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Authors: León Arsenal

Tags: #Aventuras, Fantástico

Máscaras de matar (40 page)

BOOK: Máscaras de matar
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Se miraron unos a otros, indecisos, y hubo quienes quisieron disuadirle, agitando los brazos. Pero él, sin hacer caso, seguía acercándose a la carrera; se les echaba encima y, viendo que ya blandía una de sus lanzas, a punto de tirar, Cosal tomó puntería y disparó. La bala le dio en el pecho y lo volteó en mitad de la carrera; fue dando tumbos cuesta abajo, lentamente, hasta quedar tendido, y ya no se movió más.

Trapaieiro Porcaián, que se había acercado también a la puerta le echó un vistazo distraído. Los brazos en jarras, se volvió a observar el interior del santuario, mirando los cadáveres dispersos, las estatuas de demonios, las columnas esculpidas con forma de efigies superpuestas. Pasó una nube, oscureciendo el sol, y un golpe de viento hizo ondear sus ropas.

—Pero ¿dónde estás…? —le oyeron murmurar entre dientes a la vez que acariciaba su espada, ya envainada bajo la axila izquierda.

Luego, como si hubiera dado con la respuesta, volvió la cabeza hacia una columnata situada al fondo del recinto. Allí, siguiendo su mirada, quienes le acompañaban descubrieron a un hombre entre los pilares de piedra musgosa. Un gargal de ropas rojas y máscara de bronce, que les apuntaba con un fusil.

Hubo un estallido de actividad; voces, gestos, desenvainar de aceros. Pero el montañés contuvo a los suyos abriendo los brazos. Se hizo el silencio. El gargal sonreía bajo el borde de la máscara mientras los encañonaba. Su ajuar —el manto carmesí, las defensas de bronce, las vainas lacadas— era rico y recargado, y el cambuj, con forma de rostro híbrido de jabalí, era digno de los mejores trabajos de la gente-león. Pasaron unos instantes. Las nubes se abrieron; el recinto se llenó de luz, y las máscaras y los aceros destellaron acariciados por el sol.

—Soy buen tirador —dijo al fin, en gargal—. Eres blanco seguro.

—Malo tendrías que ser para fallar a esta distancia —le replicó, en alto arma, el montañés.

—¿Hablamos?

—Claro, hablemos. —Apartó a sus guardaespaldas, empeñados en cubrirlo con sus propios cuerpos, para acercarse a una distancia cómoda a la voz.

El otro abatió un poco el fusil y se miraron con curiosidad recíproca. El montañés trató de calibrar a aquel personaje: era bien plantado y parecía listo, ágil y fuerte; los ojos, tras las ranuras del cambuj, eran temerarios, tal como corresponde a un bandido encumbrado a rey-brujo. A su vez, Mutel había contemplado al gigante de ropas negras y máscara bruñida, antes de pasar los ojos por cuantos se desplegaban a sus espaldas, los hierros medio tendidos.

—¿Dónde estabas mientras los tuyos morían por ti? —inquirió el hombrón.

—Meditando en uno de los subterráneos sagrados. —El gargal hizo un gesto con la cabeza—. Hay unos cuantos aquí, muy hondos. Por eso no oí nada. Sólo al subir…

Cambiando de pie el peso del cuerpo, paseó los ojos por los cadáveres dispersos. Suspiró.

—¿Teníais que matarlos a todos? —Su voz, cargada de acentos orientales mostraba ahora cierta tristeza—. ¿También a Etinnú?

—¿Etinnú? ¿Quién es Etinnú?

—Una de mis esposas. —Con el cañón del fusil, señaló a la mujer untada de rojo y blanco que yacía entre las estatuas—. Ramcrin, la otra, sabía manejar las armas; pero Etinnú no había tocado un acero en su vida.

—Amigo —repuso filosóficamente el montañés—, cuando se lleva cierta clase de vida, uno ha de estar dispuesto a la muerte, tanto a la propia como a la ajena, que a veces duele más.

Mutel asintió sin decir nada. De nuevo, dejó vagar la mirada por el santuario.

