probadores.

Dame por última vez una revisión total de mi vida adulta.

Flash.

¡Dame algo en este puto mundo que sea exactamente lo que parece!

¡Flash!

La madre de Evie mira a Brandy con dureza:

—¿Ha sido usted modelo? Se parece muchísimo a una amiga de mi hijo.

—De su hija —replica Brandy, con un gruñido.

Y yo cojo la invitación que he robado. La boda, el enlace de la señorita Evelyn Cottrell y el señor Allen Skinner tendrá lugar al día siguiente. A las once de la mañana, según las letras doradas. Irá seguida de una recepción en casa de la novia.

Que irá seguida de un incendio.

Que irá seguido de un asesinato.

Se requiere etiqueta.

28

El vestido con el que muevo el trasero en la boda de Evie es más ceñido que la piel. Es lo que se diría pegado al hueso. Es una reproducción de la Sábana Santa de Turín, principalmente marrón y blanco, cortado de tal modo que los botoncitos rojos brillantes coinciden con los estigmas. Además, llevo metros y metros de guantes de seda negra enrollados en los brazos. Y unos tacones tan altos que me producen hemorragia nasal. Oculto las cicatrices, la tarta de cerezas que antes era mi cara, con medio kilómetro del tul negro de Brandy, cubierto de lentejuelas, hasta que solo se me ven los ojos. Tengo un aspecto deprimente y morboso. Y la impresión de que estamos perdiendo el control.

Ahora me cuesta más odiar a Evie. Mi vida entera se aleja cada vez más de cualquier razón para odiarla. Se aleja de cualquier razón. Necesito una taza de café y una Dexedrina para sentirme vagamente mosqueada por algo.

Brandy lleva ese espectacular traje de Bob Mackie con la faldita de vuelo y el gran no sé qué, y el fino y estrecho me importa un bledo. Lleva un sombrero, porque vamos a una boda. Y unos zapatos hechos con la piel de algún animal. Complementa su atuendo con joyas, con piedras sacadas de la tierra, pulidas y cortadas de tal modo que reflejen la luz, engastadas en oro y cobre, con peso atómico, fundidas y trabajadas con martillos, todo laboriosísimo. Es decir, toda Brandy Alexander.

Ellis lleva un traje cruzado, con una sola costura atrás, negro. Tiene la misma pinta con la que una se imaginaría a sí misma muerta en un ataúd si fuera un tío, pero eso no es un problema para mí, porque Ellis ya no tiene razón de ser en mi vida.

Ellis se da muchos humos últimamente, desde que ha comprobado que es capaz de seducir a cualquier cosa de cualquier categoría. No es que tirarse al señor Parker lo convierta en el rey de Villamaricón, pero también tiene a Evie en su haber, y tal vez ha pasado el tiempo suficiente para volver a ejercer su profesión y reanudar sus rondas por Washington Park.

De manera que cogemos la invitación que robé; Brandy y Ellis se toman un Oxycontin cada uno, y llegamos al momento de la recepción en la boda de Evie.

Pasemos a las once de la mañana en la mansión de West Hills de la chiflada Evie Cottrell, de la felizmente armada Evie, de la flamante señora Evelyn Cottrell Skinner, como si a estas alturas eso me importase. Y. Todo es deslumbrante. Evie podría ser la tarta nupcial, con pisos y más pisos de bandas y flores alrededor de su enorme falda con aros que ascienden hasta su estrecha cintura y sus grandes tetas texanas que asoman por el corpiño sin tirantes. Hay tanto espacio para decorar en ella como en un centro comercial cuando llega la Navidad. Lleva un ramo de flores de seda a un lado de la cintura. Flores de seda en las dos orejas sujetan un velo echado hacia atrás que cubre su pelo rubio sobre rubio. Con esa falda de aro y esos melones texanos, la chica se pasea por ahí conduciendo su propia carroza de desfile.

Cargada de champán e interacciones del Oxycontin, Brandy me está mirando.

Me asombra no haberme dado cuenta de que Evie era un hombre. Una rubia enorme, como Brandy, con un escroto feo y arrugado.

Ellis se esconde de Evie, intentando averiguar si su nuevo marido podría ser un punto más para renovar su contrato especial como agente de la brigada antivicio. Bajo el punto de vista de Ellis, él sigue siendo en toda esta historia la prueba concluyente de que puede trincar a cualquier hombre después de una larga lucha. Aquí todo el mundo se cree protagonista de la historia. Está claro que a todos les pasa lo mismo.

Y todo ha llegado mucho más allá del perdón, mamá. Perdón, Dios. Ya no lamento nada. Ni lo siento por nadie.

La verdad es que aquí todos arden en deseos de ser incinerados.

Volvamos al piso de arriba. En el dormitorio principal, el ajuar de Evie está a punto de ser embalado. Esta vez traigo mis propias cerillas, y enciendo el borde cortado a mano de la invitación con letras doradas, y paso la invitación por la colcha, el ajuar y las cortinas. El momento en que el fuego asume el control es delicioso, y a partir de entonces ya no eres responsable de nada.

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