Misterio en la casa deshabitada (18 page)

BOOK: Misterio en la casa deshabitada
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Por fin llegaron, ante el portillo de Milton House. El coche de la policía hallábase estacionado en la calle. Negras sombras esparcidas por doquier indicaban la presencia de varios miembros de la patrulla, apostados acá y allá. El inspector Jenks distribuía órdenes en voz baja.

—Está poniendo cerco a la casa —cuchicheó Fatty a los demás, casi sin voz de excitación—. Fijaos, allá va uno, y allí va otro, al otro extremo de la casa. ¿Cómo se las arreglarán para entrar?

El inspector Jenks pensaba hacerlo de una forma muy sencilla. Al leer la carta de Fatty a los Pesquisidores había reparado en que el chico recomendábales llamar a la puerta principal.

Así, pues, si él o sus hombres subían los peldaños de acceso a la puerta y llamaban con la aldaba, los que estaban dentro probablemente se figurarían que los visitantes eran los chicos, en plan de obedecer las órdenes que figuraban en la carta de Fatty.

Una vez apostados todos sus hombres alrededor de la casa, el inspector dirigióse a la puerta principal y levantó la aldaba. Los muchachos sobresaltáronse al oír el recio tactactac.

A poco abrióse la puerta de par en par. Evidentemente, el que la abrió, sin duda Jarvis, esperaba ver entrar cuatro niños en la casa.

En lugar de ello, una corpulenta figura abalanzóse sobre él, hundiéndole en el pecho el redondo cañón de un revólver al tiempo que ordenaba:

—¡Chitón!

Al punto aparecieron, otros tres hombres tras el inspector y la puerta cerróse quedamente. Luego, uno de los agentes puso las esposas al asustado Jarvis.

El inspector subió cautelosamente la escalera, seguido por dos de sus subordinados. Como todos llevaban suelas de goma, no hicieron el menor ruido en tanto se dirigían al último piso de la casa, a una habitación por cuya cerradura emergía un hilillo de luz. Era la habitación secreta.

El inspector abrió lo puerta bruscamente, revólver en mano. El policía no pronunció una palabra. Había cinco hombres en la habitación, que inmediatamente pusiéronse en pie de un brinco. La expresión del severo rostro del inspector bastó para inducirles a levantar los brazos en alto.

Entonces el inspector, echando una mirada circular a la estancia, exclamó con voz afable:

—¡Vaya, vaya! ¿Qué nido más confortable os habéis instalado aquí, eh? Encantado de volver a verte, Finnigan... ¿o bien te llamas John Henry Smith ahora? ¡Ah, Lammerton! ¿Tú también por aquí? ¡Vaya, vaya, vaya! ¡Qué sorpresa más inesperada!

Los dos hombres interpelados por el inspector fruncieron el ceño. Uno era el individuo de los labios delgados; el otro, el de la cara colorada. El inspector miró a los demás.

Uno de ellos declaró ávidamente:

—¡Yo no tengo nada que ver con esto, inspector! Hasta esta noche no he sabido que se tramaba una sucia maquinación. Me he enterado al ser traído aquí en avión.

—¿De veras? —masculló el inspector con incredulidad—. ¿No tienes ninguna antigüedad importante que vender? Apuesto a que no sabes nada del robo de los inapreciables jarrones chinos propiedad del conde belga, ¿eh? ¡Claro! ¡Tú eres ¡nocente!

Luego, volviéndose a otro hombre, prosiguió:

—¿Y tú? ¿No tienes arte ni parte en el robo de una valiosa pintura del museo de París? ¡Estoy seguro que no sabes una palabra del asunto! ¡Bien, bien! Lo único que puedo deciros es que es una lástima que una pandilla de inteligentes y conocidos bribones como vosotros haya sido sorprendida aquí, en un escondrijo, en compañía de un par de no menos conocidos compradores de antigüedades, tan bribones como vosotros, con fama de ser carne y uña de varios tipos de la misma calaña que trabajan al otro lado del Atlántico.

—Eso se ha acabado, muchachos —gruñó el quinto hombre, con expresión adusta—. Siempre dije que éste era un peligroso punto de reunión.

—Hasta ahora todo fue a pedir de boca, ¿no? —murmuró el inspector—. ¡Qué agradable rincón! Un lugar ideal para reunirse a maquinar vuestros golpes y para guardar los objetos de valor hasta que se apaciguasen los ánimos y ello os permitiese llevarlos tranquilamente a América para venderlos. ¡Hasta con rejas en las ventanas para proteger vuestro botín! La policía de todo el mundo lleva años al acecho de vuestra astuta banda. ¡Me satisface pensar que ahora quedará desbaratada una larga temporada!

Los agentes que acompañaban al inspector Jenks entraron en la habitación y procedieron a poner hábilmente las esposas a los cinco ceñudos maleantes.

—¿Queda alguno más de vosotros por ahí —preguntó el inspector—. Abajo hemos apresado a un individuo.