—¿Dónde está el Cufa Sabut? —preguntó de repente.

—Lo tengo yo. —Algo retrasada respecto al montañés, la Bibruela sacó por un momento ese cambuj de entre sus ropas ocres y negras, antes de ocultarlo de nuevo a la vista. Luego descolgó de su hombro las vainas de las espadas, haciéndolas tintinear levemente. Su diestra revoloteaba cerca de las empuñaduras—. ¿Lo quieres? Quítamelo, si puedes.

—No. —El gargal contempló curioso a aquella adolescente menuda; el cambuj ofidio, las alhajas, los broches de bronce entre los tirabuzones de cabello oscuro, reconociendo que estaba ante una máscara mayor—. Sólo quiero que, donde sea que la lleves, le digas que la hubiera salvado de haber podido, pero que no tuve ninguna oportunidad, y que hice cuanto estuvo en mi mano para poner a salvo la Máscara Real. ¿Me harás ese favor?

La mujer-serpiente asintió aplacada, apartando ya los dedos de las armas.

—Bueno, Mutel —intervino Trapaieiro Porcaián—. ¿Tenías algo que decirme?

—Sí. —El gargal sonreía otra vez—. Que te tengo a tiro.

—¿Nada más?

—Y que dispararía a la máscara, claro.

—Bueno. Quizá los hombres-león pudieran forjar otra igual.

—Sí, quizás —aceptó sin dejar de sonreír.

—Además, yo no soy exactamente un mascareno. Pero en fin, ¿tienes algo que proponerme?

—Un trueque. Uno por otro. —Se recostó contra una columna, el fusil siempre listo entre las manos—. Déjame salir de aquí y dame unas cuantas horas de ventaja. Después, podrás lanzar a tus cazadores detrás de mí.

El montañés acarició el puño de su hoja, con los ojos fijos en el gargal.

—¡Qué ocurrencia! —suspiró—. Hay sangre por medio y ha muerto gente por mi causa. ¿Qué dirían de mí si ahora te dejase marchar, sólo para salvarme a mí mismo?

—Dirían lo que siempre se ha dicho —rompió a reír—: que eres un liante y un tramposo, y que habrías cambiado mucho por casi nada. Mírame. Todos los míos han muerto y estoy solo en tierra extraña, sin nadie a quien recurrir ni donde refugiarme. —Su risa se empañó ahora de amargura—. Anda, dime, ¿qué oportunidades tengo?

—¿Y aun así…? —Trapaieiro Porcaián lo miró con un nuevo interés.

—Aun así, casi nada es siempre mejor que nada en absoluto.

—Mutel, me caes bien. —El hombrón sonrió con suavidad—. Lástima…

—Lástima, sí. —El gargal cabeceó. ¿Qué respondes?

—Aclárame antes una duda.

—Tú dirás.

—Tengo curiosidad por saber por qué huiste del destino que decretaron para ti los ancianos de tu pueblo. No pareces hombre que tema la muerte.

—Tienes razón. No la temo.

—¿Entonces?

—En un principio, mis hermanos y yo forjamos la Máscara Real como parte de nuestro plan para combatir a los armas. De los tres, me cupo en suerte viajar con ella hasta Los Seis Dedos, y también buscar un portador digno de llevarla. Sin embargo, la Real es mucho más que una máscara: encarna unas ideas, una filosofía, un camino en la vida. Y yo, al final, he acabado creyendo en todo lo que representa.

—Curioso… —Trapaieiro Porcaián ladeó la cabeza.

—Por eso no me entregué a la muerte, y por eso he aceptado cargar con el deshonor de que todos piensen que he huido por miedo. Ahora sirvo a una causa más importante que la de mi propio pueblo, los puces.

Hubo una pausa, antes de que Trapaieiro Porcaián dijese nada.

—De acuerdo, trato hecho. Te doy hasta el alba. —Y tentó el pomo de la espada, cincelado como una cabeza de jabalí; un gesto común entre gorgotas al confirmar juramentos—. Vete ya.

