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Authors: Jorge Ibargüengoitia

Tags: #Satira, relato

Maten al león (8 page)

BOOK: Maten al león
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—Quítate de la vereda, que alguien puede pisarte.

Pone la mariposa sobre la hoja de un acanto, mientras Cussirat la observa, conmovido. Después, ambos siguen su camino.

La mariposa, en el acanto, da unos pasos, resbala, y cae en la vereda.

En el reloj de la Catedral dan las nueve le la noche. El automóvil de Cussirat, un Citroen, con Garatuza al volante, entra en la Plaza Mayor, rueda por los adoquines desiertos, y se detiene frente a la puerta principal de Palacio. Los fanales se apagan, Garatuza se baja y llama con el aldabón a la puerta. Cussirat, mientras tanto, revisa por última vez su pistola, y la guarda en la funda que lleva en el sobaco.

—El Ingeniero Cussirat quiere ver al señor Presidente —dice Garatuza al portero que le abre.

El portero transmite el mensaje al jefe de porteros, este, al oficial de guardia, y este, a su vez, al ujier segundo, que viene a la puerta y le dice a Garatuza:

—Que pase.

Garatuza va al coche, abre la puerta, Cussirat desciende, entra en Palacio, y conducido por el ujier segundo, cruza el vestíbulo, el patio principal y, por el corredor de los espejos, llega a la escalera veneciana, la sube, y en el primer piso, a la derecha, entra en la sala de espera, que es alta, larga, estrecha y mal iluminada, cuyas paredes están adornadas con retratos al óleo de héroes de la independencia que pasaron de la gloria a la tumba sin llegar al poder. A todo lo largo de tres de los muros, hay sillas soporíficas y desiertas, y al fondo, dando la espalda al cuarto muro, se sienta el ujier primero frente a su escritorio.

—Tenga la bondad de sentarse —le dice el ujier segundo a Cussirat.

Con ligera impaciencia, Cussirat se sienta. El ujier segundo cruza la sala, llega a donde está el ujier primero, y habla con él en secreto. El ujier primero hace, al hablar, una serie de gestos que pueden interpretarse de muchas maneras. Por fin, se dirige a Cussirat, que está en el otro extremo del Salón y le dice:

—¿Qué desea?

Cussirat se levanta y cruza el Salón.

—Soy Cussirat —dice, al llegar frente al escritorio.

De nada sirve. El ujier primero lo mira sin comprender; el segundo, reprobatorio.

—¿En qué puedo servirle? —pregunta el ujier primero.

Cussirat, impaciente, saca una tarjeta de visita y se la entrega.

—El señor Presidente me está esperando.

El ujier primero estudia la tarjeta, el segundo se retira. El ujier primero le acerca un bloc a Cussirat, y le dice:

—Apunte aquí su nombre, y el asunto que viene a tratar.

—Mi nombre está en la tarjeta, y el asunto, el señor Presidente lo sabe; entréguele la tarjeta.

—Lo siento, pero esta es una formalidad que tienen que llenar todas las personas que hablan con el señor Presidente.

—Antier hable con él, y no llene ninguna formalidad.

El ujier no se inmuta.

—Habrá habido órdenes en sentido contrario. Ahora no las hay —le ofrece una pluma—. Si me hace usted el favor…

Cussirat, lívido, escribe con rasgos violentos: «Cussirat», «Fuerza Aérea». Arranca el papel y se lo entrega al ujier. Este se levanta y le dice:

—Siéntese, yo transmitiré su mensaje.

Con esto, sale de la habitación. Cussirat, furioso, en vez de sentarse pasea de un lado a otro de la habitación, después, más furioso todavía, y sintiéndose ridículo, se sienta.

Entre el humo y la peste de los habanos, las risotadas de sus amigos y el ruido de las fichas del domino, Belaunzarán lee el papelito de Cussirat. El ujier, paralizado por el respeto y la lambisconería, se inclina a su lado, en espera de las palabras que van a salir de su boca. Cardona, Borunda, Jefe de la Mayoría, y Chucho Sardanápalo, Ministro del Bienestar Público, sentados en los sillones que la Emperatriz de la China envió de regalo al Rey Cristóbal, de Haití, y llegaron por equivocación a Arepa, hacen la sopa, contándose cuentos.

—Dígale que estoy en acuerdo —dice Belaunzarán—, que me espere.

El ujier se retira haciendo reverencias. Las risotadas bajan de punto. Sardanápalo le dice a Belaunzarán:

—¿Ya oíste el chiste de la mona que no quería pan con queso?

Belaunzarán le da una chupada al habano mientras los lambiscones se callan, esperando su respuesta.

—No, oí otro mejor. El del señorito que no sabía si ser vicealmirante, o presidente.

—¡Cuéntalo! —le pide Borunda. Ansioso de oír un chiste de boca de Belaunzarán, para después repetirlo, diciendo: «Este me lo contó Manuel».

—Es un secreto —dice Belaunzarán, y le da otra chupada al puro.

Los otros lo miran en silencio, sin saber si metieron la pata.