—Averígüelo usted mismo —espetó Lammerton desdeñosamente.

—Eso pienso hacer —convino el inspector—. La casa está cercada, como sin duda suponéis. Una precaución muy acertada, ¿no os parece?

Los cinco hombres guardaron silencio, enfurruñados. A una tajante orden del inspector, todos salieron de la habitación. Por espacio de unos dos minutos, el inspector Jenks inspeccionó la estancia. Luego marchó también abajo.

Los cinco hombres y Jarvis hallábanse colocados en fila en el vestíbulo. Gracias a que uno de los policías había dispuesto una linterna en un anaquel, la escena aparecía iluminada. Los cinco muchachos, apostados junto al portillo, comprendieron que había pasado el peligro ya, acercáronse a la puerta principal a echar un vistazo al interior llenos de curiosidad.

—¡Cáscaras! —exclamó Larry, aterrado—. ¡Fijaos qué pinta de truhanes tienen! ¿Qué te parece que son, Fatty? ¿Ladrones, espías o qué?

—Podrían ser cualquier cosa —murmuró Fatty, atisbando el interior—. ¡Todos tienen cara de facinerosos!

De improviso, Fatty resbaló. El rumor de su caída atrajo al punto a un policía a la puerta.

—¿Quién está ahí?

—¡Somos nosotros! —declaró Fatty, sonriendo a la luz de la linterna—. ¡Hola, inspector! Hemos venido a ver lo que pasaba.

—Mal hecho —reconvino el inspector—. Podría haber habido tiroteo. Oye, Federico, ¿a quiénes de estos hombres viste tú?

Fatty señaló al de los labios delgados y al de la cara colorada.

—¿Los han detenido ustedes a todos? ¿Y el que encerré en el sótano?

Los prisioneros quedáronse pasmados. El de los labios delgados preguntó a Fatty vivamente:

—¿Cómo saliste de aquella habitación cerrada con llave?

—No me gusta revelar mis secretos —repuso Fatty—. Oiga usted, inspector. Con, el del sótano, estos hombres suman siete. ¿Iremos a por él?

—No hay nadie más —insistió el de los labios delgados—. Sólo somos seis.

Otra negra silueta emergió de la oscuridad del exterior, avanzando hacia la luz. Era uno de los policías apostados en el jardín.

—Señor —dijo al inspector—. Abajo en el sótano hay alguien. Mientras me hallaba de guardia en la parte trasera de la casa, oí constantes gritos ahogados, sin conseguir dilucidar de dónde procedían.

—¡Es el individuo que encerré en la carbonera! —profirió Fatty—. ¡Bajemos a buscarle!

CAPÍTULO XXI
DESENLACE DEL MISTERIO

—En este caso, ven conmigo —ordenó el inspector, sacándose de nuevo el revólver—. Los demás quedaos aquí Sólo me acompañará Federico para mostrarme el camino. Tú, Federico procura mantenerte apartado cuando yo abra la puerta del sótano.

Orgullosamente, Fatty condujo al inspector a la puerta del sótano y, una vez allí, sacóse la llave del bolsillo. De abajo llegaba una vehemente voz, chillando y gritando, acompañado de un ruido de carbón cada vez que el pobre Ahuyentador intentaba buscar una salida.

Al tiempo que entregaba la llave al inspector, Fatty se dijo que aquella voz no le era desconocida. Una vez en poder de la llave, el inspector la introdujo en la cerradura y abrió la puerta.

—¡Suba usted! —rugió—. ¡Suba la escalera con las manos en alto!

Alguien subió la escalera, torpemente. Era el pobre señor Goon, sin su casco, que había perdido entre el montón de carbón, y con la cara como un negro. Tambaleándose, apareció en el marco de la puerta, deslumbrado por el intenso resplandor de la linterna del inspector. Hallábase tan sucio y tiznado, que ni Fatty ni el inspector le reconocieron.

El señor Goon estaba enojado, asustado y aturdido. Tras atravesar la cocina, encañonado por la espalda por el inspector, quedóse boquiabierto al ver la caterva de hombres reunidos en el vestíbulo. Pero lo que más le sorprendió fue la presencia de los chicos allí, tanto, que empezó a abrir y cerrar la boca como un pez.

«Buster» fue el único que reconoció al pobre señor Goon. Con un aluvión de sonoros ladridos, precipitóse gozosamente a los tobillos de su enemigo.

—¡Eh, lárgate de aquí! —gruñó el señor Goon, encolerizado, defendiéndose a puntapiés—. Qué es todo esto?

—¡Pero si es el Ahuyentador! —exclamaron los Cinco Pesquisidores, todos a una, en el colmo de la sorpresa.

—¡Goon! —profirió el inspector, no menos asombrado que los muchachos—. ¿Cómo ha... qué ha...?

Pero el inspector no pudo terminar la frase. En lugar de ello, prorrumpió en tales carcajadas, que los demás miembros de la patrulla no pudieron menos de sonreírse a su vez.