Mutel bajó el fusil y, sin más palabras, se dirigió hacia la salida, pasando por entre los compañeros del montañés. Ellos le abrieron paso en silencio; iban apartándose de su camino y, aunque más de uno sopesó goloso su hierro, nadie alzó un dedo contra él.

Apenas hubo traspuesto el dintel, acudieron todos a ese umbral de piedra, a seguirlo con los ojos. Le vieron bajar la cuesta, despacio, el fusil en la mano, sin volver en ningún momento la cabeza. El día se nubló de golpe, oscureciendo; después se abrió de nuevo. Soplaba el viento, rizando las aguas del río; los juncos se mecían y las hojas secas revoloteaban por doquier.

El rey-brujo se detuvo un momento junto al hombre-víbora muerto, a contemplarle, con las ropas rojas agitándose a impulsos de las ráfagas. Iba hacia la orilla, hacia unas cuantas piraguas varadas entre las matas y, al ver aquello, un suspiro recorrió todo el grupo. Porque un hombre en bote puede recorrer muchas leguas en pocas horas, o desembarcar en cualquier punto intermedio sin dejar casi huellas.

Cambió de mano el fusil y anduvo rondando por entre las embarcaciones, como si no supiese muy bien cuál elegir. Y entonces, mientras estaba tanteando con el pie el costado de una, tres brujas gargales surgieron a su lado como por arte de magia.

Debían de estar ocultas entre la vegetación de la ribera, al acecho, aunque nadie las vio levantarse. Aparecieron de golpe ante sus ojos, con los cabellos teñidos de colores, máscaras de matar sobre el rostro y los dedos enfundados en uñas de bronce, largas y afiladas. El rey-brujo gritó, primero de sorpresa y luego de dolor, cuando lo agarraron con aquellas zarpas.

Se debatió rugiendo, pero ellas eran tres, y en un abrir y cerrar de ojos lo derribaron, las garras hundidas en las carnes. Perdió el fusil, luego la máscara y, cuando quiso recurrir a la daga, se la hicieron caer de entre los dedos. Lo arrastraron pataleando hacia el bosque, a través de las matas alborotadas por el viento. El grupo situado a las puertas aún pudo verlos unos instantes, mientras forcejeaban entre torbellinos de hojarasca, antes de desaparecer en la arboleda. Los gritos del rey-brujo fueron haciéndose más débiles; luego se esfumaron, apagados por la distancia.

Los espectadores dejaron escapar el aire que habían estado conteniendo y se miraron estremecidos. El santón acarició su collar de calaveras de marfil, Peitorcal hizo campanillear sus joyas, Palo Vento se pasó las manos por la cabeza. Y más de uno observó de reojo al montañés, preguntándose si sabía previamente que las tres brujas estaban allí, para dar al rey-brujo la muerte decretada.

Pero él siguió unos instantes con los ojos puestos en el bosque. Tenía la zurda sobre el puño de la espada y el sol, al asomar entre las nubes, hacía danzar reflejos sobre la máscara híbrida.

—Se acabó —dijo Cosal, que tenía aún el estuche de madera blanca y adornos de oro entre las manos.

—Nunca acabará. —Trapaieiro Porcaián meneó despacio la cabeza.

—Mutel ha muerto, ya no podrá forjar otra Real.

—Eso da igual. —Sonrió como distraído, por debajo del rostro híbrido de bronce—. Ya has oído a Mutel. La Real encarna unas ideas. Y, cuando hablamos de ideas, los papeles se trastocan: son las ideas las que importan y los hombres se convierten en máscaras tras las que éstas se esconden para enfrentarse entre ellas una y otra vez.

Nadie de entre los que lo rodeaban se animó a responder nada a eso. Él lanzó una larga ojeada al bosque, de nuevo solitario, abandonado al viento y el revuelo de las hojas muertas, antes de volverse y entrar en el santuario con sus dos guardaespaldas, las hachas al hombro, siempre detrás.