Las diez y las once le dan a Cussirat sentado en la antesala, mirando como el ujier cabecea y dormita. Las diez y las once le dan a Garatuza, sentado en el coche, angustiado. A las once y media, se oye desde el pasillo el ajigolón de la partida que se va, de los hombres que bajan las escaleras riéndose, a fuerzas, de lo que dice el patrón, de las puertas que se abren y cierran y de los coches que arrancan en el traspatio.

La impaciencia de Cussirat ha desaparecido, o mejor dicho, se ha transformado en una rabia contenida que va a tener consecuencias. Oye a los hombres irse con indiferencia, sin protestar. Ve como el ujier despierta, se sobresalta, se tranquiliza, bosteza, se levanta, sale del Salón desperezándose, y regresa, al poco rato, con cara de circunstancia y un mensaje:

—El señor Presidente tuvo que salir a un asunto urgente. Dejo dicho que venga usted mañana, a las doce del día.

Cussirat se pone de pie, arroja el cigarrillo que está fumando en una escupidera, le echa una mirada al ujier, toma su sombrero, y se larga.

XIII. EL DÍA EN QUE DINAMITARÓN PALACIO

Lo primero que hace Cussirat al llegar a su casa, es llamar a Ángela por teléfono. Por temor a que la telefonista escuche, la conversación es breve:

—Falle —dice el.

—Me alegro —dice ella.

Cussirat cuelga.

Pasa gran parte de la noche en vela. Con ayuda de Garatuza arma la bomba. Saca los explosivos del estuche de golf, las cápsulas detonantes del botiquín, el magnesio de la sombrerera, una de las cabezas del interior de una cámara fotográfica, y otra, de un despertador.

Con pericia de cirujano, sobre la mesa del comedor, con los elementos que va pasándole Garatuza, arma la bomba en el interior de un termo.

Es una bomba sencilla, que puede funcionar de dos maneras, según las necesidades del caso. Tiene una cabeza de relojería y otra de presión. En el primer caso, la cabeza es un reloj despertador, cuyo martillo golpea, a la hora indicada, sobre la cápsula detonante, y la rompe. La sustancia que contiene la cápsula reacciona con el magnesio que la rodea, y produce una pequeña explosión, que sirve de fulminante a la dinamita que está en el fondo del termo. En el segundo caso, la cabeza es un resorte de espiral, que termina en una aguja; al presionar la cabeza, el resorte se comprime, la aguja rompe la cápsula y se produce el efecto descrito.

A las cuatro de la mañana, la bomba armada y probada, Cussirat la pone, junto con las dos cabezas, en un portafolio; lo cierra, bosteza, y, dejando a Garatuza levantar el campo, se va a su alcoba, en donde lo espera una pijama de seda, llena de alamares, extendida sobre la cama.

La viuda del Coronel Epigmenio Pantoja, que viene a cobrar pensiones atrasadas, un ministro protestante, un vendedor de aceituna española, y un acreedor rejego, esperan, junto con Cussirat, audiencia, en la sala de espera.

Cussirat, elegante y nervioso, con una pistola en el sobaco, y el portafolio lleno de dinamita, fuma English ovals uno tras otro. El ujier caravanea, va y viene, promete, y nadie pasa.

—El señor Presidente, recibirá a la señora, que es la que llego primero, dentro de un momento.

Es la una y media.

A esa hora, como tres buitres, vestidos de negro, solemnes, llenos de esperanzas injustificadas, entran en el Salón los moderados: Bonilla, Paletón, y el señor de la Cadena. Al ver a Cussirat tienen un sobresalto. Después se reponen. Cruzan mirando al frente, con las narices en alto, como navegando en aire fétido, llegan hasta el ujier y le dicen:

—Somos del Partido Moderado. Queremos ver al señor Presidente de la República.

El ujier brinca, se sonroja, sonríe, suda y dice:

—Pasen ustedes.

Y salen juntos, los cuatro, en dirección del despacho particular, sin hacer caso de la viuda, que dice: «¿No que me iba a recibir a mi?»; ni de la imprecación que lanza el acreedor, ni del sonrojo del ministro protestante, ni de la paciencia del vendedor de aceitunas, ni de que Cussirat se ha levantado, y portafolio en mano, va tras de ellos.

En el pasillo, frente a la puerta del despacho particular, el señor de la Cadena le dice a Bonilla:

—Pase usted, Licenciado.

—De ninguna manera —contesta el Licenciado—, que pase nuestro amigo Paletón, que tiene más facilidad de palabra.

Paletón da un respingo:

—¿Pero que dice usted, Licenciado? ¡Si usted es un Crisóstomo! Después de usted, toda la vida.

—La mayoría está de acuerdo, Licenciado —dice el señor de la Cadena, jugando al parlamento—, pase usted.

A Bonilla no le queda más remedio que irse por delante. Abulta el pecho, y dice:

—Bueno, señores, pues así sea.

Cierra la boca carnosa, que quisiera ser más chica, con gesto amargo; y, más fúnebre que nunca, entra en el despacho de Belaunzarán, como en un campo de batalla.