—¡Vaya por Dios, Goon! —exclamó el inspector, contemplando al sucio y enojado policía con expresión regocijada—. Hace un rato fui a su casa para averiguar si sabía usted algo de los sucesos de acá, pero no le encontré.

—¡Me encerraron en aquel inmundo sótano! —lamentóse el señor Goon, echando a Fatty una mirada incendiaria—. ¡Y ése fue el que me encerró! Hay que vigilarle. Es un chico francés, con malas intenciones. Apuesto a que está en combinación con esos ladrones... o quienesquiera que sean esos tipos que ha detenido usted. ¡Verá cuando le pesque!

—No me conoce, señor Goon? —preguntó Fatty con su voz normal.

Dando un respingo, el señor Goon contempló la rizada peluca negra, las enormes cejas y la dentadura conejuna. No cabía duda de que la cara era la de aquel «chico francés»; pero la voz era de Fatty.

—Verdaderamente, no me gustaría en absoluto que molestase usted a este colaborador mío —repuso el inspector afablemente—. Me sorprende que un experto policía como usted, Goon, no reconociera a Federico a través de su disfraz.

Fatty despojóse de la peluca y las cejas. Luego, con un poco más de dificultad, quitóse la dentadura postiza. El señor Goon tragó saliva varias veces, mirándole de hito en hito. Luego se puso colorado como un tomate. Los seis prisioneros contemplaron a Fatty, estupefactos, en tanto los demás Pesquisidores reíanse por lo bajo. ¡Admirable Fatty!

—Dejaremos las demás explicaciones para más tarde —declaró el inspector—. Ahora, en marcha, muchachos. En el coche caben los seis detenidos y tres guardianes. El resto de los agentes que se queden de guardia junto al aeroplano hasta que acuda un relevo.

El grupo se dispersó. El señor Goon, que presentaba un curioso aspecto sin su casco, permaneció inmóvil, con expresión enfurruñada.

—Será mejor que vuelva usted a su casa, Goon —aconsejó el inspector—. Parece usted indispuesto.

—«Estoy» indispuesto —corroboró el señor Goon, en tono apesadumbrado—. ¡Ya sabía yo que esos chavales andaban metidos nuevamente en camisa de once varas! Para colmo, en el momento en que me hallaba a punto de aclarar el misterio, ese chico me encerró para recoger él los laureles.

—Ignoraba que fuese usted, señor Goon —disculpóse Fatty sinceramente.

—¿Y eso qué importa? —refunfuñó el señor Goon—. De «haberlo» sabido, habríais hecho lo mismo. ¡Valiente pandilla de entrometidas estáis hechos! ¿Quién os manda entorpecer la acción de la Ley?

—¡Nada de eso, Goon! —rectificó el inspector—. Lo que hacen es «colaborar» con la Ley. Gracias a ellos, hemos hecho una excelente faena esta noche, deteniendo a casi toda una banda de ladrones internacionales y sus agentes. Supongo que ha oído usted hablar del famoso Finnigan, y del no menos infame Lammerton, ¿verdad, Goon? Son individuos especializados en robar cuadros, joyas, porcelanas y otros objetos valiosos, para embarcarlos y venderlos en otros países.

—Sí, señor, les conozco de oídas —masculló Goon, con los ojos casi saliéndosele de las órbitas—. ¿De veras «les» hemos echado el guante, señor? ¡Pensar que se han estado reuniendo en mis propias barbas!

—Sí, Goon —gruñó el inspector—. A ver si tiene usted más olfato en el futuro.

—¡ATCHIS! —estornudó el señor Goon—. Bien, señor... ¡ATCHIS!

—Vuélvase a casa, Goon —repitió el inspector—, y acuéstese. Tiene usted un resfriado de padre y muy señor mío, ¿verdad?

—Sí —farfulló el señor Goon, sonándose con un enorme pañuelo—. Tendría que estar en cama, pero, cuando comprendí que aquí pasaba algo, me dije que era mi deber acudir. Prefiero pescar una pulmonía que faltar a mi obligación, señor.

—Con lo cual demuestra usted un gran sentido de la dignidad —ensalzó el inspector gravemente—. Ahora, vuelva a casa. Mañana hablaré con usted.

Goon desapareció entre las sombras de la noche, tosiendo y estornudando. Antes de partir, el policía echó a Fatty una postrer mirada rencorosa. Pero el chico no se dio por aludido. «Buster» obsequió al señor Goon con unos pocos ladridos de despedida.

—Vamos a ver, Pip —dijo el inspector—, ¿crees que tu buena madre me permitirá compartir vuestra cena? Tengo el presentimiento de que le gustará saber detalles de todo esto. ¿Estás de acuerdo conmigo?

—¡«Completamente» de acuerdo! —asintió Pip gozosamente.

De hecho, estaba preocupado pensando cómo explicaría a sus padres todo lo sucedido. Sabía que su madre admiraba al inspector, además de profesarle viva simpatía. Si el policía se encargaba de referir el caso, no habría reprimendas.

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