T
rapaieiro Porcaián bajó temprano al río. Habían montado un puesto de guardia en la orilla, para prevenir que ningún enemigo superviviente pudiera volver durante la noche y desfondar las piraguas. Cosal y Palo Vento, que hacían el último turno, se habían vuelto al verle llegar. Se acercaba con ese paso tranquilo, tan propio de él, con la capa en cuadril, envolviéndole a medias, las puntas sueltas agitadas a golpes del viento, y con las alforjas en la mano.

Cambiaron un saludo informal y el hombre-serpiente le ofreció café recién hecho. Él sostuvo el cuenco humeante entre las palmas, mirando en su interior, antes de catar con los labios aquel brebaje oscuro, caliente y amargo. Los otros lo miraban en silencio. Cosal, sentado ante la fogata, con una manta sobre los hombros y el fusil en las manos, calando una máscara de halcón peregrino, de cuero castaño y bronce brillante. Palo Vento de pie, algo más allá, con dos hojas arrojadizas en la zurda y echando ojeadas ocasionales alrededor.

El día se presentaba triste, gris y húmedo. El montañés había contemplado las nubes negras que parecían hervir sobre sus cabezas, preñadas de lluvia, antes de pasear los ojos por las orillas azotadas por el viento.

—Así que te vas. —El hombre-halcón señaló las alforjas.

Él asintió. La noche antes ya les había hecho saber que seguiría hacia el norte, hasta Yribse Magul y, pese a las protestas de los montañeses, no aceptó más compañía que la de dos guías caralocas y, a última hora la del maestro Te-Cui, que había decidido seguir hacia el norte, y aprovechar esa oportunidad para llegar a un lugar remoto a más no poder a ojos de las gentes del Sursur.

—Ya tendríamos que haber salido, apenas clarear. —Suspiró, mirando hacia los cielos encapotados—. Pero el maestro…, ya se sabe cómo es ese hombre: siempre está investigándolo todo y no acaba nunca de arrancar.

—Pero deja que, por lo menos, vaya alguien contigo; alguno de los hombres-jabalí. —Cosal volvió al tema de la noche antes—. El Alto Norte…

—¡Que no! —El hombrón zanjó de nuevo el tema con un gesto—. Ya sabéis lo que me gusta ir a mi aire, sin que nadie dependa de mí. Lo que había que hacer ya está hecho; así que, ahora, que cada cual vuelva a lo suyo. Los montañeses pueden acompañaros de vuelta al sur y, ya en el Carauce, coger el camino a casa. Es una buena ruta y, además, me parece que os va a venir muy bien ese refuerzo.

El hombre-halcón aceptó ese hecho con desgana; Palo Vento hizo una mueca. Al menos un cultero de Cició y quizás algún centinela habían escapado con vida, y era de prever que, a no mucho tardar, los tambores del Alto Norte esparcirían la noticia de que los armas se habían apoderado, por fin, de la Máscara Real.

—Tienes razón en lo del refuerzo. Va a ser toda una aventura volver con vida, y con las máscaras, a casa. —El hombre-serpiente se encogió de hombros—. Aunque ganemos algo de tiempo yendo por el río, al final puede que tengamos que luchar.

Asintiendo, el montañés se fue hasta las embarcaciones varadas, para detenerse ante una canoa de cuero, estrecha y ligera. Acarició interesado la borda.

—¿Vais a ir también río abajo? —Cosal se acercó a él—. ¿No sería mejor, entonces, que fuésemos todos juntos?

—No. Es un trecho muy corto. —Examinó las costuras del esquife—. Enseguida torceremos para subir al norte. Según los guías, la embocadura está a pocas leguas de aquí. No merece la pena. Las lanzáis copa y el santón están haciendo una última cura a los heridos, para el viaje. Aún tardarán.

Callaron unos instantes. Una ráfaga de aire alborotó las llamas de la fogata, aventando una bocanada de chispas.

—La verdad es que es bueno tener gente así al lado, al menos en bretes como éstos —dijo luego Palo Vento, refiriéndose al santón rojo y las altacopas.

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