Sin levantarse, antes de saludarlos, desde su escritorio, Belaunzarán le indica al ujier donde debe de poner las sillas en que se van a sentar los recién llegados.

Tras de breve vacilación, el señor de la Cadena y Paletón deciden quien ha de pasar primero, entran, y cierran la puerta.

En el pasillo desierto, Cussirat, como paseando, con una mano en la bolsa y sombrero y portafolio en la otra, pasa frente a la puerta del Despacho Particular, a través de la cual se filtran voces confusas: llega hasta la siguiente, se detiene, pone la mano sobre el picaporte, mira a derecha e izquierda discretamente. Nadie lo ve. Mueve la mano. El picaporte gira y la puerta cede. La entreabre, ve que no hay nadie adentro, ve que no hay nadie afuera, da un paso, y está en el Salón Verde.

Estudia los gobelinos y los muebles estilo Imperio, en busca del lugar apropiado para ocultar la bomba. Se decide por una consola con plancha de mármol. Pone el portafolio encima, lo abre y saca de él el termo y la cabeza de reloj. Consulta el suyo, que trae en el chaleco: es la una y media; pone el despertador a las dos de la tarde, le da cuerda y está atornillando la cabeza, cuando se da cuenta de que al fondo del Salón hay otra puerta. Deja termo y cabeza sobre la consola, va hasta la puerta recién descubierta, pega el oído, no se oye nada, la abre y se queda gratamente sorprendido. Entre los mármoles, los azulejos blancos, las toallas presidenciales, está el excusado ingles del Mariscal Belaunzarán.

La euforia del hallazgo dura un segundo. Después se pone a trabajar. De un brinco llega a la consola, toma el termo, cambia la cabeza, quitando la del reloj y poniendo la de presión. Guarda la primera en el portafolio, entra en el baño, cierra la tapa del excusado, se para en ella, hunde el termo en el depósito del agua, y lo coloca exactamente debajo de la palanca que conecta con la cadena, baja del excusado, sale del baño, y cierra la puerta. En el Salón Verde, recoge sombrero y portafolio, va a la puerta que da al pasillo, la entreabre, ve que el pasillo está desierto, y tiene un suspiro de alivio.

Regresa a la sala de espera, y le dice al ujier:

—A usted buscaba. Dígale al señor Presidente que no pude esperar más, que si me necesita, ya sabe donde encontrarme —ha recobrado su tono autoritario.

El ujier, admirado de que alguien trate al Mariscal con tal desparpajo, no atina a contestar. Ve como Cussirat se pone el sombrero, da media vuelta y se va.

—Así deberían ser todos los hombres —comenta la viuda del Coronel, mirando al vendedor de aceitunas.

Cussirat cruza el umbral de Palacio entre dos guarupas de morrión que hacen guardia. Una vez en la calle, libre, respira profundamente, cruza la Plaza Mayor mirando las palomas que hay en el atrio de la Catedral, llega al Café del Vapor, se sienta en una silla de mimbre, y dice al mesero que se acerca:

—Un madrileño.

Cuando el mesero se va, Cussirat fuma perezosamente un English oval mirando los muros de piedra del Palacio Presidencial, en espera de que le traigan el café y de que una explosión horrísona los haga cuartearse.

Belaunzarán, aburrido, inflexible, mal encarado, y terrible, dice:

—De ninguna manera.

El Licenciado Bonilla mira a los otros dos moderados en busca de algún signo que le dé ánimos, y no lo encuentra. Sin ánimos, pues, reúne sus fuerzas y echa una última carga, fútil.

—Nosotros, los moderados, nos atrevimos a proponer que se pospongan las elecciones, pensando que esta disposición sería benéfica para ambos partidos, y basándonos en el artículo 108 de la Constitución Arepana.

—No procede —dice Belaunzarán—. El artículo 108 estipula una petición conjunta, y el Partido Progresista, a pesar de haber cambiado de candidato, no ha hecho petición alguna al respecto, lo que indica que no necesita tiempo extra para hacer su campana electoral. Esta información yo la tengo de primera mano, puesto que soy el candidato y el Presidente del Partido.

—¿Podemos hacer una petición por escrito? —pregunta Bonilla, para guardar apariencias.

—Si quieren ustedes perder el tiempo —contesta Belaunzarán.

Bonilla se pone de pie, y los otros lo imitan.

—En ese caso —concluye Bonilla—, no hay más que hablar.

—En eso estamos de acuerdo, señor Licenciado —responde Belaunzarán, con una sonrisa.

En un ambiente gélido, los moderados se despiden de Belaunzarán, que no se levanta, con un apretón de manos y haciéndole una ligera cortesía; tienen otra vez la pequeña discusión sobre quien sale primero y, por fin, uno tras otro, salen, Bonilla, Paletón y el señor de la Cadena, que cierra la puerta.

Una vez solo, Belaunzarán resopla y echa el puro en la escupidera.

En el Café del Vapor, Cussirat, con un madrileño enfrente ve, con desconsuelo, al Doctor Malagón, que cruza la calle diciendo:

—¡Hola, esporman!

Y se sienta a su lado.

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